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La escuelita de Nyamirambo: aprender a leer pasados los cuarenta

Que Mukakarisa Vanuncie saque tiempo para ir a la escuela, a sus 46 años, parece un milagro. Con cuatro hijos y un nieto que cuidar y una sobrina que también se encuentra a su cargo –“mi hermano murió y ella no tiene a nadie”, dice–, se las apaña para asistir cada día a un aula pequeña y coqueta en los aledaños de Nyamirambo, el barrio musulmán de Kigali, la capital de Ruanda, donde vive. Vanuncie está aprendiendo a leer y a escribir aquí. “Yo nací en un pueblo, al sur del país, y me crie con mi madrastra. Cuando era pequeña solo podía cuidar del ganado; era la única forma de subsistir. Yo nunca tuve la oportunidad de ir al colegio”, confiesa.

Casi tres de cada diez adultos no saben leer y escribir en Ruanda. Además, pese a que el país ha experimentado una gran mejoría económica en los últimos años, el 40% de su población vive todavía bajo el umbral de la pobreza. Leer y escribir resulta algo básico para escapar de esta situación, pero no únicamente para eso; la alfabetización más básica sirve también para afrontar los trámites rutinarios de la vida. Vanuncie lo explica así: “Ni siquiera podía deletrear mi nombre en kiñaruanda, el idioma local. Hay que apuntarse en un registro cuando se convocan reuniones en el colegio de los niños y yo siempre tenía que pedir a alguien que lo hiciera por mí. ¡Ahora puedo yo, sin ayuda de nadie! Y hoy en día leo también los carteles de las calles. A mí me parece muy útil”.

Una de las alumnas de Nyamirambo sale a la pizarra.Nyamirambo Women’s Center

Afirma Vanuncie también que sus hijos celebran su aprendizaje y la felicitan a menudo. Ahora, cuando los muchachos regresan de la escuela, pueden ayudarle con sus tareas. Su marido también se muestra entusiasmado. “Yo regentaba un pequeño puesto, pero cuando llegó la pandemia tuve que cerrarlo. Ahora dependemos de lo que él gana. Siempre dice que, si adquiero más conocimientos, podríamos incluso comenzar otro negocio”, sueña. Quizás lo pueda conseguir, aunque desde que comenzó a ir al colegio no ha encontrado pocos obstáculos. Primero, el coronavirus, que no solo acabó con su tiendecilla, sino que también cerró las aulas en Ruanda durante unos meses. Y, después, ese primer nieto cuyo cuidado la apartó de las clases algunas semanas. “Claro que seguiré viniendo. Hasta cuando pueda”, finaliza.

Más de cinco mil mujeres

“Desde que empezamos con el centro, allá por el 2008, han pasado por ellas unas 5.000 mujeres. Al principio venían solo ellas, pero desde hace unos años también vienen algunos hombres; en total son 126″, afirma Mary Nyangoma, vicepresidenta de Nyamirambo Women’s Center, la ONG local que organiza esta particular escuela de adultos. “Muchas de las más mayores que viven hoy en este barrio nacieron en el seno de familias que no permitieron a sus hijas ir al colegio, así que no pudieron alfabetizarse. Ya no es así; en Ruanda es obligatorio escolarizar a todos los niños, sin importar sexo o religión. Así que en los próximos años no veremos este problema que ahora sí tenemos”, explica.

Tres de cada diez adultos no saben leer ni escribir en Ruanda, donde casi el 40% de la población vive en la pobreza

El caso de Ruanda resulta, además, excepcional; en pocos Estados del mundo ha tenido la mujer un papel tan importante como en la historia reciente de este pequeño país situado en el corazón de África. La mayoría de las víctimas mortales del genocidio tutsi de 1994, en el que murieron alrededor de un millón de personas, fueron hombres, por lo que ellas cargaron con una gran responsabilidad en la reconstrucción de Ruanda como nación. Las sucesivas normativas legales aprobadas desde entonces así lo reconocieron. La ley de herencias de 1999, que aseguraba la igualdad entre hijos e hijas tras la muerte del progenitor, o la Constitución de 2003 (la primera tras la barbarie), que estableció la obligatoriedad de asignar a al menos el 30% de mujeres en todos los cargos de decisión, son dos de los ejemplos más claros de ello.

