Por Ernesto Núñez Albarrán
Twitter: @chamanesco
Una semana antes del 11 de septiembre de 2001, los presidentes George W. Bush y Vicente Fox se daban un fuerte apretón de manos y, frente a sus comitivas y una veintena de periodistas, se comprometían a negociar un acuerdo migratorio benéfico para ambas naciones.
El encuentro abría la puerta para una reforma migratoria integral -de difícil procesamiento en el Congreso norteamericano-, en beneficio de mexicanos que durante décadas se habían asentado ilegalmente en ese país.
Con la “enchilada completa” -como la bautizó el entonces canciller Jorge G. Castañeda- la administración foxista prometía que México ganaría paulatinamente la regularización de millones de migrantes, cuyas remesas significaban -y siguen significando- la segunda fuente de divisas para el país.
Estados Unidos, a cambio, obtendría un flujo controlado de trabajadores, y sobre todo más seguro, en su frontera sur.
En términos ideales, el acuerdo abría la puerta para que las inversiones norteamericanas generaran empleos en México y para el respaldo de la administración Bush a ideas foxistas como el Plan Puebla Panamá, un ambicioso programa que llevaría inversiones y “prosperidad” a los países de Centroamérica.
En pocas palabras, detener la migración ilegal creando en los países de origen lo que miles de personas van a buscar a EU: empleos, oportunidades y salarios dignos.
“Nuestras dos naciones deben colaborar en un espíritu de respeto y propósitos comunes para aprovechar las oportunidades y afrontar los retos de los asuntos que afectan las vidas de nuestros ciudadanos, entre ellos la migración, el medio ambiente, las drogas, el crimen, la corrupción y la educación”, dijo Bush la mañana de aquel 5 de septiembre en la Casa Blanca.
“Ha llegado la hora de dar a los migrantes y a sus comunidades el lugar que les corresponde en la historia de nuestras relaciones bilaterales. Ambos países les debemos mucho”, respondía con optimismo un Vicente Fox que aún se paseaba por el mundo con la estrella de quien había derrotado a un régimen semi autoritario de más de 70 años.
Pero seis días después todo cambió, y cambió para siempre.
Con las Torres Gemelas del World Trade Center de Manhattan se cayeron, también, los planes de Fox y su canciller, quienes pasaron los siguientes cinco años lamentándose por todo lo que aquel atentado terrorista echó a perder en la relación bilateral.
Ese día marcó un parteaguas; derrumbó los referentes con los que se había leído e interpretado el siglo XX, dio paso a la nueva era del siglo XXI y provocó un cambio en las prioridades de la política y la diplomacia estadounidenses.
Conforme se fueron reforzando las medidas de seguridad aérea y multiplicándose los filtros en aeropuertos y fronteras, las relaciones entre Bush y Fox se fueron enfriando.
Con Osama Bin Laden y Al-Qaeda en escena, México pasó a un segundo o tercer término en la agenda de la Casa Blanca y el Capitolio, salvo por un tema: la seguridad y la necesidad de sellar la frontera.
Bush hizo de la “guerra contra el terrorismo” su plataforma para reelegirse en 2004 y para sobrevivir como presidente hasta 2008.
En 2003, trató de subir a México a la invasión contra Iraq, pero Adolfo Aguilar Zínser -entonces embajador de México ante la ONU- logró convencer a Fox de no respaldar esa locura.
Menos mal, pues en 2004 y 2005 Al-Qaeda le cobró con sangre a los pueblos de España y Gran Bretaña el acompañamiento que dieron José María Aznar y Tony Blair a la estrategia de Bush para destruir a Sadam Hussein y su imaginario arsenal de bombas de destrucción masiva.
México se olvidó del acuerdo migratorio prometido por Fox; fue descartada la “enchilada completa” y la relación quedó tocada para los siguientes 20 años.
A Bush lo sustituyeron en la Casa Blanca el presidente demócrata Barack Obama (2009-2017), el republicano Donald Tump (2017-2021) y el demócrata Joe Biden desde hace ocho meses.
