La arquitectura vuelve al pueblo

Una luz desgastada impregna todo el comedor. El ladrillo desnudo de las paredes no exhibe otro revestimiento que la sombra, cuya opacidad varía con el paso de las horas. Esta antigua majada, que hoy alberga una vivienda vacacional, busca la penumbra. Se dispone entorno a un patio cubierto que hace las veces de gran salón con vistas a la huerta. El rumor de las acequias y los gorgoritos de un petirrojo alcanzan a escucharse desde el interior, proyectado por el arquitecto David Sebastián en Jarque de la Val (Teruel, 62 habitantes). La ascendencia de su pareja, Beatriz Escorihuela, radica en este retraído pueblecito de la comarca minera que visitan con sus dos hijos sobre todo en verano. “Hemos construido para nosotros la casa que mi padre nunca pudo tener”, anota ella con una sonrisa eterna. Es el gesto del resarcimiento.

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El abuelo de Escorihuela se trasladó a Zaragoza después de la Guerra Civil y solo volvió a Jarque de la Val para mostrárselo a sus nietos. No solía hablar de las razones que le llevaron a marcharse, aunque el ambiente del pueblo debió hacerse irrespirable por culpa de unas venganzas personales que a menudo se revistieron de motivaciones políticas. “La idea de ampliar el corral destartalado que heredamos nos ha rondado la cabeza durante muchos años”, relata esta médica de cabecera. Hasta que Sebastián, con quien reside en Barcelona, delineó un proyecto que se ha levantado a mano, ladrillo a ladrillo. Una pieza de termoarcilla por cada seis de gero (arcilla cocida), coronadas por un dintel de hormigón prefabricado, definen las proporciones de la vivienda, reconocida por la XV Bienal Española de Arquitectura, que está dedicada a iniciativas en la España vacía.

Esta entrega manufacturada también le valió a su autor un premio García Mercadal, que cada año entrega el Colegio Oficial de Arquitectos de Aragón a la mejor construcción. El edificio se divide en dos ámbitos, uno diurno y otro nocturno. El primero corresponde al viejo corral, cuyos muros de piedra cargan con el peso de toda la ampliación. Aquí se extienden la cocina y el comedor, que comparten un espacio diáfano en la planta baja, y una sala de estar situada en el piso superior. La temperatura se mantiene fresca sin necesidad de ningún sistema de refrigeración, codiciado efecto en el estío turolense. Para el invierno cuentan con estufa. Sebastián explica: “Aquí se hace mucha vida casera durante julio y agosto. Hasta las seis o siete de la tarde nadie sale a la calle por miedo a un golpe de calor. De ahí la importancia de este patio que resguarda del sol y al mismo tiempo se orienta hacia el campo”.

Cruzando la grava del recibidor se encuentran los cuatro dormitorios, divididos por familias, lo cual permite cierto grado de independencia en una casa que comparten las dos hermanas Escorihuela y sus respectivas proles. Los materiales cerámicos, de baja densidad, absorben el calor durante el día y caldean los cuartos cuando cae la noche. “Apenas utilizamos mantas”, asegura Sebastián, señalando una cama. Más allá de los elementos estructurales, desprovistos de acabado, las carpinterías están hechas con madera de pino gallego, muy utilizada en los encofrados y que se vende por metro cúbico. Para los suelos se eligió una fórmula igual de sencilla: cemento autonivelante rematado con barniz. Y nada más. Esta economía de medios ha reducido significativamente la factura, que es de 400 euros por cada uno de los 230 metros cuadrados de superficie.

Vista de la cocina, el comedor y la sala de estar de la antigua majada convertida en una vivienda vacacional por David Sebastián en Jarque de la Val.
Vista de la cocina, el comedor y la sala de estar de la antigua majada convertida en una vivienda vacacional por David Sebastián en Jarque de la Val.Carlos Gil-Roig

Sebastián ennoblece la materia más pobre, como hizo el maestro de la sencillez Alvar Aalto en la isla de Muuratsalo (Finlandia), donde ensayó sus teorías experimentales a mediados de los cincuenta. Allí imaginó una arquitectura orgánica, mezcla de elementos locales y otros que aluden a la idea universal de vivienda, trascendiendo culturas y territorios concretos. Refugiado en la sombra de su patio, Sebastián diserta: “En el pasado se construía solo con lo que había cerca, una arquitectura vernácula que tenía sentido histórico. Con toda la cantidad de materiales que hoy tenemos a nuestra disposición, la labor del arquitecto consiste en volver a hacer una arquitectura coherente, que tenga que ver con el sitio, aunque no necesariamente con la tradición”. Su referencia estética debe encontrarse en las traseras de las casas, donde los elementos suelen quedar a la vista. Explicado esto, alguien le reclama:

—Papá, vamos a por agua fresca a la fuente.

La menor de la familia, Martina, le ha cogido afición al botijo, que rellena en el caño público. Por el camino se topa con vecinas mayores que la saludan por su nombre. Si tiene suerte también dará con alguno de los cinco niños que viven en el pueblo durante todo el año. A Martina el botijo que carga le recuerda a su casa en Jarque de la Val, otro objeto de deseo estival que además enfría. Ella ha sido testigo de la construcción, que se produjo de manera intermitente a lo largo de tres años. Sobre todo en primavera, cuando comienza el deshielo y este pueblo despierta de su letargo invernal. El padre contrató a una cuadrilla de albañiles rumanos, residentes en Teruel, que acostumbran a realizar pequeñas reparaciones. “Ellos me asesoraron sobre qué materiales eran fáciles de conseguir”, asegura Sebastián, mientras pone rumbo hacia la fuente de las antiguas escuelas.

Calles de Jarque de la Val, Teruel.
Calles de Jarque de la Val, Teruel.Carlos Gil-Roig

“Apenas usábamos planos, todo se decidía in situ. Levantamos la casa como si fuera un juguete Lego. Yo siempre estaba con ellos, de modo que tomábamos las decisiones juntos. El sistema constructivo permitió que avanzáramos muy rápido”, tercia el proyectista, aunque el coronavirus desbarató sus previsiones y alargó los plazos. Los trabajadores iban y venían de Teruel, a unos 60 kilómetros, pero él se quedaba a dormir en las obras, rodeado de maquinaria y escombros. Recuperó y catalogó medio centenar de piezas antiguas que, procedentes de otras casas derruidas, se conservaban en la majada. Puertas, ventanas y marcos que vuelven a cumplir su función original, integrados en un nuevo conjunto, o bien adquieren nuevos cometidos como celosías y biombos. En otro ejercicio de reciclaje, los palés con los que se trajeron las tejas de la cubierta hoy son barandillas.

La casa restaura el vínculo de la familia con este pueblo que en dos décadas ha perdido un tercio de su población censada. “Te implicas más en la vida del lugar cuando tienes un sitio propio al que volver una y otra vez. Eso es lo que nos está pasando ahora, queremos aportar nuestro granito de arena para que estos municipios no desaparezcan”, asegura Sebastián. Desde su estudio barcelonés, ideó una habitación destinada a su suegro, la única que se ubica en la planta baja, de modo que el hombre, mayor y enfermo, se evitara subir escaleras. El padre de Escorihuela falleció hace poco, pero tuvo tiempo de habitar la nueva casa en Jarque de la Val. Visitas que permanecen intactas en la memoria de su hija: “Decía poco, pero la buena arquitectura solo debe vivirse. No necesita que le pongamos palabras”. Y esboza, de nuevo, la sonrisa del resarcimiento.

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