Por Víctor Roura
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De acuerdo a su educación, cada quien vive su concepto de cultura como mejor se integre a ella o, si sus intereses están en juego, como mejor le venga en gana.
Porque ahora este término es manipulado (o manejado, o sobrepuesto, o inyectado) según las valoraciones del barómetro político o social, llegando incluso a oírse acepciones tan desconcertantes, descabelladas e inodoras como “la cultura de la corrupción” o “la cultura del arbitrio” tratando de decir, quizás, que estas dos calamidades, la corrupción y el arbitrio, están ya tan arraigadas en la sociedad que son, de hecho, una forma de vida.
Pero la acepción es infortunada, porque la cultura es una proeza intangible (el conocimiento interior, la búsqueda del enriquecimiento espiritual, la manera de crecer humanitariamente, la aportación individual de las ideas en torno suyo), no el conducto ―o el conjunto― visible para alcanzar un fin material.
No puede haber culturas del narcotráfico y de la violencia, sino el narcotráfico es una costumbre, azarosamente violenta (uno atrae a la otra, uno es inherente a la otra), para apoderarse de los bienes ajenos en provecho personal o colectivo. No es, en absoluto, un procedimiento cultural. Ni la corrupción es un acto deliberadamente cultural, sino un vicio, un defecto, un malestar, una seducción, una adaptación, una manera de convencimiento económico que padece la codicia de una persona, mas nunca es un acto cultural, como los demagogos quieren plantear ahora en el contexto contemporáneo de la servidumbre financiera.
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Lo que se quiere decir al anteponer el término “cultura” a otras palabras es sencillo, aunque incorrecto: una forma de vida.
Si bien ciertas poblaciones, o etnias, crearon su propia cultura (otomí, maya, tarahumara, mame, etcétera), no significa, por ello, que Tepito o Coatzacoalcos o Chalco, ahora, resuman una cultura específica sobre todo en un orbe enteramente digitalizado como en el que vivimos. La cultura se mueve aparte de la corrupción o de la impertinencia o del arbitrio o de las bajezas de un barrio o de las comodidades de los estrellatos televisivos o de las leperadas localizadas de cómicos mediáticos.
Si la palabra “cultura” puede sonar a eslogan indiferenciado (la cultura de la pobreza, la cultura deportiva, la cultura alimentaria, la cultura del amor, la cultura parlamentaria, la cultura del pandillerismo, la cultura del odio, la cultura canina, la cultura inmersiva, etcétera), no significa que en la práctica sea, la cultura, arroz de todos los moles. Porque, teniéndola, incluso en su nombre pueden cometerse atrocidades, las mismas que se infringen en nombre del amor.
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Hay escritores con cultura que son infames, o periodistas con cultura verdaderamente corruptos, o políticos con cultura demasiado ambiciosos capaces, por lo mismo, de latrocinios cáusticos. O intelectuales con cultura (porque por supuesto hay intelectuales sin cultura) incapaces de esquivar la mezquindad. La cultura no tiene la culpa de quien la posee.
Pero ya va siendo hora de diferenciarla de todas esas cosas que la encubren, o la enlutan, o la ocultan, o la disimulan, o la disuaden, o la disfrazan, como en el reino de los espectáculos, cuyo único fin es la acumulación monetaria. Sin embargo, hay quienes tratan de fusionarlos, a la cultura y los espectáculos, para consolidar, o constituir, fines específicamente lucrativos, un afán redimido por la cultura, diferencia esencial que los estratifica, ángulo básico, enorme, que debiera aquilatarse, o valorarse, o sopesarse.
Ciertamente, en los medios dan como un hecho que ambas cosas, la cultura y la transitoriedad de los espectáculos, vienen a ser uno y el mismo asunto, pero evidentemente están errados, mas su poder económico les otorga la libertad de afirmar y confirmar tal sentencia. Porque la cultura de los adinerados directivos de los medios apenas puede vislumbrarse, ya que su educación televisiva ―es decir, inducida― resalta como una pantalla digital. Y creen mirar la cultura hasta donde llega su visión.
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Efectivamente, de acuerdo a su educación, cada quien vive su concepto de cultura como mejor se integre a ella o, si sus intereses están en juego, como mejor le venga en gana.
Por eso mismo no es de extrañar que una persona proveniente de una empresa mercantil musical como Televisa aprecie, y crea a pie juntillas, los espectáculos como una forma de cultura, porque de esta forma ha desarrollado su carrera, sin poder distinguir con claridad una cosa de la otra. Pero cuando esta persona, por sus legítimas aspiraciones personales, preside una Comisión de Cultura en la Cámara de Diputados el problema es, sí, social, porque demanda cuestiones que no son de su conocimiento como si lo fueran, tergiversando, y agravando (y agraviando), una situación global: la cultura y los espectáculos no son, no pueden ser, la misma cosa.
Es como decir que la nobleza y el esnobismo son la misma cosa, como decir que un libro de literatura y un volumen de autoayuda son uña y carne. Es como aplaudir a Lucero pensando en Regina Orozco, es como proclamar a Mijares el sustituto de Óscar Chávez, como solicitarle a Martha Debayle que conduzca el programa de Cristina Pacheco, es como pedirle al grupo Garibaldi que interpretara una pieza de Peter Gabriel.
Tan distantes unos de otros.