Y ninguno ha colocado la reforma migratoria como parte de una agenda por la que tuviese que invertir capital político ante el Congreso.
Si bien México está siempre ahí, también lo están Iraq, Irán, Afganistán, Al-Qaeda y, en los últimos años, el Estado Islámico.
Del lado mexicano, desfilaron el panista Felipe Calderón (2006-2012), el priista Enrique Peña Nieto (2012-2018), y el morenista Andrés Manuel López Obrador desde hace casi tres años.
Y ninguno ha logrado cerrar un acuerdo conveniente para millones de paisanos que ya viven en Estados Unidos, y miles que, mes tras mes, tratan de cruzar de manera ilegal en busca de trabajo.
A Felipe Calderón todavía le tocó tratar con Bush, pero su obsesión por la “guerra contra el narcotráfico” lo llevó a pactar un acuerdo para la compra de armamento – la llamada Iniciativa Mérida-, que dejó fuera de la ecuación el tema migratorio.
Al panista se le complicó la relación con el presidente Obama, su secretaria de Estado, Hillary Clinton, y su embajador Carlos Pascual, quienes terminaron exhibiendo las contradicciones, las obsesiones y las pifias de la administración calderonista.
Enrique Peña Nieto privilegió el tema económico con Obama, pero terminó atrapado en medio de las campañas norteamericanas de 2016, en las que una disruptiva visita de Trump a Los Pinos terminó por enfriar los contactos de su administración con el presidente Obama, la candidata Hillary Clinton y el Partido Demócrata.
Todo para que, una vez electo, Trump terminara por ningunear a Peña y sus operadores, manteniendo su discurso antimexicano y su amenaza de terminar de construir el muro fronterizo durante sus dos primeros años de gobierno.
Dos décadas después del 11-S, la relación México-Estados Unidos sigue marcada por la agenda antiterrorista, privilegiando el interés de seguridad nacional de Estados Unidos sobre el deseo mexicano de propiciar la “prosperidad mutua”.
A López Obrador parecía caerle mucho mejor Trump que su actual homólogo, el demócrata Joe Biden, a quien reconoció como presidente electo un mes después de las elecciones de noviembre de 2020.
Con Trump, el presidente mexicano acordó la renegociación del Tratado comercial México, Estados Unidos y Canadá, asumiendo a cambio la poco decorosa labor de obstaculizar la migración centroamericana en la frontera entre México y Guatemala.
El despliegue de la Guardia Nacional en la frontera sur y los rudos operativos del Instituto Nacional de Migración dan cuenta del nuevo rol asumido por el gobierno mexicano: ser el dóberman de Estados Unidos para ahuyentar a haitianos, hondureños, guatemaltecos, salvadoreños y nicaragüenses, a cambio de no cancelar el T-MEC.
Ni hablar de un acuerdo migratorio que legalice a los paisanos o que regularice el flujo de mexicanos -y centroamericanos- conforme a un sistema de cuotas y cupos adecuados a la demanda de mano de obra de la economía estadounidense.
Ni hablar de una política de protección de derechos humanos en la frontera norte, mucho menos de un acuerdo de libertad de tránsito de trabajadores.
Veinte años después de aquella oportunidad perdida, al gobierno de López Obrador parece obsesionarle una sola cosa: el crecimiento de las remesas, que el presidente celebra como si se tratase de un logro de su gobierno.
Hoy suenan muy lejanas las palabras del sonriente George W. Bush que, al recibir a Fox en la Casa Blanca, llamaba a mirar hacia adelante, trascender la idea de que el siglo XX había sido el siglo de los estadounidenses, y hacer del XXI el siglo de todos los americanos.
“Estamos forjando una relación que es única en el mundo, una relación de una intimidad y cooperación sin precedentes”, decía Bush en aquel casi olvidado discurso.
Era miércoles 5 de septiembre de 2021; el siguiente martes el mundo se cimbró; todo cambió y aquella buena intención se derrumbó, de una sola vez y quizás para siempre.
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