La cultura que se opuso al legado de la dictadura chilena

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La victoria del Apruebo el pasado domingo en Chile es, en parte, una victoria también para los artistas chilenos que desde hace décadas han creado obras políticas que denuncian el terrible legado que dejó Pinochet. Muchos de ellos apoyaron consistentemente al movimiento social que explotó hace un año, como el cineasta Hernán Caffiero —director de la galardonada serie Una historia necesaria, sobre casos de desaparecidos durante la dictadura—, que dirigió la publicidad en televisión de los movimientos a favor del Apruebo. “Mucha gente nos prestó cámaras gratis”, contó hace unas semanas Caffiero a EL PAÍS sobre su trabajo para producir conmovedoras propagandas sin un gran presupuesto. “En cambio hubo técnicos a los que les ofrecieron trabajar para el Rechazo, les ofrecían tres veces más de lo que nosotros podemos, pero ellos prefirieron trabajar con nosotros.”

El movimiento social chileno reconstruyó la escena cultural popular dibujando (o mejor, descabezando) estatuas en todo el país, una forma radical y contundente de cuestionar el pasado, como lo venían haciendo artistas plásticos chilenos como Luis Montes Rojas o Andrés Durán en los museos. El estallido enriqueció enormemente la tradición de la música protesta que alguna vez cantaron Víctor Jara o Violeta Parra y que, en los últimos años, han continuado raperos como Chill-E (“Vengo del Chile, del Chile feo / donde niños nacen solo para ser reos”) y Portavoz (“Vivimos en una sociedad segregada/ y no es casualidad, siempre lo quiso así la clase acomodada”). En octubre pasado los manifestantes retomaron El baile de los que sobran de Los Prisioneros (“Nadie nos va a echar de más / Nadie nos quiso ayudar de verdad”), y la rapera Ana Tijoux trajo en el 2019 Cacerolazo como himno para la protesta (“Renuncia Piñera / Por la alameda es nuestra La Moneda”). El grupo de cuatro mujeres Las Tesis denunció la violencia machista del estado en su performance El Violador eres tú; el grupo de cantantes Yorka le dedicó unos versos a Jara y a Parra con La canción es protesta (“La memoria nos hace valientes”); y la famosa cantante Mon Laferte fue a los Grammy de hace un año con su pecho pintado con esta frase: “En Chile torturan, violan y matan”.

En el cine también se vivía el afán por acabar con el legado de Pinochet. Justo este mes se estrenaba en Chile una película titulada Matar a Pinochet, de Juan Ignacio Sabatini, sobre el grupo de jóvenes revolucionarios del Frente Patriótico Manuel Rodríguez que intentó asesinar al General en 1986 (basada en el libro Los Fusileros, de Juan Cristóbal Peña). Además, a pesar de que las salas de cine estuvieron cerradas, una de las películas más vistas en las casas fue la nueva Tengo miedo Torero, de Rodrigo Sepúlveda Urzúa —sobre el amor de una mujer travesti en la dictadura— y basada en la novela de Pedro Lemebel con el mismo título.

Entre otras películas conocidas sobre el legado de Pinochet están los múltiples documentales producidos por Patricio Guzmán —un ejemplo conmovedor es Nostalgia de la luz (2010), que tiende puentes entre la hermosa geografía del desierto del Atacama y el horror que vivieron los familiares de desaparecidos allí—. Guzmán, que dejó su país después del golpe de Estado en 1973, regresó en los últimos meses para filmar los días anteriores al plebiscito. Otro filme que conmovió al mundo en el 2012 fue la película de Pablo Larraín No, en la que Gael García Bernal interpreta al creativo publicista que trabajó en la campaña para obligar a Pinochet a terminar su mandato en 1988. Su famoso jingle —”Chile, la alegría ya viene”— ayudó a los millones de votantes que votaron contra el dictador.

