Lo dijo Núñez Feijóo el 9 de marzo: “No siempre a los que más se oye es a los que más se escucha”. Como el presidente gallego se expresaba oralmente, hemos de disculpar su construcción sintáctica. En el lenguaje escrito se podía haber reflejado mejor así: “No siempre a los que más se oye son aquellos a los que más se escucha”.
Pero no vamos a tratar aquí sobre eso, sino acerca de la cada vez más maltrecha diferencia entre “oír” y “escuchar”, distinción que Feijóo reflejó bien; un proceso del que ya advirtió en 2018 el académico Pedro Álvarez de Miranda.
“Oír” procede del verbo latino audire, y su significado se refiere a la simple percepción de un sonido; mientras que “escuchar”, del latín auscultare, requiere un acto de voluntad adicional.
El oír suele ser la condición del escuchar, aunque también se pueda aguzar el oído y prestar atención cuando no se oye. Fernando Lázaro Carreter, que criticó con frecuencia esta indistinción, contaba la anécdota de un conferenciante que preguntó al probar el micrófono: “¿Se me escucha bien al fondo?”. Y desde el fondo le contestaron: “Por aquí lo estamos escuchando, pero no lo oímos” (El dardo en la palabra, 1997, página 724).
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Por la misma diferencia, podemos percibir multitud de conversaciones en un restaurante sin escuchar ninguna de ellas, ni siquiera la de quienes nos acompañan. Y decimos de alguien “es como si oyera llover” cuando no atiende a lo que le cuentan. Por eso hablamos también de “oír misa” y no de “escuchar misa”: Esa expresión arraiga en los tiempos no tan lejanos (doy fe) en que la misa se decía en latín, y los fieles se limitaban a oír sin escuchar porque no entendían nada. Bueno, algo pillarían, pues el latín ofrece palabras reconocibles. Digamos mejor que no entendían de la misa la media.
La inmensa mayoría de los hablantes del español (y de otras lenguas que contienen esa misma diferencia de significado) establecería con facilidad la distinción entre “oír” y “escuchar” si fueran preguntados al respecto. Sin embargo, las dificultades técnicas de la comunicación provocan oraciones como “no te escucho bien” o “ahora ya se te escucha”; y con la guerra en Ucrania oímos “se escucharon las sirenas de las alarmas antiaéreas”, “en Irpin ya se escuchan las bombas” o “se escuchó el estallido”.
Tal presencia en los medios y en las calles ha hecho que quienes se mueven en el terreno de los datos —los ecólogos de la lengua— reflejen esa pérdida de precisión y la den por buena a fuerza de usada (incluso por personas cultas). Nada que oponer, aunque el Diccionario aún distinga el uso diferenciado de los dos verbos. Pero quienes se mueven en el terreno del estilo eficaz —es decir, los ecologistas del idioma— van más allá de aceptar el daño comprobado y preferirían revertirlo. Defienden así una mayor riqueza léxica; y con ella mantener la diferencia entre oír y escuchar. Sobre todo, para evitar confusiones: “No escuchó sus ruegos” (¿no atendió a ellos o algo impidió que los oyera?); “mi prima no escuchó la conferencia” (¿no funcionaba bien la megafonía o estuvo distraída y no se enteró de nada de lo que oía?). El público tiene derecho a esperar precisión y rigor en el lenguaje profesional de los periodistas, de los abogados, los traductores, los correctores, los profesores, los políticos…
Feijóo mostró que conoce esa diferencia. Ahora le toca distinguir entre “Gobierno” y “Estado”, de modo que no vuelva a decir: “El Gobierno se está forrando con el incremento de la luz y la gasolina”; y también explicar mejor la violencia machista, para no llamarla “violencia intrafamiliar” ni atribuir el asesinato de dos niños a que el padre “tenía un problema con su pareja”. Hablar y pensar con precisión requiere usar el pincel y dejar la brocha. Y esto vale para todo.
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