La dama que enamoró a las Nereidas: Marguerite Yourcenar

Porque
nunca se repite nada en la historia de los seres humanos, cada hombre es un
astro aparte, todo ocurre siempre y nunca, todo se repite hasta el infinito y
de forma irrepetible. (Por eso, los autores de la Enciclopedia de los muertos,
este grandioso monumento a la desemejanza, insisten sobre lo particular; cada
ser humano es para ellos sagrado).

La Enciclopedia de los
muertos

 Danilo Kiš

 

Por Luis Valdés Robles

México, 8 de junio (La Neta Neta).— Soy, como muchos, producto de un cliché.
Conocí a esta sutil y delicada dama por Julio. Cuando supe de su obra, de
inmediato busqué su novela más famosa, no por curiosidad intelectual, sino por
idolatría a Cortázar. 
      Así como con Daudet y sus cuentos —de quien Julio decía que ya
nadie leía—,  entré a ella por Memorias de Adriano (1951). Apenas una pincelada de la
riqueza humana de toda su obra, que abarca por lo menos tres continentes,
varios idiomas y más de un dios. 
      Viajera por el globo de tierra y agua, y de los mundos de tinta y
polvo, Yourcenar desde su más temprana juventud se decantó por las letras. Si bien su educación alcanzó el bachillerato clásico, su padre le ofreció una
sólida educación basada en la cultura griega, la cual sólo avivó un fuego de
conocimiento que se extendió por las culturas más antiguas del mundo, y con las
que compartió tiempo de vida, como los espirituales negros, a los que tradujo
en su primera etapa en Estados Unidos. 
      Su apellido —legal desde que se nacionalizó estadounidense— es un
anagrama surgido de un juego intelectual con su padre: Crayencour/Yourcenar,
por amor a la “Y”, desde la cual se liga con una letra cuya historia se remonta a
la Grecia de Homero, y las naciones que se relacionaron con unos de los
primeros navegantes del Mediterráneo. 
      Una de las características de su obra es el rigor estilístico y
documentación, a Adriano le dedica casi 30 años de su vida (la versión final se
publicó a sus 48 años; las previas fueron destruidas por ella), sus libros
rezuman una intelectualidad y cultura abrumadora, pero con la delicadeza de una
pluma mecida por el viento. 
      Las frases de Yourcenar son largas, detallistas, íntimamente
descriptivas, cual susurros de amantes, cargadas de detalles que obligan a
continuar la lectura hasta el siguiente punto final o punto y aparte. Esa
obligación no es impositiva, es una curiosa invitación a saber un poco
más. 
      Ella luchó por nunca caer en
el lugar común. Sobre “su obra cumbre”, Las memorias…, señala que ella no
esperaba que la leyeran más de 10 personas, “quizá, porque no escribo sobre
cosas que le puedan interesar a la mayoría de las personas”. 
      De ahí, seguramente, lo poco conocido de su novelística. Sus libros más potentes, Adriano, Opus Nigrum (1968), Ana, soror… (1981), Fuegos (1931) u otras más, son inspiradas
por el pasado, por la riqueza que ofrece. De Opus dijo que, durante su
escritura, sintió como si fuera contemporánea de Zenón, ese personaje del
medioevo al que le da sustancia con precisión de arqueólogo. 
      Otro pensamiento. El habla. Marguerite dijo: “el público que busca
confidencias personales en el libro de un escritor es que no sabe leer”; en
Opus da espacio a largos monólogos del protagonista, éste conversa
consigo mismo… es introspección… charla con su interior… reflexión a través de
una escritura plagada de procesos respiratorios que hacen muy difícil dejar de
leer. 
      Una comodidad, tal vez, desde el ánimo de compartir con sus lectores
la belleza histórica y de pensamiento que vivió en sus intensísimos
viajes. La historia es vida, el pasado es donde está el receptáculo de
las emociones que dan sentido a cada vida humana, quizá un poco más allá del
mismo presente, cuya futilidad la reviste de una intensidad que hacen pensar en
la eternidad.

La
modestia intelectual: el compromiso con la dignidad

En su larga vida (84 años), Marguerite siempre se manifestó por
las minorías, por la libertad y el respeto a la dignidad humana. De joven fue
testigo de primera mano de la marcha sobre Roma de las huestes de Mussolini —capital de la nación de la que se enamoró y a la cual regresó en varias ocasiones—,
así como parte del Mayo francés y la lucha que este movimiento representó. Opus
Nigrum
fue uno de los libros “de cajón” de los jóvenes de esa época. 
      Su compromiso con la amistad, la apertura, el respeto a la paz y a
los otros, la protección del medio ambiente y las especies amenazadas se
refuerzan en esa época, compromisos compartidos por su amiga y compañera de
cuatro décadas: Grace Frick, con quien recorre Japón, Canadá, Estados Unidos
(donde viven unos años y donde se nacionaliza, y asume como legal el Yourcenar). 
      Tal fue el cariño profesado por Grace, que las cenizas de ambas y
las de su amigo Jerry Wilson descansan bajo una lápida que a la letra reza: “Complace a
aquel que es capaz de dilatar el corazón del hombre a la medida de toda la
vida”. 
      De tal suerte que no sorprenden en ellas, máximas como “debemos
tratar de dejar detrás nuestro un mundo un poco más limpio, un poco más bello
de lo que era, aún si ese mundo es un patio trasero o una cocina”. 
      Refractaria a la proyección infantil del escritor en las páginas —véanse los tomos de “auto ayuda”—, legó una trilogía bellamente enfocada al
personaje M.C., escrito por M.Y., inspirada por su amadísimo Borges —al que
conoció una semana antes de su muerte— que inventó a “Borges”. 
      El laberinto del mundo. Una gran biografía en donde la historia
departe con la ficción, habla de su padre, de sus personajes, de sí misma, y
ofrece una de las más grandes frases de apertura: “El ser humano al que llamo yo”. 
      Si me obligasen a reducir a Yourcenar en unas pocas palabras, serían las siguientes: 
      Como todo el mundo, sólo tengo a mi servicio tres medios para
evaluar la existencia humana: el estudio de mí mismo, que es el más difícil y
peligroso, pero también el más fecundo de los métodos; la observación de los
hombres, que logran casi siempre ocultarnos sus secretos o hacernos creer que
los tienen; y los libros, con los errores particulares de perspectiva que nacen
entre sus líneas. De Adriano… porque soy un cliché. 

LVR/