La alegría no llegó del todo: Pinochet se retiró del poder ejecutivo pero el modelo económico y legal que impuso se mantuvo casi intacto. Aunque muchas más películas posteriores al régimen de Pinochet contaron los horrores de la dictadura —Machuca, de Andrés Wood; La ciudad de los fotógrafos, de Sebastián Moreno—, dos excelentes documentales de los últimos años se destacan por cuestionar el legado del dictador en los medios de comunicación y en el sistema económico: El diario de Agustín, de Ignacio Agüero, cuestionó en 2008 el rol del influyente diario El Mercurio antes y durante la dictadura; y Chicago Boys, de Carola Fuentes y Rafael Valdeavellano, entrevistó al pequeño grupo de economistas que convirtieron a Chile el laboratorio del modelo neoliberal más extremo del mundo, después de tomar clases con Milton Friedman en la Universidad de Chicago. “No hay medidas correctivas que sean indoloras”, dice uno de ellos, justificando el profundo descontento social contra el modelo que importaron.

En el mundo de la ficción hay algunos relatos imposibles de evitar cuando se trata de mirar hacia atrás. Uno de los más famosos llegó en 1996, Estrella distante, de Roberto Bolaño, sobre un aviador pinochetista infiltrado en un taller de poesía, y uno de los asesinos del régimen militar. En 2011 también ganó reconocimiento la novela de Alejandro Zambra Formas de volver a casa, una invitación a mirar la dictadura desde los ojos de un niño, como también lo hace de forma similar el libro de la escritora feminista Nona Fernández Space Invaders, sobre el esfuerzo de un grupo por recordar a los compañeros de la escuela durante la dictadura. Su libro Mapocho, en honor al río que atraviesa la ciudad de Santiago, es un esfuerzo aún más profundo para recordar a los muertos tirados al río antes y durante la dictadura. Aunque fue publicado en 2002, la relación del río como testigo de la violencia estatal sigue vigente. Hace solo unas pocas semanas, un policía fue acusado por empujar al río Mapocho a un adolescente de 16 años en medio de una protesta (el chico fue llevado al hospital y sobrevivió).

En el mundo de los poetas ninguno ha brillado más últimamente que Raúl Zurita, quien fue detenido durante la dictadura y ha expresado abiertamente su apoyo al movimiento social. “Apoyo profundamente el proceso”, dijo recientemente en una entrevista. “Estamos regidos por una Constitución heredada de la dictadura de Pinochet y eso es inconcebible. Es como si Alemania todavía estuviera regida por la Constitución que hizo Hitler”. Zurita, que ganó el premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana hace un mes —el tercer chileno en ganarlo—, es protagonista de un documental reciente sobre su obra (“a través de la herida sale el arte,” dice él en Zurita, verás no ver, de Alejandra Carmona), y en 2011 publicó su obra monumental Zurita. Pero su Canto a su amor desaparecido, una de sus obras célebres publicada durante la dictadura, es aún una llaga en la que suenan las voces de los familiares de desaparecidos (“Te busqué entre los destrozados, hablé contigo. Tus restos me miraron y yo te abracé”).

El océano de la poesía chilena es enorme, pero últimamente le ha dado mayores reflectores a poetas como Elicura Chihuailaf, el primer poeta mapuche en ganar el Premio Nacional de Literatura en Chile, este año. Uno de los deseos del movimiento social chileno es que el pueblo indígena tenga mayor representación y mayores derechos en la nueva constitución, y Chihuailaf es uno de esos escritores y activistas que lleva varias décadas dándole el mismo respeto al mapudungun que al español, y más relevancia a la visión indígena del cono sur que ha sido —hasta ahora— ignorada por el poder de facto en Chile. “En el país de la memoria / somos los hijos de los hijos de los hijos / La herida que duele, la herida que se abre / la herida que sangra hacia la Tierra”, dicen sus versos de 1988, el año en que Chile empezó el largo camino para acabar con el legado de Pinochet.


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