La carta al padre de Manuel Liñán

La homologación del flamenco dentro del campo global de la danza pasa, ahora mismo y entre otras cosas, porque sus intérpretes ofrezcan una… ¿justificación? No exactamente. Al menos no se presenta como tal. Más bien se trata de un superávit, la exigencia de un algo más que la muestra desnuda del baile. No vale con ejecutar un repertorio determinado con congruencia interna, al discurso danzístico flamenco se le exige un aglutinante poético o narrativo que convierta los espectáculos en obras. Exigencia, acaso, sensata, pero que las más de las veces tiene como resultado una justificación es decir, en sentido estricto —casi etimológico—, una parafernalia externa a la dinámica del baile.

Sirvan las citas de baile de esta edición de la Suma Flamenca de Madrid como ejemplo. En ella se han podido encontrar desde textos más o menos esotéricos que dan la sensación de estar escritos a posteriori para encontrar unidad en un archipiélago de bailes —y que en el baile flamenco suele tener el soniquete del “sin perder la raíz pero desde hoy”— a verdaderas narraciones. Este es el caso de la obra que anoche estrenaba el bailaor Manuel Liñán (Granada, 41 años) dentro del citado festival. Aunque su título, Pie de hierro, es elusivo, el espectáculo fue un verdadero ejemplo de drama musicalizado.

Si bien sería un error juzgar la obra por su argumento, este se presentaba a los espectadores que llenaron por completo (unas 900 personas) la Sala Roja de los Teatros del Canal de Madrid de un modo tan evidente y buscado que parece que se quería que tuviera un peso central en el desarrollo de la obra. De hecho, cada uno de los bailes eran escenas sucesivas del desarrollo de la historia. El argumento es uno bien conocido: un hijo se rebela contra el destino que su padre tiene para él; el padre, incapaz de asumirlo, se muestra inflexible en un primer momento para al final acabar aceptándolo.

Podría parecer el argumento de una novela de las que llaman de desarrollo personal, subgénero de la autoayuda, pero, al parecer, se trata de la historia de vida del propio Liñán, cuyo padre quería que fuera torero pero tuvo que acabar aceptando que su hijo se convirtiera en el epítome mundial del llamado flamenco queer.

En el papel del padre estaba la figura del cantaor tradicional (que anoche corrió a cargo de David Carpio). El drama comenzaba con el padre subido a una gran atalaya con forma de burladero al que Liñán, ataviado con coderas y rodilleras y acompañado de los ritmos metálicos de la guitarra eléctrica de Víctor Guadiana y la batería de Jorge Santana (en un estilo que recordaba a bandas como Dream Theater pero que encuentra un paralelo ineludible en el trabajo de Lagartija Nick), golpeaba rabiosamente. Arriba, Carpio interpretaba impertérrito unas soleares que disonaban armónicamente de la música de Guadiana y Santana. Junto a batería y guitarra eléctrica, en el escenario, la guitarra flamenca de Juan Campallo, el violín, también, de Víctor Guadiana, y los jaleos y compás de Ana Romero y Tacha González, que, ataviadas de puta y manola, hacían las veces de piedades de Liñán.

Otro momento del espectáculo del bailaor.
Otro momento del espectáculo del bailaor. PABLO LORENTE FOTOGRAFIA; Pablo Lorente

El espectáculo tiene un par de claves que hacían palpables las fases de la relación padre-hijo. Primero, que las letras que cantaba Carpio, extraídas del repertorio llamado tradicional, iban dando cuenta del arco de transformación anímico del padre: “Fatigas más grandes me has hecho pasar”… “Dime que remedio habrá”… “Mira si es mala mi suerte, que yo te quiero con delirio”… “Mira el cariño que te tengo desde niño”… (el flamenco tradicional hace aquí de superestructura que reprime al hijo, Liñán). Segundo, el juego con el sombrero cordobés, que el padre lleva siempre puesto como especie de signo de autoridad, que el hijo trata de arrebatarle todo el tiempo y con el que se juega en los momentos de transición narrativa.

Liñán, sucesivamente, se quita coderas y rodilleras, las piedades le visten con falda con corpiño, pasan las seguiriyas, unas tonás, un sujetador, una malagueña, camiseta interior, un curioso interludio instrumental basado en un diálogo por granaínas entre guitarra eléctrica y flamenca, bulerías festeras por aires gaditanos y cuplés a modo de herramienta de disuasión tras la que el hijo logra quitarle el sombrero al padre.

Bragas y zapatos de baile

Número bufo al ritmo de españolada para tres sombreros y tres intérpretes con un Liñán que solo viste bragas y zapatos de baile. Luego, una voz en off que narra una especie de terapia de costelaciones familiares mientras las piedades visten al bailaor como para un juego de bondage floral con falda. Solo de violín para baile, farruca y un overdub de violines en loop, con un baile con gestualidad taurina bajo el que el padre claudica. Llega el final feliz. Cae el telón de final dejando al hijo dentro y al padre, ya reconciliado, fuera. Una “carta al padre” que, frente a la de Kafka, acaba en una redención, eliminando todo horizonte de tragedia y acercándola al melodrama.

El baile de Liñán es muy enérgico, muy complejo y matizado, y, pese a estar al servicio de una historia no especialmente compleja ni original, brillaba casi todo el tiempo por su impresionante técnica y innumerable variedad de imágenes. Es un bailaor dotadísimo, con un discurso corporal, este sí, muy complejo y largo, que ya ha aportado al baile flamenco multitud de recursos inéditos. Liñán puso anoche su baile al servicio de una fábula moral.

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