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Klaus Mäkelä, el portento que surgió del frío

En la noche más calurosa de lo que se lleva de verano en Granada (siempre hay margen para ir a peor), un joven finlandés hacía su tercera y última aparición en el festival, donde se ha puesto —siempre en el Palacio de Carlos V— al frente de tres orquestas diferentes: la Orquesta de Cámara Mahler, la Orquesta Ciudad de Granada y, ahora, la Orquesta de París. Klaus Mäkelä enamora a las formaciones que dirige, las hechiza. En París, los músicos lo eligieron por unanimidad, sin apenas conocerlo, como su próximo director titular, un puesto que Mäkelä ya ocupa en la Filarmónica de Oslo, y se dice que otras formaciones centenarias andan tras él. No tiene el año días suficientes para que el precoz genio escandinavo pueda simultanear tantas tareas de máxima responsabilidad.

Viendo dirigir a este veinteañero se entienden las cosas, y aún quedarían más claras probablemente si pudiéramos asistir a sus sesiones preparatorias de los conciertos, que es donde las orquestas, juezas implacables como pocos, aunque no siempre certeras, radiografían y desnudan a los directores. La formación local granadina solicitó incluso poder tener un ensayo adicional con él antes del concierto que ofrecieron juntos el pasado 25 de junio, una petición en absoluto frecuente. Y la Orquesta de París no tiene fama tampoco de colectivo sumiso ni amigo de poner las cosas fáciles a sus directores. Sin embargo, por lo visto y oído la noche del domingo, están absolutamente encantados con su decisión y con la perspectiva de un futuro conjunto. Al haber decidido simultanear dos titularidades siendo tan joven, cuando todas las orquestas se lo rifan para contratarlo como director invitado, Mäkelä demuestra también que, a pesar de su juventud, tiene muy claro lo que quiere, porque sus decisiones orillan claramente lo convencional.

En Le tombeau de Couperin de Ravel, que abría el programa del domingo, asistimos a un despliegue de pequeñas sutilezas de todo tipo, fundamentalmente tímbricas. No empezaron muy entonadas las maderas en el Prélude, pero acabaron demostrando su gran clase en el Rigaudon, con mención especial para todas las intervenciones del veterano Pascal Moraguès, que lleva ya cuatro décadas como clarinete solista en la orquesta, a la que acaba de incorporarse como solista de oboe la española Miriam Pastor. Las cuatro piezas sonaron danzables, leves, precisas, y llamó la atención la importancia que tiene, para conseguir lo que persigue, el brazo izquierdo del director finlandés, completamente independiente del derecho (como mandan los cánones del oficio), y cuyos movimientos buscan siempre algo muy concreto, al igual que sucede con las miradas fijas a una sección o solista determinados, o gestos faciales de enorme elocuencia. La orquesta lo observa sin cesar y sigue fielmente sus clarísimas indicaciones: por eso se escucharon tantas gradaciones dinámicas, aun con reguladores de muy corto recorrido, y por eso hubo tantos detalles de autor, por pequeños que fueran, en el fraseo. Mäkelä es también un director muy sobrio y no parecen ir con él los gestos de cara a la galería, tan frecuentes en otros colegas sobrados de ego. En un repertorio tan familiar para ella, logró que la Orquesta de París tocara un Ravel personal y trazado con tiralíneas. Pero las rayas no eran las heredadas, sino las que él quiso dibujar en todo momento.

Dos jóvenes talentos: Daniel Lozakovich y Klaus Mäkelä.Festival de Granada | Fermín Rodríguez

Tras la cancelación de Janine Jansen, una de las muchas que ha debido de padecer y solventar el festival desde su inauguración, ocupó su puesto in extremis el joven talento sueco Daniel Lozakovich. Se mantuvo la obra anunciada, el Concierto núm. 1 de Bruch, aunque es seguro que su interpretación se pareció poco a la que hubiera ofrecido la violinista holandesa. A sus veinte años recién cumplidos, en Granada ha dejado claras dos cosas: su talento y su (lógica) inmadurez. De sonido esbelto y espigado, como su propio cuerpo, y fraseo estilizado compás tras compás, Lozakovich parece más preocupado por mantener sin quiebra alguna la pulcritud técnica y por recrearse en la belleza tímbrica que sabe obtener de su Stradivarius que por ofrecer una interpretación verdaderamente personal. Ya desde su entrada en solitario abusó del vibrato y tendió a un fraseo plano y, casi siempre, moroso, obviando el innegable componente rapsódico o improvisatorio que debe tener esta música. Prima el trazo pequeño sobre el gran arco, el cómo sobre el qué y su pulcritud acaba traduciéndose en una cierta asepsia expresiva que casa mal con un músico como Bruch.

