“Recortar el volumen del Estado, despedir a trabajadores burocráticos (sean de confianza o no), disminuir su salario, limitar y eliminar el gasto en los sectores de la educación, la salud, la cultura, etc., es exactamente lo que hacían y hacen los gobiernos neoliberales”, señala Carlos Herrera de la Fuente.
Por Carlos Herrera de la Fuente*
Por fin, después de casi 6 meses de gobierno, el presidente López Obrador ha tomado una decisión real, no sólo simbólica, que afecta estructuralmente, aunque sólo sea en una escala mínima, a los beneficiarios del régimen neoliberal que ha imperado en México desde hace más de 3 décadas. Con el decreto que cancela la condonación discrecional de impuestos a los grandes empresarios del país se da un paso en la dirección correcta, esto es, en la construcción de una política fiscal progresiva que, en los hechos, cobre más a quien más tiene. Ésta sí es una política que atenta contra el sistema neoliberal que, lejos de empequeñecer al Estado moderno, como se ha sostenido a lo largo y ancho del mundo, lo pone al servicio de los poderes fácticos que gobiernan la economía.
No obstante, a pesar de ese acierto ejecutivo, el presidente insiste en dejar intacto el régimen impositivo que heredó de las pasadas administraciones neoliberales, por lo que la esperanza de una política fiscal integral y progresiva sólo queda esbozada con este primer paso necesario, pero aún insuficiente. Por si fuera poco, la continuidad en las políticas fiscales se complementa con el rechazo a hacer uso soberano del mecanismo de la deuda pública (que los neoliberales mexicanos nunca temieron utilizar) para promover el crecimiento de la economía y con las ya famosas políticas de austeridad que, de nuevo, a la usanza neoliberal, limitan el gasto en sectores fundamentales y estratégicos de la nación como son los de la salud, la educación, la investigación científica, etc.
Puesto que el tema ha tomado una relevancia central en la definición de las políticas públicas del presente gobierno, resulta inevitable prestar atención al término de “austeridad” que éste ha venido manejando como concepto fundamental para justificar cada una de sus acciones. El problema se vuelve mayor, y aún más relevante, cuando se comprende que esta noción es empleada con un alto grado de ambigüedad para defender políticas contradictorias: por un lado, el combate a la corrupción y a los excesos del poder; por otro lado, la limitación presupuestal del gasto público en sectores estratégicos. Veamos las cosas de cerca.
Según el DRAE, en su segunda acepción, austero es el individuo “sobrio, morigerado, sin excesos”. Esta definición es a la que se ha apegado López Obrador desde los días de la campaña presidencial, cuando anunció que su gobierno combatiría la corrupción, los dispendios, los lujos y los excesos de los gobiernos anteriores por medio de una “austeridad republicana”. Casi nadie se opuso, en un comienzo, a esta declaración de principios, ya que era evidente el grado de saqueo y corrupción que caracterizaron a los primeros tres gobiernos del siglo presente (y a cada uno de los del periodo priista). Comportarse moderadamente, sin recurrir a lujos ni a dispendios, es lo mínimo que se le puede pedir a un representante del pueblo.
Las críticas comenzaron cuando Obrador anunció el alcance de su vocación austera: las negativas constantes a vivir en una residencia oficial, a utilizar un transporte aéreo del Estado, a contar con una guardia presidencial, etc. Del mismo modo, resultó polémica su decisión de fijarse su sueldo como presidente en 108 mil pesos mensuales, 40% menos que lo que recibía su antecesor, Enrique Peña Nieto, puesto que eso representaría, según lo había insistido desde el comienzo, el tope salarial del conjunto de servidores públicos del país.
