La escasez de camioneros provoca el cierre de gasolineras en el Reino Unido


Los diarios tabloides del Reino Unido siempre añaden un punto de exageración a cualquier crisis. En esta ocasión, se han inventado el término Invierno del Descontento 2.0, para traer a la memoria de los lectores más veteranos aquel 1978 de racionamiento en las gasolineras e inflación desatada que impulsó la llegada al poder de Margaret Thatcher. La petrolera BP, que tiene más de 1.200 estaciones de servicio por todo el país, ha tenido que cerrar esta semana casi un centenar de ellas ante la falta de abastecimiento de al menos una de las categorías de combustible que ofrece. La medida, previa al fin de semana, ha provocado inmensas colas de conductores temerosos de quedarse con sus depósitos vacíos, sobre todo en la zona de Londres y del sureste de Inglaterra.

La razón del cierre de las gasolineras es la misma que ha llevado a muchos supermercados a tener parte de sus estanterías vacías, a que McDonald’s haya reducido su oferta de bebidas o a que la cadena de restaurantes portugueses Nando’s cerrara algunos de sus locales por falta de pollo: la escasez de conductores de camiones. Es una crisis desatada en varios países y acelerada por la salida de la pandemia, pero que en el Reino Unido se ha convertido en una tormenta perfecta al juntarse con la aplicación práctica del Brexit. Las nuevas leyes británicas restringen enormemente la contratación de inmigrantes —los ciudadanos comunitarios ya no tienen prioridad sobre ningún otro tercer país—, y el Gobierno de Boris Johnson se resiste a flexibilizar la norma para que la industria pueda contratar temporalmente conductores rumanos, polacos, españoles o portugueses. Los cálculos actuales estiman en unos 90.000 los camioneros que se necesitarían para recuperar la normalidad en el abastecimiento. Rod McKenzie, uno de los directivos de la Asociación de Transporte por Carretera del Reino Unido, ha asegurado: “No podemos responder a la demanda actual como hacíamos habitualmente. No tenemos suficientes conductores. Es un problema global, pero el Gobierno necesita hacer algo con urgencia”.

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En el seno del Gobierno de Johnson ha surgido una división entre los que defienden una relajación temporal de las restricciones del Brexit, para contratar más camioneros, y los que insisten —con el apoyo, hasta ahora, del primer ministro— en cargar la responsabilidad sobre las industrias transportistas y exigirles que aceleren las contrataciones y paguen mejores salarios. El Ejecutivo, por su parte, asegura que está agilizando las pruebas y exámenes para otorgar nuevas licencias de conducción. Paul Scully, el secretario de Estado para la Pequeña y Mediana Empresa, ha dicho: “Mantenemos una comunicación fluida con la industria para ver cómo podemos incrementar el número de exámenes y el suministro de nuevos conductores. Pero también queremos ver lo que el sector del transporte puede hacer por su parte para solucionar esta crisis”.

Boris Johnson ha regresado de su viaje relámpago a Estados Unidos, donde se reunió con el presidente, Joe Biden, y pudo dirigirse a la Asamblea General de la ONU, para enfrentarse a una realidad doméstica mucho más prosaica y preocupante. La escasez de mano de obra, agravada por las nuevas restricciones del Brexit, y el aumento desorbitado de los precios del gas han provocado la tormenta perfecta en el país. Durante varios días, las dos principales plantas de fertilizantes del Reino Unido, propiedad de una empresa estadounidense, han parado su actividad porque no podían hacer frente a la subida del precio del gas. La consecuencia derivada de la decisión fue el desabastecimiento nacional de dióxido de carbono. Cerca del 60% del que se consume en el Reino Unido procedía de esas dos instalaciones. Y los británicos han tenido que aprender aceleradamente que esa producción resulta fundamental para mantener la cadena del frío en el transporte de alimentos, para adormecer a los cientos de miles de animales sacrificados diariamente en los mataderos, o para mantener frescos por más tiempo los productos envasados en plástico de los supermercados. Consecuencia: una nueva causa para agravar el desabastecimiento en la cadena de suministro.

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Junto a los problemas en supermercados y gasolineras, el Gobierno de Johnson también sufre la crisis energética que afecta a otros países, pero con sus peculiaridades propias. La liberalización del mercado minorista de la energía que se desplegó a principios de la década de los noventa, combinada con el energy price cap (límite del precio de la energía) impuesto en 2019 por la entonces primera ministra, Theresa May, ha convertido en difícilmente gestionable la crisis actual. Al menos una decena de pequeñas comercializadoras han echado ya el cierre, incapaces de asumir los nuevos precios mayoristas del gas, y han dejado en la estacada a millones de consumidores. Las grandes energéticas se ven forzadas a recibir a todos ellos a los precios que contrataron. Y en este forcejeo entre Gobierno y empresas, los analistas ya apuntan a una subida descomunal del precio de gas y electricidad que los consumidores acabarán pagando en los próximos meses.

El tabloide The Sun decidió llevar en 1979 a su portada el título de un álbum del grupo Supertramp: Crisis? What crisis? (¿Crisis? ¿Qué crisis?), con el rostro en primera página del entonces primer ministro laborista, James Callaghan. Nunca llegó a pronunciar esas palabras, pero para la historia quedó el recuerdo de un político incapaz de reconocer el Invierno del Descontento surgido bajo su mandato. Johnson aseguraba esta semana a la BBC, en Nueva York, que el alza en los precios de la energía era un “problema a corto plazo” provocado “por el despertar a la vida de la economía global” después de una larga pandemia. El Banco de Inglaterra, sin embargo, ha anticipado esta semana una inflación al cierre del año que podría llegar al 4%.

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