Mäkelä lo acompañó con mimo y estuvo muy pendiente de él, pero en los escasos pasajes puramente orquestales la interpretación adquirió una dimensión mucho más personal y tuvo otro vuelo, sin una sola de las blanduras o esa tendencia constante al preciosismo sonoro que caracterizaron la parte solista. En el Adagio, lentísimo de principio a fin, la música no respiraba y parecía estancada en las impecables pero insípidas intervenciones del violinista. Los pasajes muy técnicos (arpegios, escalas, las terceras del último movimiento) sonaron muy pulcros, pero también mecánicos, desprovistos de vida. El con fuoco final volvió a dejar claro quién prendía realmente las llamas y quien se deleitaba más bien en la contemplación del fulgor de las ascuas. Fuera de programa, Lozakovich tocó el Adagio de la primera Sonata para violín solo de Bach y su versión fue un calco de lo que habíamos escuchado, a pesar del abismo que se abre entre ambos lenguajes. Lento, romántico, fuera de estilo, simplemente bonito, parecía un Bach de otros tiempos. Es imposible no ensalzar el talento y el sólido bagaje técnico del joven violinista sueco, pero lo escuchado en Granada al menos no permite encuadrarlo dentro de las grandes promesas del instrumento. No obstante, la enorme evolución que cabe augurarle, sobre todo si frecuenta las buenas compañías, puede invertir las tornas en cualquier momento, por supuesto.

El aspecto que presentaba la noche del domingo el Palacio de Carlos V, escenario de los conciertos orquestales del Festival de Granada.Festival de Granada | Fermín Rodríguez

Como cierre de programa, Mäkelä desplegó todo su arsenal de recursos, que son muchísimos, en una completa y, por momentos, electrizante versión de la Sinfonía núm. 9 de Antonín Dvořák, una obra que parece no encajar de entrada con las mejores virtudes de la Orquesta de París, pero de la que supo extraer una prestación formidable. De hecho, era inevitable pensar si el finlandés, además de ofrecer espléndidos conciertos, será también capaz de revelarse como un buen moldeador de orquestas, si logrará hacer crecer y mejorar a aquellas de las que es titular (Oslo y París, de momento) durante sus años de mandato. Para eso debería servir, en esencia, una relación más estrecha y, por lo escuchado en Granada, la formación francesa tampoco se encuentra ahora en su plenitud, aunque sí se intuye, como en el propio Lozakovich, un gran potencial de crecimiento. Así habrá debido de percibirlo también él mismo para aceptar la titularidad.

En Dvořák se manifestó aún con más claridad lo que caracteriza la manera de dirigir de Mäkelä: suele concentrarse en detalles muy concretos, pero sin descuidar en ningún momento el conjunto gracias a que consigue manejar a la orquesta con una soltura asombrosa, con ese sexto sentido de los grandes directores para percibir cuándo y por qué hay que mostrarse más proactivo. Jamás hay brusquedades en su discurso y toda la dinámica se halla siempre preparada con cuidado gracias a esa mano izquierda llena de autoridad que, liberada siempre de la derecha (centrada en la agógica y en servir de referencia en las entradas o los ataques), se encarga de todos los aspectos creativos. En una obra tan manida, el finlandés aportó toques personales, ya desde la soberbia introducción lenta del primer movimiento, o en la transición a la sección marcada Poco più mosso del segundo o en las codas, rabiosamente enérgicas, de los dos últimos movimientos. Orquesta y público aplaudieron a Mäkelä con ganas: su hipotético examen como artista residente del festival (a pesar de su juventud, poco tiene ya que demostrar en relación con su verdadera valía) se ha saldado con una nota altísima. Su talento ha sido un soplo de aire septentrional en las tórridas noches granadinas de estos días.

Concerto 1700 y Carlos Mena en el impresionante marco de la iglesia del Monasterio de San Jerónimo.Festival de Granada | Fermín Rodríguez

En la mañana del domingo, la música antigua visitó, como suele hacerlo, la iglesia del monasterio de San Jerónimo. Delante de su monumental retablo, los instrumentistas de Concerto 1700 y el contratenor Carlos Mena ofrecieron un programa de sonatas instrumentales y cantadas infrecuentes de compositores españoles del siglo XVIII. Dos de los integrantes del grupo, su director, Daniel Pinteño, y el tiorbista Pablo Zapico, ya habían tocado en el Hospital Real como integrantes de Forma Antiqva. La interpretación historicista ha tardado en eclosionar en España (tras el estallido inicial de Gran Bretaña y Holanda, seguidas luego de Italia, Francia y Alemana), pero lo ha hecho con características muy similares a las de otros países, y una de ellas es ese trasvase constante de músicos entre diferentes grupos. La personalidad de Concerto 1700 es una prolongación de la del propio Pinteño, un violinista que ha llegado al repertorio barroco desde el violín moderno, como sigue poniéndose de manifiesto en su manera de tocar.

