La discrepancia, esencia de la democracia

El líder del PP, Pablo Casado, este miércoles en el Congreso de los Diputados en Madrid.
El líder del PP, Pablo Casado, este miércoles en el Congreso de los Diputados en Madrid.Sergio R. Moreno / GTRES

El 15 de septiembre ha sido declarado por Naciones Unidas Día Internacional de la Democracia. Es una oportunidad para examinar la calidad de los sistemas democráticos en este paradójico momento en el que más países y personas viven ―al menos formalmente― bajo este régimen, pero no cesa de aumentar la preocupación ante el riesgo que suponen en todo el mundo las ideologías y las prácticas de matriz totalitaria.

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Este año, Naciones Unidas ha dedicado la jornada a la prevención de conflictos, centrándose en la “necesidad de reforzar las instituciones democráticas para promover la paz y la estabilidad”. Recuerda así que las sociedades resilientes son capaces de dirimir sus disputas a través de la mediación, el diálogo y un grado razonable de legitimidad de sus instituciones. Es un planteamiento que puede sonar lejano, trasladándonos a esos oscuros rincones del planeta a los que miramos con una mezcla de miedo y recelo porque allí la democracia no existe o es un simple sucedáneo. Sin embargo, haríamos mal si en esta parte del mundo que presume de haber conseguido democracias dignas de tal nombre, no nos sintiéramos interpelados.

En este tipo de declaraciones y celebraciones se subraya siempre la necesidad de proteger los derechos humanos, la libertad de expresión, el imperio de la ley o elementos análogos, claves todos ellos para poder hablar de democracia. ¿Es suficiente? Propongo fijar la atención sobre uno de los elementos básicos de la democracia que corre peligro hoy en España: el derecho a la discrepancia, vulnerado sistemáticamente por la bronca continua. Huyendo como de la pólvora del griterío que desborda el debate político, se corre el peligro de sacralizar el consenso y olvidar que la política, y especialmente la política democrática, consiste precisamente en gestionar los disensos, y en ese proceso ser capaces de encontrar acuerdos que probablemente no zanjen de forma definitiva ningún debate, pero ayuden a la convivencia. Para eso, el primer paso es sacar a la luz esas discrepancias y no hacer del consenso el bien supremo sin hacerlo también del disenso.

Cuando una estrategia se basa en el “cuanto peor, mejor”, como se puede observar en esa parte del independentismo catalán empeñado en boicotear cualquier posibilidad de acuerdo, la bronca está servida y la discrepancia, legítima, desaparece entre exabruptos y zascas tuiteros.

Cuando un partido no cumple su función en el sistema y paraliza acuerdos fundamentales como hace el Partido Popular con la renovación del CGPJ, mediante razones cuya inconsistencia las convierte en meras excusas, o acude de forma continua al trazo grueso para descalificar al adversario, la discrepancia, legítima, vuelve a ser ahogada por el griterío.

En democracia, una de las peores consecuencias de la bronca política es que acabe privándonos de la discrepancia.


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