Estos factores han dado como resultado uno de los países que, sobre el papel, luce una de las menores brechas de género de todo el mundo; según el Foro Económico Mundial, Ruanda ocupaba la cuarta posición en este ránking en el 2017, solamente superado por Islandia, Noruega y Finlandia. Pero, en la práctica, las ruandesas encaran problemas diarios que son propios y casi exclusivos del género femenino en la inmensa mayoría del planeta: compaginar trabajo y tareas del hogar, cuidado de los hijos y nietos… “Fundamos la ONG 18 mujeres en 2007 con el objetivo de empoderarnos, luchar contra la violencia de género y la discriminación. Algunas éramos madres solteras, por lo que buscábamos apoyarnos entre nosotras y también a nuestros pequeños. Pero tres de las 18 nunca habían ido al colegio. Así que comenzamos por enseñarles a leer y a escribir”, recuerda Nyangoma.

El profesor Narcisse imparte una lección a las alumnas de la escuela de Nyamirambo, en Kigali, Ruanda.Nyamirambo Women’s Center

La semilla que sembraron aquellas 18 pioneras germinó en la ONG mencionada y en una cooperativa de la que hoy forman parte 55 inscritas. En todo este tiempo las han apoyado el Ministerio de Asuntos Exteriores de Eslovenia, de quien consiguieron sus primeros fondos, así como organismos de Puerto Rico y también autoridades locales. Emplearon las donaciones en comenzar proyectos para ser sostenibles e independientes; excursiones turísticas por diferentes atractivos del barrio y de la ciudad, talleres de cocina ruandesa, una tienda donde venden las creaciones que realizan con sus máquinas de coser… Y la escuela para adultos, más altruista que los demás, pero con una importancia social inmensa.

Muchas cosas en la cabeza

“Yo nunca he enseñado a niños, pero sí a adolescentes en el colegio de Secundaria, y veo una gran diferencia. Las alumnas que vienen a esta escuela están aquí físicamente, pero hay veces que la mente la tienen en otro sitio. Deben pensar en muchas cosas: los niños, la escuela, la casa, los recibos de fin de mes…”, explica Karamuka Narcisse, un hombre de 44 años y profesor en la escuela de adultos de Nyamirambo. Y prosigue: “Algunas veces las mamás se traen a sus hijos porque no les queda otra. Son niños pequeños que protestan, se ponen a llorar… Resulta realmente complicado, aunque yo intento ayudarlas en lo que puedo”. Y, preguntado por lo que más valoran sus alumnas, Narcisse no duda: “Lo que les gusta es aprender a escribir y a leer; les puede cambiar la vida”.

Ndabazi Valense es de esos pocos hombres que se han animado a acudir a la escuela. Este joven de 30 años, casado y con dos hijos, encontró hace seis meses un trabajo con el que se gana bien la vida: es guarda de seguridad. Dice que la tragedia se llevó a sus padres cuando él todavía era un niño y que ello le impidió acudir a la escuela. Y que se enteró hace bien poco de la existencia de estas clases a las que acude desde hace un mes. “Es muy importante saber leer; por mi oficio me pueden mandar a algún sitio y necesito entender los papeles que me dan”, afirma. Valense está encantado con la ayuda y la comprensión que ha encontrado en Nyamirambo y en su profesor, y cuenta que su mujer, que sí tiene estudios de Secundaria, le anima en lo que hace. “Todo esto me pone muy contento”, confirma.

La covid-19, que ha dejado en el país algo más de 127.000 casos positivos y unas 1.400 muertes, paró las clases de Vanuncie, Valense y los demás, y sus efectos no han permitido la reapertura de todas ellas. De los tres grupos con los que suelen trabajar la ONG de Nyamirambo, de momento uno se ha puesto ya en marcha. “Por culpa de la pandemia, ahora tenemos en funcionamiento un aula a la que acuden diariamente 17 personas, pero iremos retomando las demás conforme nos deje el virus”, calcula la vicepresidenta Mary Nyangoma. Después se despide de los alumnos y deja que el profesor Narcisse prosiga esas las lecciones que pueden cambiar la vida de tanta gente.

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