Aun así, pese a lo exagerado de sus decisiones, y al riesgo potencial que como presidente asume al prescindir de una guardia personal, o bien al viajar en aviones comerciales, ese tipo de austeridad puede ser bien comprendida dentro de una vocación auténtica por corregir de tajo el rumbo inmoral que habían recorrido, sin el menor prurito, la casi totalidad de sus antecesores, así como las élites políticas del país. Esa austeridad, insistimos, es comprensible y, en muchos momentos, admirable.
El problema comienza cuando la llamada “austeridad republicana” se convierte en el eje por el cual se determina la política económica del país, en particular, en lo referente a la definición de los presupuestos de ingresos y egresos de la federación, porque en ese caso ya no se trata de un freno a los gastos dispendiosos de las élites políticas del país, sino de una evasión de las responsabilidades del Estado, que debe asumir, sin cortapisas, las necesidades de gasto de los sectores estratégicos de la nación, y, en consecuencia, debe modificar la política fiscal para hacerse de más recursos que le permitan hacer frente, con holgura, a sus responsabilidades para con el pueblo de México, que fue el que lo eligió. Recortar el volumen del Estado, despedir a trabajadores burocráticos (sean de confianza o no), disminuir su salario, limitar y eliminar el gasto en los sectores de la educación, la salud, la cultura, etc., es exactamente lo que hacían y hacen los gobiernos neoliberales.
Hay, entonces, que distinguir entre dos tipos de “austeridades”. Una cosa es limitar los dispendios de la élite política y otra, muy distinta, achicar el Estado y limitar sus facultades de gasto porque no se está dispuesto a modificar ni una coma de la política fiscal, ya que así se lo prometió a los grupos empresariales en campaña. Pero ellos no lo eligieron.
¿Por qué tiene que asumir el presente gobierno una política radical de austeridad en el ejercicio del presupuesto? Porque no tiene suficientes recursos para hacer frente a sus responsabilidades y no quiere recurrir a un mayor endeudamiento. ¿Y por qué no tiene suficientes recursos? Porque la recaudación fiscal en México es sumamente baja. Según datos de la CEPAL, “México se mantiene entre los seis países con menos ingresos tributarios totales de América Latina y el Caribe, al representar 17.4% del Producto Interno Bruto (PIB)”, siendo la media subregional de 22.7% (El economista, 27 de marzo de 2018). Por si fuera poco, la evasión y la elusión fiscal en el país representan entre 3 y 4 puntos porcentuales del PIB (Expansión, 6 de marzo de 2019). Finalmente, como triste colofón de este recuento, los más ricos de México apenas si aportan el 10% del impuesto sobre la renta, muy por debajo de países como Estados Unidos, donde aportan el 15%, y de Gran Bretaña e Italia, donde aportan el 25% (Animal Político, 18 de marzo de 2016)
A lo largo de las décadas anteriores, los gobiernos neoliberales trataron de modificar esta situación intentando, una y otra vez, aumentar el Impuesto al Valor Agregado (IVA), con la finalidad de que fuera la población en su conjunto la que asumiera el peso de la responsabilidad fiscal y no se perjudicara a la élite económica del país. Pero un gobierno de izquierda, como el presente, que se ha manifestado repetidamente contra esta clase de impuestos, no tiene otra alternativa real, para tener mayores ingresos, que aumentarle a los que más tienen el impuesto sobre la renta y, de esta manera, establecer definitivamente una política fiscal progresiva.
Pero el presidente López Obrador se ha negado una y otra vez a ello. ¿Por qué? No hay respuesta clara. Lo único que se puede inferir es que trata tranquilizar a los empresarios para promover un ambiente favorable a la inversión y el crecimiento. Si esta es la razón, resulta, por supuesto, ridícula. ¡Con todo el apoyo del Estado, a lo largo de décadas enteras, la inversión privada y el crecimiento económico en México han sido minúsculos! La actitud servil del Estado mexicano a los empresarios e inversionistas no ha funcionado para nada (más que para enriquecer a los que más tienen).
