“¿Por qué viajaste a Kyushu?”, me preguntó el niponista David Almazán en la presentación de mi último libro. Porque quería visitar Nagasaki, ver dónde se rodó Ran, de Akira Kurosawa, y alcanzar Okinawa —la isla más meridional de un país formado por un archipiélago de casi 7.000—, a la que finalmente no llegué pues estaba muy lejos y no tenía ni tiempo ni dinero suficientes. Sin embargo, había muchas más razones. Kyushu es la región más internacional por su relación perpetua con Corea y China (durante la pandemia, por ejemplo, las ventas a sus principales socios comerciales se redujeron, excepto en el caso de China). También por el vínculo mantenido con Occidente durante dos siglos y medio, cuando el resto de Japón se cerró a los europeos. Kyushu es la cuna de la cultura Jōmon (13000-300 antes de Cristo), origen de los primeros asentamientos del país. Y la isla de las aguas termales, las montañas más abruptas y la cerámica (quién sabe si por influencia de las extraordinarias vasijas de barro del periodo Jōmon). Y, finalmente, cumple con uno de los estereotipos más manidos y certeros de Japón: la convivencia entre la naturaleza más exacerbada y la modernidad más contemporánea. Kyushu reúne las grandes y cosmopolitas ciudades del norte, como Fukuoka y Nagasaki; y el sur, más pausado y agrícola, cuyos terrenos volcánicos continúan bramando.
Fukuoka es la urbe más cercana a la isla de Honshu. Centro financiero e industrial, recoge en sus 20 universidades a miles de estudiantes coreanos, cuyo país queda a unos 300 kilómetros. La ciudad se divide entre Hakata, centro comercial desde el siglo XIX, y Fukuoka, con el castillo. Ambos lugares se unieron en 1889 y crearon el quinto núcleo urbano más grande del país. En la zona de Nakagawa, con sus inmensas galerías comerciales, se pueden ver las marcas, productos y formas predilectas de entretenimiento de los nipones, muchos de los cuales no llegan a visitar nunca la ciudad debido a su emplazamiento. Con un ferri se puede ir a cualquiera de sus islas, ver su ordenado skyline y conocer otra parte del universo japonés. Llegar hasta el embarcadero de Shikanoshima significa también confundirse con las imágenes de la entrada de los actores de la película Hierbas flotantes, de Yasujiro Ozu, que transcurre en un pueblo “del sur del Japón”; también visitar el santuario dedicado a la pesca, o ampliar el sentido del gusto luchando con un bol de arroz entre rodajas de caracola y hacer como si no pasara nada.
Nagasaki es una de las grandes visitas de Japón. Ciudad absolutamente portuaria, por sus aguas penetraron la influencia china, los primeros comerciantes portugueses y misioneros católicos a mediados del siglo XVI, y el comercio con Europa durante el aislamiento del país en el periodo Edo, entre 1600 y 1868 —cuando el Gobierno cerró las fronteras y solo comerció con los holandeses—, y junto a ellas se levantó el astillero de Mitsubishi en 1870, germen de lo que sería una de las grandes empresas y motores económicos de Japón en el siglo XX. En el Jardín Glover, la colina donde los comerciantes europeos construyeron sus casas en la era Meiji, cuando el puerto era el más importante del país, se contempla una vista maravillosa de la bahía. Hay que llegar hasta los parterres de peonias, mirar hacia el estuario y soñar con otras salidas al mar y Asia.