El programa, rodado previamente en otras ciudades y festivales, y llevado ya en parte al disco, es una reivindicación de la música vocal de cámara del Barroco pleno español, que luchaba por asumir perfiles propios y desligarse de las influencias italianizantes. Carlos Mena, tras la relativa decepción de su reciente Giulio Cesare en Madrid, empezó también dubitativo y algo inseguro, pero acabó siendo el contratenor fiable y poderoso de siempre en la cantada final de Antonio Literes, donde mostró idéntica potencia en agudos y graves, desparpajo en las agilidades y una musicalidad que no le abandona ni aun en aquellos conciertos en las que la voz no se encuentra en su mejor forma.

Instrumentalmente, Concerto 1700 muestra un gran equilibrio, con una sección de continuo quizá menos personal que la de Forma Antiqva (Ester Domingo, excelente violonchelista, debería tocar en algunos pasajes con menos timidez y dejar oír su línea con más claridad) y solo se apreciaron pequeños desajustes en los unísonos de violines y oboe en la cantada de José de Torres. Espléndida, salvando todos los escollos técnicos, la contribución del trompetista Ricard Casañ. Con todo, el momento quizá más emocionante, y más logrado en todos los sentidos, fue el modesto movimiento lento de la Sonata de Bononcini: tan solo 24 compases en Re menor que los dos violinistas (Daniel Pinteño y Belén Sancho) y el continuo más íntimo (Pablo Zapico y Ester Domingo) tocaron con la ornamentación, el equilibrio, el tempo y el fraseo justos. Los merecidísimos aplausos cosechados al final del concierto les llevaron a interpretar fuera de programa “No se extravíe”, un aria de la cantada Bello pastor de José de Nebra, el tercer gran nombre de la tríada de ilustres compositores españoles de la primera mitad del siglo XVIII.

Elisabeth Leonskaja durante su recital dedicado monográficamente a Franz Schubert en el Auditorio Manuel de Falla.Festival de Granada | Fermín Rodríguez

Pocas horas antes, el sábado por la tarde, la gran pianista georgiana Elisabeth Leonskaja impartió una de sus constantes lecciones magistrales. En su recital ofrecido en el Auditorio Manuel de Falla interpretó únicamente obras de Franz Schubert, un compositor que la ha acompañado durante toda su carrera y con el que siempre ha mostrado una afinidad especial. No empezó, sin embargo, mostrando su mejor cara en las Drei Klavierstücke D. 946. Abordó la primera con un tempo vivísimo, casi precipitado, y, algo sorprendente en ella, obviando las repeticiones que prescribe la partitura. Cambió de criterio en la segunda, donde empezó a sonar más reconocible, aunque su Schubert sonaba más nervioso de lo habitual. Fue en este Allegretto donde nos regaló su primera perla cultivada: la sección en La bemol menor, una maravilla absoluta, que, sin embargo, en contra de su nuevo criterio, decidió no repetir. La tercera pieza volvió a ser muy rápida y, con lo que parecieron pequeños lapsus de memoria, pareció revelar que Leonskaja no acababa todavía de sentirse cómoda.

También el comienzo de la Sonata D. 784 fue nervioso, agitado, nada que ver con el enfoque mucho más sereno de su maestro y mentor, Sviatoslav Ríjter, otro schubertiano de pro. En la repetición de la exposición empezó a encontrar su sitio y el desarrollo, tocado casi con rabia, fue el primer momento en el que Leonskaja sonó plenamente reconocible. Una emocionante reexposición y, sobre todo, un final lleno de contrastes abruptos coronaron una de las joyas del recital. Ninguno de los dos movimientos posteriores rayó a esta altura, aunque hubo detalles de sonido, sobre todo en el registro agudo, que volvieron a revelar la inmensa talla de la pianista georgiana. En la Fantasía “Wanderer” desplegó toda su artillería técnica y, a pesar de que la obra de Schubert es con frecuencia lo más parecido a un campo de minas, Leonskaja salió no solo ilesa de todos los peligros, sino que fue construyendo, compás a compás, con una ilación perfecta entre las diferentes secciones, una versión rocosa en los pasajes de fuerza –con ocasionales arrebatos irresistibles– y de enorme delicadeza en las variaciones sobre la melodía del Lied que da a la obra su título espurio. Toda la riqueza polifónica y, a partir de la fuga, contrapuntística de la Fantasía tuvo una traducción minuciosa, con una mano izquierda dominadora y poderosísima.

A pesar de su aspecto fatigado, Leonskaja, con su generosidad habitual, ofreció tres piezas fuera de programa: los impromptus cuarto y tercero –en este orden– que Deutsch catalogó con el número 899 y el movimiento lento de la Sonata D. 959, que encarna como pocos ese Schubert que tiende hacia el lirismo pero que no puede dejar de sentirse acosado por sus tormentos interiores, que estallan con furia en la sección central. Al final, con todo el público puesto en pie, Leonskaja recibió el premio unánime que merecía el inmenso esfuerzo físico y espiritual que, quizás sin encontrarse en su mejor momento, había hecho durante casi dos horas ininterrumpidas. Quedan muy pocos intérpretes como ella y su veteranía ha supuesto este fin de semana el contrapunto perfecto de la juventud aún desbordante de Klaus Mäkelä.


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