Su vida estaba decidida desde el momento en que nacieron mujeres en la Kenia rural y empobrecida. Dejar la escuela. Pasar por la mutilación genital femenina. Casarse pronto. Tener hijos. Convertirse en buenas esposas y amas de casa. Las cuatro protagonistas de esta historia eludieron el destino que tenían reservado y engrosaron el mínimo porcentaje de mujeres que cursan estudios universitarios en el país africano. Y no fue nada fácil: tuvieron que desafiar las tradiciones, o sufrirlas y sobreponerse; demostrar que son las mejores, obtener becas, compaginar aulas y trabajo. Y lo consiguieron.
“Mi primer desafío llegó cuando alcancé la edad en la que se suponía que debía pasar por la mutilación genital femenina”, rememora Lilian Naserian, fundadora y directora de la Fundación Maasai Mara Women Empowerment Guide Organization. No quiere entrar en detalles de cómo evitó el corte porque su madre, dice, podría aún hoy sufrir el rechazo de la comunidad. Ella nació en Oiteti, en tierra masái, cuyas fuertes tradiciones patriarcales relegan a las mujeres a una vida sin poder de decisión. Después llegaron las dificultades económicas para costear su formación una vez concluida la primaria. “La educación de mis dos hermanos varones era prioritaria, tuve que ser paciente hasta que consiguiera dinero para pagar la mía”, continúa.
Era buena alumna. Sin embargo, Naserian hubo de esperar un año ―repitió el último curso de primaria― hasta que, con apoyo de ONG y “el coraje” de su madre, pudo matricularse en secundaria. Pero sus problemas no habían acabado. De vida humilde, el salto a la universidad tenía unos costes que, de nuevo, no se podía permitir. Eso no la frenó. “Busqué un trabajo parcial”. Durante tres meses impartió clases particulares a domicilio para pagar un alojamiento en Nairobi durante un mes y acudir a la universidad. “En ese mes tenía que estudiar lo que el resto había aprendido en un trimestre”. Así hizo hasta que la organización española The South Face le otorgó una beca para que pudiera instalarse en la capital de forma permanente y acudir con regularidad a la Kenyatta University. “En 2016 me licencié en Educación”, cuenta.
El censo más reciente realizado en Kenia reveló que apenas el 3,5% de la población (de 54 millones) tenía un título universitario en 2019. Un número en aumento a tenor de los datos parciales nuevos: alrededor de 546.000 kenianos se matricularon en universidades del país en el año académico 2020/21, 35.000 más que en el curso anterior. “La mayoría de los universitarios eran hombres: unos 326.000, frente a 221.000 mujeres”, anota Julia Faria, investigadora de Statista.
Por su parte, la experta de la universidad de Johannesburgo Beatrice Akala indica en un estudio al respecto que la brecha de género se amplía cuanto más alto es el grado educativo. “Según los registros del Ministerio de Educación, el 85% de los alumnos pasan de la escuela primaria a la secundaria. De ellos, el 30% salta a la educación superior; y las mujeres representan solo un tercio de ese número”.
No es práctico que dependamos de ONG para que las chicas estudien. No todas pueden conseguir ese apoyo
Lilian Naserian, becada por The South Face
Naserian quiere cambiar esos números, pero sobre todo desea que las niñas de su tierra no tengan que afrontar las mismas dificultades que ella, que estén libres de violencia y sean capaces de tomar sus propias decisiones. “No es práctico que dependamos de ONG para que las chicas estudien. No todas pueden conseguir ese apoyo”, razona. Ella misma creó una entidad para cambiar la realidad desde el terreno, en su comunidad, contra la mutilación genital y otras prácticas nocivas, así como para concienciar a las familias de que la educación de una niña es tan importante como la de un varón. “Mi propia madre, al ver que he llegado hasta aquí y que he vuelto a casa para mejorarla, se lamenta de no haberme apoyado más en mi infancia”.