Muy cerca del río Nakashima está el Museo de la Prefectura de Nagasaki, diseñado por Kengo Kuma, con una terraza imponente desde la que contemplar otro paisaje característico de la ciudad: las casas desparramas por las colinas. Las luces de las laderas se encienden en rojo y a veces quedan interrumpidas por las áreas de entretenimiento y las zonas rojas. Allí, las prostitutas llevan trajes largos de raso y se apostan en hileras en los bajos de los locales mientras teclean con uñas oscuras mensajes en los móviles. Todavía desde la terraza, un puente cruza el estuario antes de perderse en el agua. Quizá desde allí creamos oír las campanas de la catedral de Urakami, el epicentro de la explosión atómica del 9 de agosto de 1945, hoy zona residencial donde se erige el parque del Epicentro de la Bomba Atómica con el Museo de la Bomba Atómica y el parque de la Paz. ¿Cómo visitar una ciudad en la que Estados Unidos lanzó una bomba nuclear y murieron 50.000 habitantes? El segundo bombardeo tras Hiroshima no iba destinado a Nagasaki. Entre los objetivos principales estaba también Kioto, pero varias razones obligaron a cambiarlo; entre ellas, que Henry Stimson, entonces secretario de Guerra estadounidense, creyera que era una ciudad de gran valor cultural y se decidiera por Nagasaki. La estación local se volatizó, al igual que ocurrió con la de Hiroshima, y lo narra magistralmente Miyamoto Yuriko en la novela La planicie de Banshu, un viaje apocalíptico sobre la rendición del país. La escritora llegó a la ciudad pocos días después del lanzamiento de la bomba. Estuvo a punto de formar parte de los llamados hibakusha, los supervivientes de los bombardeos nucleares, que fueron olvidados, casi rechazados, por motivo de la radiación y que en el caso de las mujeres sufrieron un doble repudio: además de ser silenciadas, tuvieron que soportar la posibilidad de dar a luz niños con malformaciones que la sociedad hubiera percibido negativamente. Una película representativa para aproximarse a la guerra es el alegato antibelicista La tumba de las luciérnagas, de Isao Takahata (1988), uno de los grandes éxitos de los anime o películas de animación.
En Kagoshima, los habitantes han aprendido a convivir con el volcán Sakurajima que irrumpe en el horizonte al salir de la estación de tren. Las estaciones son el centro del mundo de los japoneses, todo gira a su alrededor y se puede encontrar cualquier cosa en ellas. Sakurajima es un volcán perfecto, como el Fuji, con la forma de la montaña que pintaría un niño. Recuerda al último dibujo de Katsushika Hokusai, una cumbre en el aire con un dragón —símbolo de la eternidad— que asciende hacia el cielo entre una nube negra y sinuosa.
La premiada película I Wish, de Hirokazu Koreeda (2017), reproduce muy bien la atmósfera de la ciudad. Dos hermanos gemelos viven separados entre Fukuoka y Kagoshima debido al divorcio de sus padres y sueñan con la reconciliación familiar. Cuando se inaugura una línea de tren entre las dos metrópolis, traman un plan para hacerlo realidad, pues una leyenda dice que en cuanto los dos primeros trenes se crucen se cumplirá un deseo.
Ibusuki está muy cerca y es uno de los ejemplos más pintorescos y sorprendentes de la convivencia, en el sur de Kyushu, con las zonas sísmicas y volcánicas. La población es conocida entre los japoneses por sus arenas negras y calientes. Allí van a bañarse a la playa de Yunohama. Esta inmersión seca mejora el sistema óseo, nervioso y dolencias como la descalcificación, la artritis y el reumatismo, además de servir como exfoliante. Yo cubrí mi cuerpo tumbado con la arena caliente del volcán, mirando al mar entre una fila ordenada de japoneses, y descansé dentro de esa tierra oscura como si fuera una tumba. Ibusuki, al igual que tantas ciudades niponas, tiene una gran bahía de luces modernas, pequeños islotes y montañas bajas. Se podría trazar una línea que bordeara Japón entre ensenadas apacibles y luminosas.
