Rojin Atroshi sale de la Biblioteca Kurda de Estocolmo ojeando uno de los libros que ha decidido llevarse a casa: Diarios de un peshmerga, de Muhammed Haji Mahmoud, fundador del Partido Socialdemócrata del Kurdistán, una formación política minoritaria en la región autónoma del noreste de Irak. “Un socialdemócrata que siempre va a ser fiel a nuestra causa, no como los de aquí, que nos han traicionado sin ningún miramiento”, lamenta esta estudiante de Magisterio de 21 años. Atroshi es una de los más de 150.000 kurdos que residen en Suecia, una comunidad que vive su periodo más complejo desde que la pasada primavera el Gobierno sueco solicitó su adhesión a la OTAN. Paradójicamente, ese giro histórico tiene escaso reflejo en la recta final hacia las elecciones que se celebran este domingo en el país escandinavo.
Tras dos siglos de neutralidad —o no alineamiento— la invasión rusa de Ucrania provocó un profundo vuelco en la opinión pública y en la clase política de Suecia. A marchas forzadas, y en coordinación con Finlandia, el Gobierno socialdemócrata de Magdalena Andersson, con el respaldo de la mayoría del resto de grupos parlamentarios, comenzó el proceso para integrarse en la Alianza Atlántica. Miles de kurdos, votantes tradicionales del Partido Socialdemócrata, apoyaron la decisión de su primera ministra. “No imaginaban las consecuencias que iba a tener”, comenta Kurdo Baksi, un escritor y analista político que llegó a Suecia en 1980.
La entrada en la OTAN de Suecia y Finlandia parecía que era una decisión exclusiva de Estocolmo y Helsinki. Altos cargos de la organización transatlántica repetían constantemente que ambos países tenían abiertas las puertas de par en par. No cabía ninguna duda de la solidez democrática de sus instituciones y los dos Estados nórdicos tenían mucho más que aportar al bloque militar que los últimos aliados en sumarse (Macedonia del Norte, Montenegro, Albania y Croacia). Sin embargo, cuando Suecia y Finlandia anunciaron formalmente su interés en ingresar en la Alianza, apareció el inesperado veto de Recep Tayyip Erdogan, el presidente turco.
A pesar de que Ankara había garantizado a Estocolmo y Helsinki que no obstaculizaría su adhesión a la Alianza, Erdogan aseguró que no permitiría el ingreso de dos “incubadoras de terroristas”. El veto turco no iba a ser un escollo fácil de sortear, el ingreso de los dos países nórdicos requería la aprobación en el Parlamento de los 30 aliados de la organización. Suecia y Finlandia comenzaron a negociar con Turquía, el miembro menos democrático de la Alianza.
La futura adhesión a la organización militar y las concesiones a Ankara parecía que iban a ser cuestiones prioritarias en la campaña para las elecciones del domingo en Suecia. Sin embargo, es un asunto aparentemente olvidado. “Las principales formaciones han asumido que este es el precio a pagar por entrar en la OTAN, y prefieren evitar el tema”, comenta por teléfono Lisa Pelling, directora del centro de estudios Arena Idé.
El Gobierno turco comenzó exigiendo la extradición de 33 personas —una lista muy poco depurada, algunas ya no vivían en Suecia y otra falleció hace años— y el levantamiento del embargo a la venta de armamento que Estocolmo y Helsinki le habían impuesto tras la ocupación de varias franjas de terreno en el norte de Siria. Un acuerdo a tres bandas alcanzado en junio al inicio de la Cumbre de la OTAN en Madrid despejó el camino para que la Alianza pudiera invitar a Suecia y Finlandia formalmente a ingresar en la Alianza, pero las negociaciones no han concluido y Erdogan, que pretende ser reelegido el próximo junio, parece dispuesto a dilatar todo lo posible la aprobación en el Parlamento turco.
