La protesta social crece en Argentina. A lomo de la crisis económica, los movimientos sociales han salido a la calle. A finales de la semana pasada, acamparon durante 48 horas sobre la avenida 9 de julio, la más ancha y concurrida de la ciudad de Buenos Aires. Hombres, mujeres y niños montaron carpas sobre el asfalto y pasaron la noche allí, a la espera de que alguna autoridad del ministerio de Desarrollo Social los recibiese. Reclamaban más planes de asistencia social: dicen que hay 1,8 millones de argentinos pobres que han quedado por fuera de las ayudas del Gobierno. La Casa Rosada está ante un gran desafío. El peronismo no se siente a gusto cuando lo presionan con protestas y piquetes; justo a ellos, integrantes de un movimiento nacido al calor de las protestas obreras.
En un gesto inusual, el Gobierno de Alberto Fernández ha dicho que está en contra de lo que considera “un apriete” a los argentinos que trabajan. La ciudad de Buenos Aires es cada día un caos de tránsito, con buses y coches atascados en medio de las protestas. El malhumor crece hacia los “piqueteros”, como se le llama a los que cortan calles, pero también hacia el Gobierno. Unos, porque no manda a la policía a desalojar los acampes; otros porque consideran que mientras la inflación supere el 50% anual y la pobreza ronde el 40% no hay mucho que hacer para evitar las protestas. En el medio están los casi 17 millones de personas que, según el último dato oficial para 2021, apenas ganan los suficiente para comer.
Cuando hay un problema, los argentinos protestan en la calle. Según un estudio de la consultora Diagnóstico Político, en 2021 hubo 6.658 piquetes, la cifra más alta en siete años. Empleados y desempleados, trabajadores estatales, vecinos que reclaman un semáforo, taxistas, chóferes de autobús, empleados de aeropuertos o de una pequeña empresa que cierra: cortar el tránsito es una forma de hacerse oír, y en el mejor de los casos llegar a las pantallas de televisión. En ese universo predomina la protesta piquetera.
Desde la crisis de 2001, los movimientos sociales administran el descontento de un nuevo ejército de ciudadanos que desde entonces quedó fuera del sistema. Formaron cooperativas, organizaron compras solidarias de alimentos, crearon escuelas y hasta universidades. Con los años, crecieron en número y también sumaron poder. Los distintos Gobiernos los utilizaron como puente entre la gente y las ayudas sociales, sobre todo para identificar beneficiarios y controlar la ejecución de los programas. La simbiosis se consumó con Alberto Fernández: dirigentes del Movimiento Evita, Barrios de Pie y el MTE se integraron al Frente de Todos. Prestaron nombres para el Congreso o funcionarios que ahora administran las ayudas.
El acuerdo redujo notablemente la tensión, pero la crisis dio fuelle a los movimientos que quedaron fuera del pacto. Allí están, por ejemplo, el Polo Obrero, pero también partidos de extrema izquierda. Estos grupos tomaron esta semana la avenida 9 de julio y amenazaron con una gran marcha federal para el 13 de abril. Dicen que hay casi dos millones de argentinos sin trabajo que están fuera de las ayudas sociales y quieren nuevos planes. El ministro de Desarrollo Social, Juan Zabaleta, los recibirá este jueves. Pero ya adelantó que no habrá nuevos planes sociales, un gasto imposible cuando Argentina se ha comprometido ante el FMI a reducir su déficit fiscal al 0,9% del PIB en 2024.
La propuesta oficial es, en cambio, aumentar los montos de la asistencia, pero sin sumar beneficiarios. “Dije que había que dejar de apretar a los argentinos y lo vuelvo a decir: no hay que cortar las calles”, advirtió además Zabaleta. Eduardo Belliboni, referente del Polo Obrero, le contestó en los medios, con ironía. “El Gobierno dice que no otorga más planes. ¿Qué hacemos con el pobre que reúne las condiciones para un plan y no consigue trabajo? ¿Le decimos que se meta en el narcotráfico?”.
Las ayudas estatales forman parte de la política argentina. Empezaron con el regreso a la democracia, en 1983, cuando el Gobierno de Raúl Alfonsín asistía con cajas de alimentos a 5,6 millones de personas, casi el 20% de la población de entonces. Durante la crisis de 2001, el presidente Eduardo Duhalde creó el Plan Jefas y Jefes de Hogar, un programa que ayudó económicamente a dos millones de familias pobres. Desde entonces, las ayudas no dejaron de crecer, hasta formar una compleja red de 141 planes que muchas veces chocan entre sí. Hoy hay al menos 22 millones de argentinos (casi la mitad de la población) que reciben algún tipo de ayuda estatal. Los datos surgen del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA). Si se suman las jubilaciones, el gasto social en Argentina equivale al 12% del PIB.
Semejante cantidad de dinero es lo que cuesta mantener la paz social. En 2001, cuando las revueltas sacaron del poder a Fernando de la Rúa, los sectores más pobres se las arreglaban como podían. Dos décadas después, existen mecanismos aceitados para neutralizar el descontento. Natalia Zaracho juntaba cartón en las calles antes de convertirse en diputada por Patria Grande, una de las agrupaciones que integran el gobernante Frente de Todos. “Hoy hay más de 50% de pibes (niños) bajo la línea de la pobreza, lo mínimo que puede hacer la gente es ir a reclamar. Si no explota todo es porque las organizaciones sociales están en los barrios con las ollas populares, con la economía popular”, dice. “Para que se mueva la economía interna hay que invertir en los barrios, porque ahí la gente no va a ir a comprar dólares, va a invertir la plata y eso es lo que necesitamos”, agrega.
El Gobierno es consciente de que las ayudas sociales deben mantenerse, pero avanza con la idea de convertirlas poco a poco en trabajo genuino. Propone para ello la “institucionalización de la economía popular”, como dijo días atrás el secretario de Economía Social Emilio Pérsico, máximo referente del Movimiento Evita. Entre los planes están facilitar la inscripción tributaria de los trabajadores informales, aumentar los créditos no bancarios y mejorar las líneas de comercialización informales. El contexto económico no es el mejor, y la paciencia se acaba.
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