Es uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible: garantizar una educación de calidad para todos y a lo largo de la vida. Con todas las dificultades extraordinarias que sufren, las mujeres necesitan apoyo adicional para alcanzar esta meta. Sobre todo, tratándose de un país de renta media, como Kenia, donde el acceso a estudios terciarios es un reto minoritario (el 3,5% citado arriba). Por eso, en The South Face decidieron aliarse con universidades del país y ofrecer becas destinadas exclusivamente a las jóvenes. “Tener una carrera, y ser independientes significa convertirse en modelo para otras”, comenta Borja Juez, responsable de esta organización. Y responde a una lógica: “Que África eduque a África”.
El sistema funciona. Naserian no solo apoya hoy a 300 chicas de su comunidad desde su organización, sino que conectó a una de las mejores alumnas de la escuela en la que ella estudió para que obtuviera el apoyo de la ONG española. Juez no lo dudó. La increíble historia de Ann Mononi (21 años) solo se entiende si uno acepta que es una mujer brillante. Hoy estudia educación en la Kenyatta University, como antes hizo su mentora. Pero nada de lo que había vivido antes hacía sospechar que hoy estaría en Nairobi cursando una carrera.
“Era como cualquier otro niño, pero mis ojos dejaron de funcionar y me quedé ciega”, empieza su relato. Eso fue cuando tenía más o menos 10 años, pues no sabe cuándo nació exactamente. “Pensaba que me iba a morir, pero mi madre me educaba para que no me sintiera mal por ello”. Poco después, su progenitora falleció y Mononi se quedó a cargo de sus tres hermanos (dos niñas y un niño). La más pequeña tenía apenas un año. “Era una niña ciega y tenía que criar a mis hermanos pequeños. Pensé en quitarme la vida, pero abandoné la idea porque si no lo hacía yo, que era la mayor, nadie cuidaría de ellos”.
Todos se quedaron con una tía. Después de tres años, un voluntario de una ONG la llevó a una escuela para personas invidentes una vez confirmado que nunca recuperaría la visión. “Empecé a estudiar y me adapté muy bien”. Su desempeño era tan bueno que saltó varios cursos en poco tiempo. “Pero surgieron problemas cuando iba a pasar a séptimo y tuve que volver a mi aldea. Tengo un bebé”. Así revela Mononi que en aquellos años, con 12 o 13, era “profanada” por un desconocido y que, cuando reveló a su familia lo que le pasaba, no la creyeron.
“He pasado por muchos desafíos: la circuncisión, tener un hijo…”. De nuevo una revelación. Mononi es una de los cuatro millones de kenianas que han sido sometidas a la mutilación genital femenina. Un 15% de la población femenina del país. En algunas comunidades, esta cifra se eleva hasta el 94%, según cálculos de Unicef. Otra ONG propició que pudiera regresar a la escuela y concluir la secundaria. Fue entonces cuando Naserian le habló a Juez del caso de de Mononi para que cubrieran sus gastos universitarios. Ni la pandemia pudo frenar su empeño y, en 2020, comenzó la licenciatura de Educación compaginando clases virtuales y presenciales en Nairobi.
Naserian cuenta que en sus años de carrera sufrió discriminación. La gente se extrañaba de que una mujer masái estudiase formación superior. En el caso de Mononi, se añade la ceguera. Ambas son imparables y quieren que su ejemplo y apoyo sirva a otras para que crean en ellas mismas, conozcan sus derechos y ayudar, así, a evitar el sufrimiento que han padecido.
“La educación tiene efectos transformadores que se extienden a lo largo de la vida de una niña o una mujer, en sus sueños y futuros, y más allá en las sociedades. Con educación, las niñas tienen más probabilidades de estar saludables, mejor pagadas en el lugar de trabajo y más capacitadas para participar en la vida social, económica, cívica y política”. Lo que dice la Unesco, lo confirman las becadas de The South Face punto por punto.
Con educación, las niñas tienen más probabilidades de estar saludables, mejor pagadas en el lugar de trabajo y más capacitadas para participar en la vida social, económica, cívica y política
Desde 2011, la entidad ha financiado la formación de 64 jóvenes. “El 85% encuentran trabajo”, dice orgulloso Juez. “En The South consideramos que los hombres llevan gobernando demasiado tiempo y ha llegado el momento de ellas”, sigue. “Tengo la ilusión de que la mujer en África dará un salto de calidad en el continente. Están hechas de otra pasta, creo que más preparadas para los retos a los que se enfrentará la humanidad en los próximos años… Siempre que tengan oportunidades”.