Existe, además, una gran fuga en el presupuesto de egresos que tiene un origen evidente: el rescate bancario. Tan sólo en el presente año, el monto total que se dedica a ese rubro se eleva a 51.3 mil millones de pesos, lo que representa el 74.3% de todo lo que se dedica al ambicioso programa de becas para jóvenes (alrededor de 69 mil millones de pesos). Esto es, si no se tuviera que utilizar ese dinero público para el pago de la deuda bancaria (que, en su mayoría, se canaliza a la banca extranjera), prácticamente se podría impulsar un nuevo programa de becas. O bien se podría evitar despedir a miles de trabajadores burocráticos, o bajarles el sueldo, o hacerlos trabajar un día más (todas ellas medidas que atentan contra los derechos laborales).
Aún más: del adeudo inicial del Fondo Bancario de Protección al Ahorro (del que López Obrador fue uno de los principales detractores), que en 1995 se elevaba a 521 mil millones de pesos, se habían pagado para diciembre de 2018 entre 622 mil millones y 880 mil millones de pesos. No obstante, a pesar de haberse pagado con creces toda la deuda, por los intereses generados con el paso del tiempo aún se deben 901 mil 700 millones de pesos (La Jornada, 14 de febrero de 2019). Conclusión: el futuro del país sigue endeudado con un pasivo que a corto, mediano y largo plazo resulta impagable.
Utilizando la misma lógica con la que suele reflexionar nuestro presidente, cabría preguntar: ¿por qué no mejor ser austeros con los bancos? ¿Por qué no atreverse a cancelar definitivamente una deuda que ya ha sido cubierta, con creces, en su totalidad? Ésa sí sería una decisión histórica equiparable a la de los héroes mexicanos que dicen servir de guía e inspiración a López Obrador.
No debe haber confusión: si la austeridad es un concepto que sirve de pauta para contener el gasto dispendioso y excesivo de los altos mandos políticos, y, además, funge como ejemplo genuino de una actitud ética frente al poder, bienvenida sea. Si, en cambio, se hace un uso indebido de ella, extendiendo sus alcances a la castración presupuestal del Estado, que justifica la represión del gasto en educación, salud, vivienda, cultura, desarrollo científico, inversión pública, etc., así como el despido de trabajadores, la baja salarial y el aumento de días laborables, justo como lo promueve el pensamiento neoliberal, hay que rechazarla sin ambages.
La salida es clara si el gobierno es de izquierda: para mejorar la distribución del ingreso por la vía del gasto y, de paso, promover seriamente el crecimiento económico a través de la inversión pública, hay que atreverse a proponer una reforma fiscal progresiva que cobre más, mucho más, a los que más tienen, y, simultáneamente, dejar de pagar deudas privadas que, como se ha señalado, ya han sido reembolsadas más allá de su monto original. Si esto molesta a los banqueros y a la clase empresarial, es algo que un gobierno de alcances históricos, que dice representar la cuarta transformación de la vida nacional, debe asumir y enfrentar. Sin duda, la gente que votó por él lo apoyaría en este duro trance.
Una golondrina no hace primavera. El decreto que cancela la condonación discrecional de impuestos a los grandes empresarios es un buen paso en la construcción de una política fiscal sana. Falta mucho para que ese paso tome un giro radical. ¿Será capaz de darlo López Obrador?
*Carlos Herrera de la Fuente (México, D. F., 1978) es economista, filósofo, ensayista y poeta. Licenciado en economía y maestro de filosofía por la UNAM; doctor en filosofía por la Universidad de Heidelberg, Alemania. Es autor de los poemarios Vislumbres de un sueño (2011) y Presencia en fuga (2013), así como de los ensayos Ser y donación. Recuperación y crítica del pensamiento de Martin Heidegger (2015) y El espacio ausente. La ruta de los desaparecidos (2017). Es profesor de la materia Teoría Crítica en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha colaborado en las secciones culturales de distintos periódicos y revistas nacionales.