Kramatorsk se convierte en una ciudad fantasma tras la matanza de la estación

Kramatorsk se convierte en una ciudad fantasma tras la matanza de la estación


El Ayuntamiento de Kramatorsk, en la provincia de Donetsk, en el este de Ucrania, pidió el miércoles a sus ciudadanos que abandonaran la ciudad. Tras la matanza que provocó dos días después un misil ruso lanzado sobre la estación de trenes desde la que huía la población civil, el municipio es hoy una ciudad fantasma, un lugar prácticamente sin habitantes. La ofensiva que prepara Rusia para ocupar por completo las vecinas Donetsk y Lugansk —en la región de Donbás— puede ser un infierno, dice Irina P., miembro de una unidad del Ejército ucranio especializada en emboscadas contra blindados. “Sabemos lo que nos viene encima, y estamos preparados para ello”. Un aviso de lo que les viene encima es ese ataque que el viernes causó al menos 52 muertos y más de 100 heridos.

Kramatorsk es el principal bastión ucranio en la provincia de Donetsk. Está rodeado por zonas controladas por Rusia y por sus aliados separatistas locales. Controlar este municipio supondría dominar de facto la provincia por completo. Cuando el Ministerio de Defensa ruso anunció a finales de marzo que se retiraba de Kiev para concentrar sus esfuerzos militares en el este del país, la población que todavía no había abandonado sus casas lo hizo en una carrera contra el reloj. La carnicería en la estación de Kramatorsk, donde cayó un misil con munición de racimo, según la versión oficial ucrania, se debe a que en las inmediaciones de la estación, según el alcalde, Oleg Honcharenko, había 4.000 personas esperando a salir hacia el oeste.

La mayoría de los heridos fueron transportados el mismo viernes a Dnipró, gran metrópoli a orillas del río Dniéper y a cuatro horas en carretera de Kramatorsk. Del reguero de muerte que dejó el ataque quedaba poca cosa el día después: un pañuelo de cuello granate abandonado en la hierba, una camilla militar ensangrentada, un oso de peluche y un ramo de flores apoyados en una farola.

Irina P., la oficial experta en el manejo de armamento antitanque, cree que más de un 90% de sus habitantes han huido. Irina atendió a EL PAÍS cuando aguardaba en la tarde del sábado en una gasolinera cerrada, cercana a su base, a que unos conocidos le trajeran una bolsa con productos de higiene comprados fuera de la ciudad. La cola de vehículos que abandonaban el sábado la zona de Donetsk recordaba a la de las primeras semanas de la guerra, cuando se contaron la gran mayoría de los cerca de 11 millones de desplazados por el conflicto. Los convoyes saturaban las carreteras secundarias, alejadas del frente y de las áreas controladas por Rusia. El monótono horizonte de los paisajes agrícolas por los que desfilaban las últimas familias en salir de la provincia se rompía con las columnas de humo que provocaban los impactos de la artillería.

Los misiles del viernes no impactaron contra el edificio de la estación, lo que impidió una matanza todavía peor. La carcasa de uno de los proyectiles se mantenía un día después sobre un parterre de césped, bajo un anuncio de una empresa de calderas de agua. Los restos del cohete se dejaron en el lugar como recordatorio del horror, también como objeto para ser fotografiado por los medios de comunicación internacionales que se desplazaron a Kramatorsk. El arma, un cohete Toshka-U, tiene en un lateral el mensaje en ruso pintado en letras blancas: “Por nuestros niños”. Rusia acusa a Ucrania de haber disparado este proyectil, un modelo que destaca por su débil precisión, y reitera que no se encuentra entre su arsenal.

Irina P. lleva cuatro años en Kramatorsk. La ciudad es un punto caliente del choque entre el Gobierno ucranio y los separatistas prorrusos de Donbás desde el levantamiento armado que Rusia auspició en 2014. La guerra se había mantenido congelada, sin grandes avances, hasta que Vladímir Putin ordenó la invasión de Ucrania el 24 de febrero. Irina P tiene 48 años y un hijo lejos del frente. En estos años ha visto cómo la población de Kramatorsk, de 165.000 habitantes en 2013, iba reduciéndose progresivamente, hasta que el miércoles se inició una salida masiva definitiva: “Quizá solo se han quedado un 5% de los vecinos”.