Silvya Rotich, de 30 años, encontró la suya en la ventanilla de becas en la Universidad de Nairobi. “La mayoría de estudiantes necesitan apoyo para venir a estudiar. En áreas desérticas y áridas es difícil obtener dinero para las tasas”, comenta Leonard Kirui, encargado de las finanzas del departamento de ayudas para los alumnos. Por eso, a las que otorga el Gobierno para apoyar a más de la mitad de los 65.000 matriculados (el 48% mujeres), suma las que canalizan con los fondos de organismos internacionales, agencias de la ONU y ONG. Tienen demanda: cada curso, gestiona unas 5.000 solicitudes que conecta con el socio adecuado. “Cada entidad pone sus condiciones y nosotros buscamos los perfiles que responden a sus criterios entre los solicitantes de subsidio”. Acnur se centra en refugiados. Otros, como The South Face, focalizarse en mujeres.
Para llegar a la universidad, Rotich tuvo que demostrar que merecía la pena apostar por su educación en una familia pobre de 11 hermanos. “Mi única opción era hacerlo lo mejor posible en el colegio. Trabajé muy duro”, asegura sentada en el sofá de su apartamento en la capital. Como pudieron pagaron hasta la secundaria, pero la formación universitaria era demasiado cara, a las tasas de matriculación se sumaba el coste de vivir en Nairobi. “Pedí un préstamo al Gobierno y me lo concedieron”. A mitad de carrera, al otro lado de la ventanilla, le hablaron de la beca de The South Face y no desaprovechó la oportunidad. Con el apoyo financiero, completó su licenciatura en Gestión Ambiental en 2015.
“Me he convertido en un ejemplo en mi comunidad”, afirma. A su lado, Maurine Kiptoo asiente. “Ella fue mi modelo”. Si Rotich había llegado tan alto, ella también podía. Y quería. “Cuando una niña tiene éxito, toda la comunidad tiene éxito. A los niños nunca los he visto ayudando, se enfocan en su interés propio. Nosotras regresamos y ayudamos a nuestras familias, a la gente”, argumenta la joven, que estudió en la misma escuela que su mentora.
Kiptoo ha contribuido a sufragar los estudios de secundaria de dos de sus hermanos pequeños con los trabajos que ha conseguido tras licenciarse, como Rotich, en Gestión Ambiental. Compagina sus empleos con un máster y su sueño es unirse a alguna organización que luche contra la deforestación. “Soy una apasionada de la conservación. En mi infancia veía cómo los bosques se degradaban”, explica.
En una charla en torno a un té con magdalenas, ambas amigas conversan sobre lo que han conseguido. Sin ellas, dicen, no hay desarrollo posible. El país tiene que ser más igualitario, añaden, y para ello las niñas deben tener acceso a la educación sin pasar por el trago de batallar contra los familiares que quieren mutilarlas o casarlas en contra de su voluntad y antes de tiempo. “Creo que en 20 años, Kenia será diferente, más igualitaria. Nosotras somos la prueba y nuestro ejemplos se propaga”, zanja Kiptoo.
La Unesco pone estadística a los argumentos de Kiptoo: “Si todas las mujeres tuvieran una educación secundaria, las muertes infantiles se reducirían a la mitad, salvando tres millones de vidas. Y un año adicional de escuela puede aumentar los ingresos de una mujer hasta en un 20%. Educar a niñas y mujeres es una inversión inteligente para el futuro”. En un paseo por el campus de la Universidad de Nairobi, donde el 48% ya son alumnas, Kirui, coincide: “Antes no teníamos apenas mujeres en el poder. Desde que están, nos va mejor”.
Puedes seguir a PLANETA FUTURO en Twitter, Facebook e Instagram, y suscribirte aquí a nuestra ‘newsletter’.