Acercarse a la naturaleza y tratar de vivir junto a ella implica también protegerse de ella. Por eso los refugios, o las grandes casas, construidos entre vegetación asumen esa paradoja: celebrar la naturaleza es cuidarla y entender que no nos pertenece, somos nosotros quienes le pertenecemos.
Hoy, con más de la mitad de la población mundial viviendo en metrópolis y con las urbes del planeta reivindicando espacios públicos, la ciudad ha dejado de definirse como oposición a la naturaleza. La vegetación se ha convertido a la vez en una necesidad y en un lugar con el que la arquitectura reaprende a relacionarse. A veces con humildad y cuidado y otras con el reto de ubicar proyectos en lugares aparentemente imposibles. El libro de la editorial Phaidon Living in Nature ilustra esa convivencia.
En la cima de la montaña de Storfjellet, en Noruega, los diseñadores del estudio Spinn y los ingenieros del equipo Format levantaron Varden, un refugio inspirado en las múltiples caras de la montaña rocosa, de donde deriva el aspecto facetado de la cabaña. Esta vivienda es escultórica y práctica a la vez, pero no es en absoluto caprichosa. La Asociación de Senderistas de Noruega la encargó para fomentar las rutas en Hammerfest —el punto más al norte del planeta, un lugar conocido como el mejor para contemplar la luz del Norte— y los arquitectos estudiaron la zona con drones.
Hoy la cabaña de formas erosionadas está construida con 77 piezas de madera que encajan como un puzle hasta formar una cáscara que podría recordar a una roca. Cada una de las piezas fue producida con una impresora 3D y, antes de ubicarla en la cima, fue testada para valorar su resistencia al peso de la nieve y a la fuerza del viento. Con las exigencias técnicas resueltas, la cabina fue construida y partida en dos mitades para que un grupo de voluntarios la instalarla en la cima. Financiada por crowdfunding, solo en la cimentación y en el aislamiento del acabado intervinieron constructores profesionales.
La naturaleza refugia y nos transforma tanto o más que lo que nosotros tratamos de transformarla a ella. Por eso en Aculco, al noroeste de Ciudad de México, la casa que Pérez Palacios Arquitectos levantaron para dos hermanos está pensada para permanecer abierta, en contacto con el lugar. Edificada con piedra de una cantera cercana y con madera y barro del propio terreno, la vivienda austera y rotunda se percibe como una construcción ligera gracias a los grandes ventanales que se abren al paisaje cediendo todo el protagonismo al lugar. Por encima de ornamentos o recursos arquitectónicos, es justamente la luz y las vistas que entran lo que convierte los espacios en rincones lujosos. La naturaleza contrasta con la austeridad de los materiales. Su exuberancia choca con la sobriedad ornamental de la casa. Con dos dormitorios en torno a un espacio central y un baño, la vivienda no es grande, pero los porches multiplican el espacio sin dejar huella en el paisaje. El dormitorio sobre el baño inclina el plano de la cubierta y ese gesto consigue protegerla frente a las lluvias.
Cuando la arquitectura entiende el lugar, trata de cuidar el paisaje, limitando la huella de su intervención, camuflando su presencia o construyendo con materiales locales, como sucede en la vivienda-árbol que Jim Olson y Tom Kundig levantaron utilizando madera de cenízaro (el árbol de la lluvia) del bosque tropical de Santa Teresa, al borde de la costa pacífica costarricense. Con tres plantas cuadradas apiladas, la casa es como una cabaña de playa convertida en torre. Elige apilar en lugar de extenderse para minimizar la huella de su arquitectura. Se integra así en el bosque y consigue vistas como si fuera un árbol. Aquí se come y cocina junto al suelo, se contempla el lugar desde el piso superior y se duerme resguardado, en la planta que queda en medio. Los listones de madera no se ajustan completamente para conseguir una ventilación natural. Una placa fotovoltaica y colectores de agua de lluvia completan las instalaciones de esta casa-árbol construida y crecida en el bosque.
La naturaleza exige humildad al tiempo que propone retos. En la cresta de Le Morion, en el valle de Aosta, la temperatura puede llegar a -20 grados centígrados y los vientos alcanzan 200 kilómetros por hora. En ese lugar imposible es donde un escalador puede necesitar un refugio. Justamente por eso, una cabaña diseñada por Roberto Dini y Stefano Girodo lleva el nombre del arquitecto y alpinista Luca Pasqualetti, que se despeñó en la zona hace seis años. Con costillas y base de acero —para que el refugio resista la fuerza del viento y para, si es necesario, poder retirarlo sin dañar la montaña—, la cabaña está forrada con paneles de conglomerado de pino y poliestireno reciclado cubiertos de aluminio. La construcción, prefabricada, se ensambló en pocas horas y llegó en helicóptero a la cima. Su cubierta a dos aguas imita la propia cima de la montaña y protege el interior, donde una gran cristalera cubierta por un voladizo mete la naturaleza dentro de la cabaña.
No muy lejos de allí, en la provincia italiana de Udine, se encuentra el bosque más antiguo de Italia: Malborghetto Valbruna. Rodeándola de abetos y alerces, el arquitecto Claudio Beltrame quiso que su casa pareciera un árbol más, una piña —por su forma oval— envuelta por módulos curvos de alerce que protegen la fachada y cambian de color.
Hasta esta vivienda solo se puede llegar caminando. El alerce forra también el interior del refugio, que recuerda más a un nido que a una casa. Aun así, tiene tres plantas, de nuevo para limitar la huella que la arquitectura deja en el lugar. La de acceso es un mirador y contiene grandes ventanales. En la central se ubica la zona de estar, comer y cocinar. Un dormitorio con luz cenital en el centro de la cúpula corona la piña. Rompe el contacto con el entorno y permite descansar bajo las estrellas.
De nuevo en Costa Rica, el estudio checo Formafatal aplicó el método japonés del yakisugi —que consiste en quemar la madera y luego nutrirla con aceites— para proteger del agua la vivienda que les encargaron construir en Puntarenas. La casa es sencilla, un volumen rectangular levantado sobre pilotes para minimizar la huella en el lugar y, a la vez, para proteger a quienes la habitan de la fauna. Salvo una fachada ciega —que frena el sol y salvaguarda la intimidad—, el resto son celosías, mamparas de aluminio troqueladas que pueden abrirse, cerrarse o pivotar y que construyen una capa que parece respirar mientras ofrece sombra y ventilación. Una escalera conduce a la cubierta de la vivienda, que —como propuso Le Corbusier— devuelve al lugar el terreno robado con un jardín de plantas y matorrales que rebaja la temperatura en el interior de la casa y, poniendo la arquitectura a disposición de la vegetación, regresa a la jungla parte de la naturaleza ocupada.
La naturaleza somos nosotros, no es solo un marco que nos rodea. Para relacionarse con respeto con ella hay viviendas que se elevan, otras que se entierran, las hay que se camuflan y también algunas que se asoman. Todas cambian, como la propia vegetación, haciendo de la arquitectura una construcción viva.
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