El presidente Joe Biden no levanta cabeza. En apenas un mes, el veterano demócrata ha debido encajar varios reveses que, sumados, bastarían para hacer descarrilar cualquier agenda: una pandemia desatada de nuevo por la variante delta; el temor a la inflación; la desbandada de Afganistán, y un conflicto diplomático con Francia y la UE, además de la enésima crisis migratoria. A ello se suma el fuego amigo de sus correligionarios demócratas. La división entre progresistas y moderados se ha transformado esta semana en guerra abierta a causa de la tramitación de los dos planes de infraestructura que constituyen el ADN de su presidencia. Con unos índices de popularidad en mínimos, Biden tiene el enemigo en casa.
Desde mediados de agosto, con el colapso de Afganistán, el presidente ha ido encadenando sobresaltos; demasiados, comparativamente, para llevar solo ocho meses en la Casa Blanca. Lo han sido los palos en las ruedas de los republicanos, frenando entre otras iniciativas la reforma policial, o fallos del Tribunal Supremo, como el que sancionó la restrictiva ley antiaborto de Texas y que la Administración demócrata pretende revertir. Pero estos reveses ni por asomo resultan tan dañinos como la división fratricida que fractura el partido demócrata, y que se hizo patente el jueves con un bloqueo que obligó a posponer la votación del plan de infraestructuras físicas de 1,2 billones de dólares, pese a contar con apoyo bipartidista. La votación, reprogramada teóricamente para este viernes, refleja el encono entre los progresistas y los moderados o centristas. Mientras los primeros pretenden avanzar a la par el citado plan y otro complementario, de cobertura social y ambiental y una inversión prevista de 3,5 billones de dólares, los segundos se niegan a vincular su desarrollo y además pretenden rebajar el gasto de este último en dos billones de dólares. El bloqueo es de tal calibre que el propio Biden, que durante la semana ha reducido al mínimo su agenda en pro de su partido, tenía previsto acercarse este viernes al Capitolio para conciliar posturas.
Mientras, el presidente Biden, que fue senador más de tres décadas y está acostumbrado a las añagazas y las peleas políticas, ve desplomarse su índice de popularidad, en mínimos tras la caótica retirada de Afganistán. En septiembre, con una caída de siete puntos de golpe, solo el 43% de la población aprobaba su gestión, frente al 51% de descontentos. En el último sondeo, encargado también por NPR/PBS, araña un par de puntos positivos, hasta el 45%. Nada que ver con el refrendo con que asumió la presidencia.
Con todo, el índice de apoyo no resulta tan revelador ―el de la vicepresidenta Kamala Harris se ha corregido solo las últimas semanas, por ejemplo― como la pelea a muerte entre moderados y progresistas demócratas. Era un secreto a voces, más patente en Estados como Nueva York, banco de pruebas del futuro del partido; pero la declaración de guerra no se ha evidenciado hasta ahora. Más allá del casus belli concreto de los planes de infraestructura, en el campo de batalla se enfrentan las dos almas del partido: la del establishment, representada por veteranos políticos, blancos y sexagenarios en el mejor de los casos, cuando no mayores, y la del recambio, encarnada en una generación de treintañeros racialmente diversos, recién llegados a la política y con ganas de cambiar el mundo (y sin compromisos con los lobbies, como muchos de sus antagonistas). Salvo los casos de Bernie Sanders, el veterano senador de Vermont que oficia como mentor de los progresistas, o la senadora Elizabeth Warren, otra guerrera de la izquierda, entre una facción y otra hay líneas de falla raciales, generacionales y, cómo no, ideológicas.
Rechazo
El desencuentro se había hecho patente con anterioridad, por ejemplo en el obstinado rechazo de la facción progresista a la hipotética confirmación de Jerome Powell para un nuevo mandato al frente de la Reserva Federal, a propuesta, entre otros, de destacados demócratas del otro bando o de Janet Yellen, la secretaria del Tesoro. Pero tal vez el episodio que mejor defina la división entre las dos mitades del partido sea una votación menor, como la dotación de 1.000 millones de dólares de ayuda a Israel para modernizar el sistema antimisiles Cúpula de Hierro. El 22 de septiembre, la presión de los progresistas logró descabalgar dicha provisión en una votación fundamental, la de un proyecto de ley para mantener al Gobierno federal financiado hasta el 3 de diciembre, que este jueves se convirtió en ley, evitando el cierre de la Administración. Una semana después, la ayuda a Israel se aprobó, como ley desgajada del proyecto inicial y no sin polémica: Alexandria Ocasio-Cortez, la cara más conocida de The Squad (el escuadrón) o vanguardia mediática de los progresistas, se abstuvo en la votación, provocando las críticas de muchos de sus correligionarios. El reconocimiento del derecho a la defensa y la seguridad de Israel está en el ADN de los demócratas… o mejor dicho, del viejo establishment demócrata.
En el bando moderado o centrista, dos senadores, Joe Manchin y Kyrsten Sinema, acaparan los focos. El primero calificó el miércoles de “insania fiscal” la multimillonaria dotación prevista por la Casa Blanca para los dos planes de infraestructura, casi cinco billones de dólares en total. El jueves formuló su contraoferta para el programa social y, minutos después, la votación prevista descarriló. El programa social de Biden incluye una ambiciosa batería de acciones contra el cambio climático que no satisfacen a Manchin, vinculado al lobby de la industria petrolera, como se encarga de recordar a cada rato el ala progresista. Dos días antes de la frustrada votación del jueves, Sinema organizó un acto de recaudación de fondos para su campaña con cinco grupos de presión que se oponen al plan de Biden. Idealismo progresista o business as usual, frente a frente.
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