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La cultura y los espectáculos, como la literatura y los discursos políticos, como la comicidad y el humorismo, pueden entremezclarse, pero nunca confundirse: su núcleo no puede ser alterado.
Porque sus fines no son iguales. Una tarde, mientras degustaba un frapé, en la mesa contigua un afamado cantante grupero conversaba con su productor. Mi (aún) fino oído no pudo bajar su telón ante tal contienda de codicias: jamás hablaron de la música que creaban, sino de cálculos monetarios por la nueva pieza que estaban a punto de dar a conocer. El grupero decía tener aproximadamente un cuarto de millón de seguidores en sus redes sociales, seguros consumidores de su mercancía. El productor le preguntaba si quería para el video a una mujer bonita o a una mujer escultural. Y hablaron de Televisa, se burlaron de ejecutivos, de personajes, hicieron chistes sobre ellos. Y el dinero me mareó. Cuando salí de la cafetería, aspiré de nuevo el aire de la libertad.
¿De verdad hay quienes creen que cultura y espectáculos son la misma cosa?
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Los grandes periódicos lo creen, por ejemplo, evidenciando su férrea creencia al fusionar en sus páginas cultura y espectáculos, como si Shakira y Cecilia Bartoli anduvieran en el mismo canal. Se justifican aduciendo que el espectáculo es una forma cultural, como si lo “cultural” fuese una envoltura para simular su intrínseca intención comercial, término éste (“comercial”) ajustado, sí, a los fines de diversas producciones artísticas.
¿Pero no acaso el teatro, la danza o la música necesitan de públicos para poder ser retroalimentados? Evidentemente, mas la demanda económica no es la meta básica sino la consecuencia de su arte, que es otra cosa. Un disco de, digamos, Óscar Chávez no era planeado para ser vendido en millones de ejemplares, como sí lo es en un disco de, digamos, Enrique Guzmán o de María José. Incluso las compañías discográficas exigían en sus condiciones laborales un número determinado de discos vendidos para poder ser considerados parte de su catálogo. Si no alcanzaba la cifra en las ventas, sencillamente el artista o el grupo era eliminado del privilegio empresarial, una razón para que, por ejemplo, una banda toral como La Maldita Vecindad y Los Hijos del Quinto Patio abandonaran los estudios de grabación. O el mismísimo Van Morrison. Las reglas del mercado se basan en números, no en contingencias amistosas.
Por eso, y aquí no habría ninguna duda, la fiesta del Oscar pertenece al ámbito de los espectáculos y la entrega del Nobel a la zona cultural. Las intenciones originarias son vitales para esta definición.
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Cuando alguien dice “la cultura sanitaria” no quiere decir que la sanidad sea una forma cultural, sino sencillamente que la cuestión sanitaria tiene sus propias arraigos y métodos a los que la gente debiera atenerse… pero la costumbre de anteponer la acepción “cultura” a toda aquella expresión autónoma para otorgarle cierta relevancia es demasiado tentadora.
Pues es ciertamente más audible hablar de “la cultura de los espectáculos” que decir, a solas, “el ámbito de los espectáculos”, término que no se agranda como el anterior, aunque sea la forma idónea de nombrarla.
No es lo mismo, nunca va a ser lo mismo, decir “la cultura de las telenovelas” que, simplemente, “el espacio de las telenovelas” porque la primera denominación la realza ―la protege― de los posibles deturpadores (“no sabía que la telenovela fuera una parte de la cultura”). La consiente. La aprueba, de antemano, acaso sin merecerlo.
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Y no es que unas formas tengan más importancia que otras, porque evidentemente no todas las personas poseen los mismos intereses ni las mismas gradaciones para sí. Hay mujeres y hombres para los que la prioridad en la vida es solamente el dinero, así como para otras personas lo básico sea cultivarse. Ya todo lo demás vendrá de acuerdo a su proceder cotidiano. Por eso he advertido, previamente, que no toda persona culta es necesariamente una buena persona. Conozco a artistas mercenarios de buen corazón, tal como he hallado en mi camino a ingratos hombres y mujeres de cultura amplia. Lo único que subrayo es que nada tiene que ver la acepción “cultura” en cuanto meollo existente habita en este planeta.
Porque no todo puede solucionarse anteponiendo un término para simplificar la compleja trama de cada una de las distintas formas de construcción que hay en esta vida para habitar los variados y diferentes espacios terrenales.
“La cultura de la exploración espacial” o “la cultura de la pasión corporal” son expresiones inverídicas, aunque costumbristas.
Si dejamos en el olvido esta híbrida entronización de la cultura iremos entendiendo, creo, de mejor manera las distintas rutas habidas para andar en este complejo mundo.
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Esta entronización del término consigue sus fines de inmediato. Ahora he escuchado, por ejemplo, a personas decir que están viviendo “la cultura del confinamiento” mientras se cultivan, digo, mirando sus pantallas digitales.
Porque nuestro mundo nunca se había culturizado tanto como en los tiempos actuales, que vive “la cultura familiar” en estos gravosos tiempos de “la cultura pandémica” mientras volvemos a “la cultura de la nueva normalidad”.
¡Vaya tiempos tan culturales los vividos hoy en día, justo cuando la cultura es difuminada por empresarios y funcionarios!
¡Simpática paradoja!
VPR/AFG