En tren hacia el supervolcán
La mejor forma para llegar a Aso es a bordo de uno de los trenes turísticos y panorámicos que tanto gustan a los japoneses (desgraciadamente, tras el terremoto de Kumamoto en 2016 algunas carreteras de montaña continúan cerradas, así como la línea férrea desde allí hasta Higo Ozu y la estación de Aso). En mi primer viaje tomé uno de aquellos. Era domingo y subían muchas familias solo para atravesar el paisaje y verlo. A veces el tren tomaba una curva muy rápido, se alzaba en el aire y los raíles y los campos verdes entraban por las ventanas. En mi segundo viaje a Aso coincidí con la despedida de uno de los trenes y fue una verdadera fiesta. Habían acudido los niños del jardín de infancia de los colegios de alrededor. Iban en coches de bebés y carretillas empujados por sus profesores, y compartían chalecos del mismo color según las clases y colegios respectivos. Un grupo amarillo, otro rosa, otro azul lo despidieron entre una banda de música en la que desafinaban los metales y miles de banderines.
La caldera de Aso-San tiene un cráter de 130 kilómetros y es el volcán en activo más grande del país. La región incluye varias poblaciones —Aso entre ellas— donde viven alrededor de 50.000 personas y también las llamadas cinco montañas de Aso, de unos 1.400 metros cada una. La caldera sigue viva y su montaña más humeante es Nakadake, con un cráter de 100 metros de profundidad, cuya última erupción, con un índice de explosividad volcánica de 2 sobre 5, tuvo lugar en mayo. Se puede acceder en autobús desde la estación de Aso y después en teleférico. Las fumarolas ascienden hacia el cielo entre el negro de la lava, como si fueran espíritus o deidades (kami) de las montañas. También se puede visitar el santuario de Aso-jinja, uno de los más antiguos del país, consagrado a los 12 dioses de la montaña y que resultó gravemente dañado por el terremoto de 2016 y está en reconstrucción.
Ran (1985) es una de las películas más conocidas de Akira Kurosawa y fue filmada entre las montañas y las llanuras cubiertas de hierba del monte Aso. Bajo un cielo azul deslumbrante, recreó las filas de los nobles japoneses de los siglos XV y XVI, la era Sengoku, formadas por más de 1.400 extras y 200 caballos. En mi primer viaje, en agosto, las montañas de Ran eran verdes, fértiles y voluptuosas, y las aguas parecían brotar de entre las montañas de la caldera. En el segundo, a mediados de marzo, el monte Aso estaba seco y agrietado.
Kurokawa Onsen está muy cerca y es una de las zonas preferidas por los turistas locales para tomar las aguas termales de origen volcánico en los llamados onsen. Este es un pueblo pequeño, suele estar muy concurrido y no es fácil encontrar alojamiento, pero se puede pernoctar en otro lugar cercano y acudir solo a bañarse. El ritual es fácil. En la oficina de información —benditas oficinas de información de Japón— se entrega un plano con las fotos de las termas y se eligen las que se quieren visitar. Yo me guie por las imágenes. Ya no recuerdo si llevaba o no la yukata (vestimenta tradicional) del hotel donde me alojé, a unos 10 kilómetros del pueblo, pero sí que comí un bol con gamba en tempura en una barra y que me costó más caro que en otros sitios de la región. Me bañé en dos termas mixtas del centro, entre el ruido ensordecedor del río, y elegí el rotenburo (baño al aire libre) más deslumbrante, Yamamizuki. Está envuelto por la vegetación espesa de las afueras del pueblo, dentro de un hotel de lujo, pero se puede acceder pagando una entrada. Dos piscinas de madera de ciprés miran hacia el río y a una cascada luminosa. Me sumerjo y observo a través de un ventanal que encuadra el paisaje. La cascada está a mi izquierda, y los árboles verdes y claros de la derecha trepan hacia el cielo. Me apoyo con los codos en el negro de las rocas y floto tumbada boca abajo. Una corriente de agua caliente acaricia mi estómago y mi bajo vientre. Una mariposa negra atraviesa el encuadre. El ruido de la cascada y el olor del bosque ocupan el espacio. El gris asciende del agua, se convierte en blanco en las copas y estalla en verde en las hojas.