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Baksi explica en una cafetería de Sundbyberg, un municipio de la periferia de Estocolmo, que la lista está compuesta “principalmente por ciudadanos kurdos, pero también incluye algunos intelectuales de izquierda y gulenistas (seguidores de Fetulá Gulen, acusado por Ankara de ser el instigador del golpe de Estado fallido de 2016)”. Ragip Zarakolu, de 74 años, es uno de los ciudadanos que el Gobierno turco quiere que sea extraditado. “No soy kurdo, que para Erdogan es sinónimo de terrorista, pero soy un turco que lucha por la democracia”, comenta por teléfono desde la ciudad de Linköping este defensor de los derechos humanos. Zarakolu fue detenido en 2012 durante una reunión del Partido Democrático de los Pueblos (HDP), la principal formación política prokurda en Turquía, acusada por la Fiscalía de “atentar contra la unidad del Estado”. Una campaña de presión internacional permitió la puesta en libertad de Zarakolu, quien inmediatamente se mudó a Suecia. “Jamás podré volver a Turquía. No volveré a dormir en mi apartamento ni a disfrutar de mi biblioteca personal”, comenta compungido.
Baksi, que también fue el mecenas de Stieg Larsson —el escritor sueco con mayor repercusión internacional de este siglo—, considera que el principal objetivo de Erdogan no son las deportaciones ni las armas, sino lograr que Suecia y Finlandia clasifiquen como grupo terrorista a las milicias kurdas (YPG) que controlan desde hace años parte de Siria y que han luchado junto a la coalición internacional contra el autodenominado Estado Islámico. Estas milicias están relacionadas con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), una organización que sí que está clasificada como terrorista por la OTAN y todos los miembros de la UE.
El Partido de la Izquierda (excomunistas) es el único que ha criticado a Erdogan en campaña. “Los socialdemócratas se están esforzando por evitar que la adhesión a la OTAN y las concesiones a Turquía sean un asunto electoral”, sostiene por teléfono Hakan Svenneling, portavoz para Asuntos Exteriores de La Izquierda. “Nosotros vamos a seguir defendiendo la causa kurda y oponiéndonos a la entrada en la OTAN”, agrega. A principios de julio, tres miembros de su partido posaron en una foto con una bandera del PKK, lo que provocó fuertes críticas de la primera ministra. A finales de agosto, Ann Linde, la ministra de Exteriores, equiparó al PKK con el Estado Islámico.
El pueblo kurdo —más de 40 millones de habitantes repartidos entre Turquía, Siria, Irak e Irán— ha considerado durante décadas que Suecia era una segunda patria. En el país escandinavo se han publicado miles de libros en su idioma, la radio sueca emite en kurdo, y algunos de sus poetas más prestigiosos han producido allí varias de sus obras más famosas. “Siempre es muy duro que a un hijo le pegue su propia madre”, resume Baksi.
Precisamente el voto de una diputada kurda independiente, Amineh Kakabaveh, ha sido fundamental en varias ocasiones para el Partido Socialdemócrata. Su apoyo fue clave el pasado noviembre en la investidura de Andersson, también para salvar en junio una moción de censura contra Morgan Johansson, el ministro de Justicia. Ahora, Erdogan reclama su extradición. “Es horrible. Me cuesta explicar con palabras cómo me hace sentir que casi todos los políticos suecos se hayan arrodillado de esa manera ante un dictador”, lamenta por teléfono. Aun así, la política nacida en Irán, que no concurrirá en los comicios del domingo, cree que hizo lo correcto al apoyar a los socialdemócratas: “Realmente no tenía elección. Mi objetivo era defender la causa kurda, pero también mantener alejada del poder a la ultraderecha”, añade Kakabaveh, quien en su juventud fue peshmerga (combatiente kurda en Irak).
Baksi comenta que desde hace días recibe varias llamadas todos los días de kurdos que siempre han votado al Partido Socialdemócrata y no saben qué hacer el próximo domingo. Zarakolu admite que se decantará por La Izquierda al ser “la única formación que no se ha vendido a Erdogan”. La comunidad kurda encara la cita electoral con sensación de abandono. Y un proverbio que llevaba años en el olvido, resurge con fuerza: “Los kurdos no tenemos más amigos que las montañas”.
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