Vera Dubrovska y Aleksandr paseaban el sábado a su chihuahua por las inmediaciones de la estación. Su presencia era tan inusual como la de los restos del misil en sus jardines. Aprovechaban la última hora antes del toque de queda, a las siete de la tarde, para dar una vuelta con su mascota por la ciudad, ahora un escenario urbano listo para filmar una película posapocalíptica; la diferencia es que aquí el fuego será real. Así lo cree Vera. Tartamudea por los nervios; su vivienda da a la plaza de la estación. Reside en un edificio de cuatro plantas, fachada pintada en colores crema rosa y blanco, desde el que ella y su marido Aleksandr pudieron observar la procesión de ambulancias y voluntarios que trasladaron a los heridos y cadáveres a los hospitales regionales.

Víktor Surochan llegó la mañana del sábado de Severodonetsk, cerca de la frontera con Rusia, dispuesto a transportar a refugiados hacia las provincias occidentales del país, las más seguras. Aparcó el minibús propiedad de su empresa frente a la estación, pero se encontró con que no quedaba nadie. Por el camino se había cruzado a una columna de 40 autocares sacando de la ciudad a los que se habían quedado bloqueados por la interrupción del transporte ferroviario. Surochan hacía fotografías de los vehículos calcinados y del fuselaje del misil para compartirlo con sus amigos en su ciudad natal. El impacto anímico que causaron los muertos de Kramatorsk se dejó notar en toda Ucrania, con escenas de pánico en estaciones de tren de múltiples ciudades cuando sonaban las alarmas de posible ataque aéreo.

Vera y Aleksandr no quieren dejar su casa, pese al miedo que admiten sentir, ni por sus dos hijos. Ni siquiera marcharán de Kramatorsk cuando se produzca lo que creen inevitable: la toma de la ciudad calle a calle. No saben cómo sobrevivirán, solo quieren permanecer en su tierra. En Donbás también hay ciudadanos que son partidarios de las posiciones rusas. Preguntada por su opinión sobre la invasión de Ucrania, Dubrovska dice que su única posición es que reza para que finalice cuanto antes la guerra.

Solo las patrullas de policía, los vehículos militares y de las unidades del Servicio de Defensa Territorial circulan por las avenidas de Kramatorsk. Algún hombre solitario deambula por el centro urbano. Es el caso de Aleksander Andreyev, un empleado de una empresa metalúrgica. Su familia salió del municipio el miércoles porque cerró la tienda en la que trabajaba su mujer como dependienta. El Ayuntamiento así lo solicitó: la vida comercial debía cesar.

Andreyev se quedó para tener cuidado de la casa. Iba y venía por el centro, según él para hacer un poco de ejercicio y desconectar por unos minutos de la obsesión que tiene, como muchos otros en Ucrania, de estar mirando compulsivamente las informaciones que aparecen sobre la guerra en las cuentas de Telegram que sigue. Su único deseo, afirma, era que la guerra terminara cuanto antes. Sobre el ataque ruso a la estación, dice no haber visto nada.

Las chimeneas de Kramatorsk y las montañas de las minas de carbón que hay en su demarcación hace tiempo que han dejado de funcionar. En otras provincias, las alejadas del frente, la industria está recuperando la actividad en la medida de lo posible. En el Donetsk controlado por Ucrania, solo algunos tractores se atrevían el sábado a salir a faenar. Muchas abuelas en los villorrios que cruza la carretera de acceso a Kramatorsk se sentaban en el arcén para ver la caravana de vehículos que todavía quedaban por huir. En la ciudad ya solo quedaban unos pocos ciudadanos y las tropas ucranias. A 50 kilómetros al norte y al este, las posiciones rusas se reforzaban para intentar el asalto al mayor fortín ucranio en Donetsk.

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