Trump siempre está en campaña. Y no judicial, sino electoral. Para las primarias republicanas que empiezan en febrero, en las que sale con una abrumadora ventaja en los sondeos sobre todos los otros candidatos, y para la elección presidencial de noviembre de 2024, en la que se halla muy igualado con Biden. Nadie puede negar sus dotes de luchador, siempre dispuesto a doblar cualquier apuesta y convertir en una oportunidad el episodio más lamentable de sus abundantes peripecias con la justicia. Cada nueva acusación le sirve para enardecer a sus partidarios, recolectar fondos y atacar a sus enemigos con nuevos y cada vez más insultantes y falaces argumentos.
Son serios y bien fundamentados los cargos a los que se enfrenta en el segundo procesamiento, ante la justicia federal, tras ser incriminado por la jurisdicción estatal de Nueva York por sobornos a una actriz porno. Los documentos que Trump trajinó y almacenó en su club de Mar-a-Lago, en los salones de baile y en los lavabos, y luego se negó a entregar cuando lo requirió la justicia, contienen secretos nucleares, planes de defensa de Estados Unidos y de ataque a terceros países, presumiblemente a Irán, que afectan a la seguridad del país y no pueden sino crear una profunda desazón dentro del Gobierno estadounidense y entre sus más estrechos aliados. Si quedaba alguna duda sobre su irresponsabilidad extrema, el auto de procesamiento la despeja. Este personaje vanidoso y frívolo, que colecciona por capricho los documentos secretos oficiales como si fueran de su propiedad y los exhibe ante sus conocidos como valiosos trofeos, ha sido el comandante en jefe de la primera superpotencia y pretende serlo de nuevo en 2024.
Con la estrategia de defensa que ha emprendido, de inspiración revolucionaria, pretende convertirse en juzgador de quienes le juzgan, acusador de la presidencia del país y de la fiscalía e incluso impugnador del sistema democrático que le elevó hasta la máxima magistratura. Si ahora extrae energías electorales de sus percances con la justicia, de su eventual victoria electoral promete obtener la anulación o la autoamnistía de todos sus delitos y el nombramiento de un fiscal especial para juzgar a Joe Biden, al que considera responsable de la persecución de la que se pretende víctima.
Un presidente que se considera por encima de la ley, desprecia el sistema electoral y el traspaso pacífico del poder tras las elecciones sabe que cuenta con las simpatías autocráticas de todos los autócratas. Más aún si se desentiende de la OTAN y de Ucrania, admira a Putin y concibe la confrontación con China como una mera competencia comercial y por los puestos de trabajo.
Si fue objetivamente un agente secreto del Kremlin durante su presidencia, en su eventual regreso a la Casa Blanca sería el saboteador sin máscara del Gobierno federal y de la democracia. Este es su programa electoral, que ya ha alcanzado de lleno al Partido Republicano, la gloriosa formación fundada por Abraham Lincoln, ahora engullida por el trumpismo.
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