La espiral del malestar


Las ventas de los libros de autoayuda se han duplicado en la última década y la tendencia creciente parece sólida y continuada. Mientras aumenta la popularidad de recetas psicológicas para lograr un mayor bienestar, se incrementa también peligrosamente el uso de medicación tranquilizante, siendo España el país de mayor consumo de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes del mundo. Hay quien llama a esta toma masiva de medicación “la epidemia silenciosa”, ya que avanza sin grandes aspavientos, pero de forma imparable y contundente. En Estados Unidos, dos millones de norteamericanos se han vuelto adictos a los opioides, lo que se considera una crisis sanitaria de primera magnitud. La pregunta que subyace a estos datos aparentemente tan alejados entre sí como los relacionados con la autoayuda y la medicación es: ¿qué dolor nos acompaña que necesitamos calmar con todos los medios a nuestro alcance? ¿Qué nos hace sufrir tanto como comunidad? Y a continuación: ¿qué tipo de sociedad hemos creado que requiere de sus habitantes una espiral sin límite de mitigación del malestar?

La Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes advirtió en 2020 de que el consumo de ansiolíticos aumentó en nuestro país un 4,5% y superó las 91 dosis diarias por cada 1.000 habitantes. Aunque, sin duda, la pandemia ha acelerado esta situación, los datos se refieren a la época previa a la irrupción del coronavirus en nuestras vidas puesto que la tendencia creciente era anterior, cifrándose el incremento de consumo en un 10% en la última década. Cada vez tomamos más benzodiacepinas, los llamados medicamentos psicotrópicos, para tratar de paliar situaciones de malestar emocional, insomnio, ansiedad o estrés.

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Lo más grave es que no solo se medica la población adulta. Hace poco, conocimos los datos de la encuesta sobre el uso de drogas en enseñanzas secundarias en España que realiza el Ministerio de Sanidad, según la cual los tranquilizantes figuran ya como cuarta droga de mayor consumo entre adolescentes. La encuesta señalaba que uno de cada cinco estudiantes de entre 14 y 18 años asegura haber tomado este tipo de sustancias psicoactivas alguna vez en su vida, y la mitad de ellos admitió que las consumió sin prescripción médica. Un aspecto importante detectado fue un mayor uso entre las chicas, mostrando que el 24% de ellas había ingerido ansiolíticos o somníferos alguna vez, frente a un 15% de los chicos. Y la edad, con la madurez que supuestamente lleva aparejada, no parece ser una solución, ya que los datos muestran que el consumo crece a medida que se cumplen años.

Al igual que ocurre con las adolescentes, también son mujeres quienes más consumen en la edad adulta este tipo de medicación. En un estudio realizado con pacientes de Baleares, Cataluña y Comunidad Valenciana se detectó que el 75% de quienes usaban medicación ante el malestar emocional eran mujeres.

Analizar el perfil de quienes toman estas sustancias ya nos aproxima a algunas primeras causas: en primer lugar, son sobre todo mujeres, sean jóvenes o mayores; un 42% entre las personas en paro (también mujeres en su mayoría), y un 24% entre quienes se dedican exclusivamente a las tareas del hogar (mujeres mayoritariamente), según la Encuesta Nacional de Salud. Parece claro, en consecuencia, que el malestar está muy presente en nuestro país y que tiene nombre de mujer.

Es difícil no sentir ansiedad cuando la pobreza es femenina, cuando se cobra menos, cuando se engrosa las listas del paro de larga duración, cuando apenas hay medidas para la conciliación de la vida personal y laboral o cuando hay tantas barreras para progresar en la carrera profesional. Yo misma participé como investigadora en un estudio realizado a empresas radicadas en Cataluña y en todas ellas las mujeres expresaban sistemáticamente un nivel de satisfacción inferior al masculino, independientemente del puesto que ocuparan en la compañía. Tanto si analizábamos a una recepcionista como si se trataba de una directiva, su nivel de satisfacción fue siempre inferior al de su homólogo masculino.

Es difícil no sentir ansiedad cuando el estereotipo que se espera de una mujer es tan rígido e inalcanzable, en todos los ámbitos y edades, pero especialmente entre las jóvenes. Las redes sociales que muestran imágenes de cuerpos imposibles y deseables pueden estar en el origen del incremento de este tipo de medicación entre nuestras adolescentes. El imperativo social de belleza y juventud socava la autoestima de las mujeres y las condena a una insatisfacción permanente consigo mismas.

Sabemos que las mujeres son más felices en países donde la igualdad es un valor más allá de las palabras, un valor que se practica. Lugares donde hay guarderías suficientes, residencias para ancianos, permisos de paternidad igualitarios, mujeres en puestos de decisión y bajo nivel de desempleo. Sabemos también que las relaciones de pareja mejoran con hombres que comparten las tareas consideradas femeninas como las domésticas o el cuidado de personas en la familia y tratan a sus mujeres como iguales. Incluso el sexo es mejor cuando existen medidas para la igualdad y la independencia económica, como señala con gran acierto la ensayista Kristen Ghodsee en su libro Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo. Son, en cambio, más desgraciadas donde prima la inseguridad económica, la precariedad laboral y la división rígida de roles en el hogar y en la profesión. Como ocurre siempre, las medidas que promueven la igualdad inciden en la mejora de la vida, no solo de las mujeres, sino de toda la sociedad.

Por ello resulta tan peligroso fiar nuestra felicidad a las pócimas milagrosas de la autoayuda. Porque el malestar no está en nosotros mismos, sino en las condiciones que nos permiten desarrollarnos como seres humanos con autonomía e integridad. Resulta insultante que alguien se atreva a decir públicamente que la depresión depende de uno mismo y que solo deseándolo mucho una persona logrará cualquier objetivo. O regalar conferencias inspiracionales a los trabajadores que han visto reducidos sus salarios y condenada al paro a parte de la plantilla.

No caigamos en la trampa del pensamiento positivo, como diría Barbara Ehrenreich, y concretemos leyes, medidas y programas para que hombres y mujeres sean efectivamente iguales en derechos, con empleo y rentas que doten de autonomía económica, con oportunidades y proyección profesional en todas las empresas y administraciones públicas, con expectativas vitales y con una organización del tiempo regulada que permita disfrutar del trabajo, pero también del ocio, de la familia y de sí mismos. Lo que hemos hecho hasta hoy no basta. Se detecta un cansancio en las políticas de igualdad socioeconómicas, que están siendo sustituidas por otras reivindicaciones. Mientras tanto, mujeres y hombres consumen pastillas para resistir la cotidianeidad. Y buscan en la autoayuda el bienestar que su entorno no les proporciona. Contra esa peligrosa espiral del malestar, el mejor antídoto son las auténticas políticas de igualdad.

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