País de nieve, de Yasunari Kawabata, y Los masajistas y una mujer, de Hiroshi Shimizu, son dos muestras significativas del valor y sentido de la cultura del agua del país. El baño es otro rito y cada cultura tiene el suyo. País de nieve no es quizá la mejor novela del escritor, pero con ella ganó el Premio Nobel de Literatura en 1968. La narración transcurre en el oeste de Honshu, a una hora de Tokio, en el balneario Echigo-Yuzawa, en Niigata (país de nieve), conocida por sus estaciones de esquí y sus aguas termales. El mismo onsen Echigo-Yuzawa que disfrutó Kawabata en 1934, mientras escribía la historia de amor de los dos protagonistas, Komako y Shinamura. La película de Shimizu transcurre en un área balnearia sin nombre en 1938. Dos masajistas ciegos viajan todos los años para trabajar y reparar los dolores musculares de las clases populares, que esperan la llegada del buen tiempo para disfrutar del ocio en el balneario. Una mujer solitaria despierta los sentidos de los dos invidentes y muestra fílmicamente aquello que tanto se repite de la estética y vida del país: Japón es una sensibilidad.
Paseo en ‘yukata’
Usuki y Beppu están en la prefectura de Oita. En los alrededores de la primera se encuentran las 59 esculturas-estatuas de Buda, un paseo precioso entre árboles alcanforeros y bambúes. Declarado tesoro nacional, el recorrido contempla varios grupos escultóricos enormes insertos en suaves acantilados de piedra de lava y arena. Probablemente fueron tallados durante los siglos XII al XIV y destaca la cabeza del buda Dainichi Nyorai, dicen, una de las mejor conservadas del país. Un caminar pausado permite percibir el sincretismo de Japón. La convivencia durante siglos de las dos religiones dominantes, la sintoísta y la budista. Se dice que casi todos los japoneses son sintoístas y también budistas. Y más concretamente, que nacen sintoístas y mueren budistas.
Beppu suena a agua, a baño, a pozales de madera que caen y se derraman, y a humo que sale por los tejados de los edificios. Ciudad de provincias, tiene ocho grandes zonas de aguas termales con unas 3.000 fumarolas, además de los llamados infiernos, pozos volcánicos con agua a más de 50 grados. Los habitantes y turistas locales pasean en yukata por la calle para disfrutar de los diferentes baños. Cada barrio posee el suyo. El mío era el público de Takegawara, fundado en 1879. Durante mi visita, una bañista regaló un ramo de flores silvestres y la recepcionista lo puso en un jarrón sobre la mesa. Aunque quizá eran flores cultivadas en un jardín, porque en Japón todo parece un jardín. El paisaje y la naturaleza se cuidan, se recortan, se construyen. Nada queda al azar y todo tiene un significado, más aún la naturaleza, pues, como dicen las leyendas y los mitos tradicionales, el hombre y la naturaleza comparten el mismo origen.
También fui a los baños de Tsuru No Yu. Están al aire libre en la montaña y son difíciles de encontrar, a media hora en autobús desde Beppu; los vecinos se ocupan del mantenimiento. El agua es sulfurosa, humeante y blanca y densa como la leche. La bahía domina Beppu. Al fondo asoma la tremenda ciudad de Oita, con luces titilantes, grúas exageradas y el puerto. Una montaña verde en el sur recuerda lo magnífica que tuvo que ser un día la naturaleza de la bahía. Un ferri sale de Beppu hacia Osaka y llegará al día siguiente por la mañana. Otro viaje por hacer, desde una gran isla (Kyushu) a otra (Honshu), en barco.
Quedan para otra visita las prefecturas de Saga y Okinawa. Mientras, seguiremos con atención los próximos acontecimientos. ¿Cómo pueden ayudar los Juegos Olímpicos a la recuperación de la economía japonesa? ¿Se derogará la ley que exige que los matrimonios adopten el mismo apellido y que discrimina a las mujeres? ¿Cómo se remediará el envejecimiento de la población, que prevé reducirse un tercio en 50 años? Mientras, seguiremos deseando Japón.
Patricia Almarcegui es autora de ‘Cuadernos perdidos de Japón’ (editorial Candaya, 2021).
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