Alberto Núñez Feijóo recibe un bolígrafo en la rueda de prensa posterior al Consello de la Xunta, este jueves en Santiago de Compostela.Lavandeira jr (EFE)
Si la moderación —como todo lo demás— se mide en hechos y no en palabras, el inminente nuevo presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, acaba de impugnar su propio perfil. El barón gallego, el “apóstol del extremo centro”, como lo define el exministro José Manuel García-Margallo, ha bendecido una alianza que supone la entrada de la extrema derecha por primera vez en un Gobierno, el de Castilla y León. Intentó extender la idea de que dejaba ese acuerdo en manos del presidente autonómico, Alfonso Fernández Mañueco, pero no es posible delegar una decisión tan trascendental para el partido —y para el panorama político general—. Dicho de otro modo, no cabe la posibilidad de que ese pacto se haya firmado en contra de su criterio.
La aclamación popular que quería en 2018 y que obtuvo finalmente cuatro años después —este miércoles presentó 55.000 avales para concurrir al congreso del PP— era el caramelo; las conversaciones para formar gobierno en Castilla y León, el veneno. Feijóo ha tratado de desembarazarse de esos primeros deberes —“No participo en esas negociaciones”; “el presidente Mañueco tiene la libertad y la responsabilidad de dar estabilidad a la Junta de Castilla y León”…—, pero la pregunta sobre la entrada de la extrema derecha en el poder ejecutivo de una comunidad autónoma era de sí o no. No cabía el depende.
El discurso de Pablo Casado ha estado siempre a la derecha del de Feijóo, quien llamó repetidas veces en los últimos años a enderezar el partido y esta misma semana prometió “recuperar la centralidad”. Era Casado quien hacía guiños a los votantes de Santiago Abascal para tratar de recuperarlos, el que se expresaba en términos muy similares al líder de Vox en temas como la memoria histórica o ETA. Pero él nunca pasó esa línea roja, la que separa el fuera de dentro.
Tendrá la vicepresidencia y tres consejerías del Gobierno de Castilla y León el partido que presentó como candidato a la Junta a Juan García-Gallardo, autor de tuits homófobos como este: “Me parece una gran idea recuperar a Raúl para la Eurocopa. Hay que heterosexualizar ese deporte repleto de maricones”. Gestionará dinero público la formación que asegura que este es el peor Gobierno en 80 años, es decir, peor que la dictadura, y que exige la derogación de la legislación que permite recuperar de fosas y cunetas los restos de las víctimas del franquismo. Administrará competencias autonómicas una fuerza política que se burla del feminismo; revienta minutos de silencio por las víctimas de la violencia machista; criminaliza a menores por su país de origen; y cuestiona el Estado de las autonomías recogido en la Constitución. Y lo hará gracias a una firma del PP.
Feijóo los llama populistas. Esteban González Pons, que preside el comité organizador del congreso donde se entronizará al sucesor de Casado, “extrema derecha”. Pero Vox ha dado un salto determinante en la política española y ha sido gracias a los nuevos dirigentes populares. Que el PSOE no haya ayudado con su abstención, como pedía esta semana el presidente gallego, no resta gravedad ni autonomía a su decisión. El PP de Feijóo ha disparado la influencia y capacidad de maniobra de Abascal y será corresponsable cuando sus palabras (y demandas) se conviertan en hechos.
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