La disfunción territorial


La discusión sobre la arquitectura territorial se politizó a finales del XIX, durante la consolidación del Estado liberal y pivotó sobre una disfunción. Las regiones que eran locomotoras industriales no tenían la capital como ciudad de referencia —algo que en Europa no era excepcional— y desde esas periferias, con poder económico y gracias a una considerable movilización social, se impulsaron nacionalismos en dialéctica con el estatal y con una funcionalidad determinada: el cuestionamiento de la articulación institucional que dicho Estado iba adoptando. Frente al bloque de poder tradicional, entre cortesano y funcionarial, élites regionales elaboraron una cultura propia que quisieron hacer hegemónica en sus territorios y crearon partidos cuya misión en las Cortes era la problematización del statu quo sobre la base de que España era un Estado compuesto.

A lo largo de un siglo esta disfunción provocó turbulencias centrífugas y en los períodos democráticos se les buscó acomodo. En esta dimensión la mejor etapa ha sido la perfilada por la Constitución de 1978, elaborada en un momento de desgaste del nacionalismo dominante y que hasta los Pactos Autonómicos de 1992 tuvo una cierta implementación federalizante. Pero esta descripción clásica del viejo problema ha caducado. Aunque la discusión siga desarrollándose en el bucle de siempre —la tensión Madrid/Barcelona, la pugna entre nacionalismos—, esa bipolaridad ya no es lo que era. Para comprender el presente debe cambiarse la perspectiva porque hace años que las coordenadas se han modificado.

Durante el último cuarto de siglo hemos asistido a un proceso silente que ha modificado la mecánica territorial: Madrid, al poder funcionarial tradicional, ha sumado casi todo el financiero. Nada lo evidencia tan claramente como la parábola que arranca con el asalto de la burbuja de Aznar al BBVA y termina con la simbólica ubicación de la presidencia de Caixabank en Madrid (mientras su sede fiscal y la de sus empresas participadas tampoco están en Cataluña desde el calamitoso 2017). En la cima de la parábola, un instante. El momento descarnado en el que se compactó el movimiento de placas a través de la estrategia mancomunada para frustrar la opa de Gas Natural a Endesa, con Pizarro ondeando la Constitución mientras Aguirre proclamaba que antes alemana que catalana. El bloque de poder tradicional se había reconstituido, actuaba sin complejos y su relato nacionalista se ha desplazado del alma castellana a la modernidad de Madrid con nostalgia de la Feria. El cambio lo propulsó una política de infraestructuras concreta, una fiscalidad que se beneficia del factor capitalidad y el acompañamiento militante de buena parte de las grandes empresas de comunicación. En Madrid se habían creado todas las condiciones para ir limando cualquier contrapoder, mientras Cataluña se iba encerrando con un solo juguete.

Una de las claves de este sorpasso, que obnubila al empresariado barcelonés, ha sido el alineamiento de élites políticas y económicas de la capital en una estrategia de desarrollo sostenida en el tiempo y con capacidad para captar talento y ser fuente inagotable de recursos. Ha sido la estrategia del neoliberalismo aguirrista, sincronizada con la edad dorada de la globalización financiera. Su éxito ha sido indiscutible. Sus consecuencias, problemáticas: la principal disfunción del modelo territorial es esa concentración de poder. Explica el sonambulismo soberanista, el movimiento de la España despoblada o la vía que impulsa Ximo Puig y para la que el president de la Generalitat valenciana busca alianzas con barones regionales. Pero ese no es el problema único. Igual o más acuciante es la condición material para consolidar esa exitosa estrategia de desarrollo: el enquistamiento de la desigualdad en la comunidad. Aquí también Madrid es líder. Los datos sobre la calidad del Estado de bienestar, cuya competencia es autonómica, son devastadores.

Por ello, la desconcentración de poder de Madrid se ha convertido en la palanca política fundamental para avanzar en una redistribución más justa y para poder disponer de un Estado más eficiente. Y por ello sus enemigos son implacables. Tras la obsolescencia de Ciudadanos, ahora han apostado de nuevo para mantener sus privilegios.

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