La confusión de Babel


Me gusta mucho escuchar a mi abuela, zamorana, y descubrir en ella voces que se hermanan con el portugués o con el gallego. Me gusta que cuando alguien cae de bruces diga que finca la cuerna, que use mas como adversativa en lugar de pero y que el pan no lo empiece, sino que lo enciete. Me encanta saber, inconscientemente, que, cuando estoy en casa, la palabra luego significa lo contrario que en el exterior, que si la usa mi abuela, lo que sea que me pide, debo hacerlo en primer lugar, sin demora. Ese es su modo de nombrar el mundo, el que aprendió de sus padres, y es de alguna manera también el mío. Nada tiene más sabor a ella que esas palabras, y el paisaje en el que creció no sería el mismo contado de otra forma. Pienso mucho en esto y en que si mi abuela hubiera nacido en el País Vasco su voz en euskera también sería mía y fuente de toda ternura; porque lo que nos une a lo que hablan los nuestros es, esencialmente, un profundo cariño. Algo que saben muy bien quienes han encontrado en la lengua un campo de batalla excelente para dividir.

Casi lo primero que nos enseñaron al atravesar el umbral de Filología es que las lenguas son patrimonio y riqueza —contienen en sí la historia de las personas—; que el castigo de Babel fue en realidad un regalo: los idiomas, como organismos vivos, varían y cambian con los hablantes y nos permiten explicar de diferentes formas la vida.

Que los idiomas son un valor es algo que comprendemos todos, incluso quienes con sus acciones lo niegan. Todos reinvidicamos nuestras variantes, porque no son asépticas, saben a lo que dicen; todos queremos que lo que hablamos nos sobreviva. Entendemos también ese valor cuando lamentamos que, en la distancia, de tiempo, de espacio, algunas lenguas desaparezcan; cuando hay quienes quieren películas en versión original, para no perder matices; o cuando triunfan libros como Almáciga, de María Sánchez, que recoge e impide que se olviden términos del medio rural, o Panza de burro, de Andrea Abreu, que nos sumerje, y de qué manera, en Canarias. Todos los años imparto clases a estudiantes estadounidenses, hijos de hispanohablantes, que viajan hasta Salamanca para hacer suyo, con 20 años y esfuerzo, lo que no heredaron de su familia, y nosotros, como las instituciones, lamentamos que algo así suceda.

Sabemos lo importantes que son los idiomas, como todo aquello que nos define, nos identifica y nos conforma —qué inexplicable es que siempre haya quién se ofenda o, peor, se sienta atacado, porque los demás sean lo que son—. Mi patria es mi lengua, dijo del portugués un autor genial del país vecino, Fernando Pessoa. Sabemos todo esto y, aun así, de cuando en cuando, en los límites nacionales nos entra un arrebato distinto, que se quiere hacer pasar por pragmatismo. Como si de repente la lengua, también la nuestra, que nos hace vibrar, fuera tan solo una herramienta y nada más; como si esa utilidad que enarbolamos nos pareciera bien si alguien un día nos dijeran que hablar todos en inglés es lo mejor que podemos hacer. Quién querría ser el último hablante de su idioma, quién querría habitar un mundo práctico y uniformado, tan pequeño y tan gris.

Todos tenemos una lengua a la que amamos; sin embargo, hemos consentido que los políticos pongan encima sus zarpas interesadas, no en el bien común, sino en sus torpes victorias electorales. Hemos tolerado que usen nuestros idiomas, y con ellos nuestro lazo afectivo, para oponernos unos a otros. Babel fue un don, y cómo les gusta a mis alumnos extranjeros escuchar canciones en las otras lenguas de este país, aprender a decir algunas cosas para cuando van de visita, cuánta curiosidad tienen ellos que nosotros hemos perdido con tanta noticia que quiere soliviantarnos —y nos solivianta—. Tenemos un territorio plurilingüe, rico: ojalá supiéramos valorarlo, ojalá algún discurso que nos acercase, alguna voluntad alejada de la política y los nacionalismos. Apreciar y respetar las lenguas de los demás es una manera de apreciar y respetar a quienes las hablan. El acercamiento y el afecto se vinculan siempre y en las dos direcciones.

Ningún idioma es hostil, digan lo que digan en sus discursos quienes quieren sacar réditos del enfrentamiento; las lenguas solo deben ser lo que son: espacios de encuentro. Son los políticos, y no la abundancia de maneras de hablar, los que crean confusión, los que hacen que en Babel haya ruido y no nos podamos entender. A ellos les importan las elecciones; a nosotros, además, la convivencia. Es justo que defendamos la lengua de los demás como defendemos la nuestra. Y es justo que empecemos a hacerlo, como se dice en mi casa, luego. Después será demasiado tarde.

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