Desde disciplinas como la filosofía y las matemáticas, la música ha sido percibida y presentada a lo largo del tiempo como una creación sublime, trascendental, superior a otras formas de la expresión humana. Con ese punzante espíritu transgresor que las caracterizaba, desde finales del siglo XIX las vanguardias irrumpieron para decir basta a aquella preconcepción, fundada desde su punto de vista en una perspectiva elitista de las artes. Dadaístas, futuristas, surrealistas y cineastas soviéticos invadieron entonces el escenario y arrebataron a la orquesta su exclusiva capacidad de alimentar el oído.
Desde aquel momento, el sonido se convirtió en un nuevo elemento plástico, una herramienta y un fin de la creación artística que fue siendo explorado y moldeado por sucesivas generaciones, en paralelo a los avances de la tecnología, con especial parada en el desarrollo del magnetófono. En una secuencia cronológica que abarca hasta la década de los ochenta del siglo pasado, el museo Reina Sofía de Madrid presenta la exposición Disonata (hasta el 1 de marzo de 2021), una de las varias incursiones que va a realizar este año en torno al arte sonoro, disciplina que ya empezó a abordar en la muestra Que nos roban la memoria, de Concha Jerez (abierta hasta el 11 de enero), y que continuará sondeando en varias citas venideras: desde Audiosfera, que repasa este ámbito desde los ochenta hasta nuestro tiempo, a la instalación de Niño de Elche Auto Sacramental Invisible y el ciclo de conciertos Archipiélago 2020.
“La exposición adopta la forma de ensayo y plantea una reflexión sobre la transdisciplinariedad, sobre lo híbrido, que es lo que compone la línea de fuerza del museo, y recoge a artistas que escapan a la norma”, señala el director de la institución, Manuel Borja-Villel, que explica que este abultado interés por el arte sonoro, muchas veces desdeñado “porque los museos estaban hechos para ver”, viene de la cualidad intrínseca del género, “que permite otra forma de comunidad”.
Comisariada por Maike Aden, Disonata supone además un experimento gestado entre dos mundos, las eras pre y poscovid, que ha debido adaptarse a las circunstancias suprimiendo los muchos auriculares que estaban previstos para disfrutarla. El resultado es una superposición desordenada de ruidos que emanan de numerosas pantallas, grabaciones e instrumentos —acompañados a lo largo del recorrido de fotografías, esculturas, partituras, maquetas y manifiestos— que se dispersa y rebota entre las salas, un “caos sonoro” que, de algún modo, como apunta Borja-Villel, funciona porque en él retumba el eco “de toda la sociedad actual”.
Frente a esa eclosión de sonidos, uno de los mayores descubrimientos del arte sonoro en el siglo XX fue el del silencio como material creativo. Aunque se tiende a pensar en John Cage y su célebre 4′ 33″ como iniciadores de aquella revolución silenciosa, lo cierto es que, como indica la comisaria, ya desde finales del XIX hubo creadores que pensaron en las posibilidades expresivas de no emitir sonido alguno. “Si la partitura está vacía, eres tú quien la rellena”, subraya Aden, quien agrega que, junto a aquellas primeras investigaciones en torno al silencio, otros artistas comenzaron a adentrarse en territorios como los ruidos de la ciudad y las fábricas (como hizo en sus películas el cineasta soviético Dziga Vertov) y los sonidos del cuerpo y la propia voz, “extendida” a una nueva dimensión con la llegada del magnetófono, que permitió su manipulación al acumular capas, superponer velocidades y facilitar repeticiones. “Estos artistas no respetaron las divisiones entre géneros”, abunda, “sino que abrieron la membrana del sonido y lo liberaron del sistema musical”.
El ruido y el tiempo
Desde los trabajos de compositores como Erik Satie, la muestra se va introduciendo en experimentos con el sonido y el espacio como los que se llevaron a cabo en los años cincuenta, en particular en la Exposición Universal de Bruselas de 1958, donde Le Corbusier y Edgar Varèse diseñaron un “contenedor” (que no pabellón al uso) en cuyo interior se desplegaba Poème électronique, una obra con 425 altavoces creada para la vista y el oído, que recreaba una especie de cavidad estomacal que los espectadores debían atravesar.
La unión entre escultura y sonido y la manipulación de instrumentos por parte de lo que la comisaria llama “genios diletantes”; las revistas de poesía sonora creadas por artistas como Henri Chopin; las esculturas cinéticas que suman movimiento a la ecuación; los esfuerzos “antiacadémicos y anticomplicados” de Fluxus por acercar lo cotidiano a la música, incluidas las aportaciones españolas del grupo Zaj; las aproximaciones conceptuales de Joseph Beuys a la idea de lo sonoro y las meditaciones fílmicas sobre la relación entre los sonidos del punk y lo metafísico de Dan Graham jalonan un itinerario que culmina en un fin de fiesta proporcionado por Andy Warhol: una instalación donde las imágenes, las palabras y los sonidos se mezclan en una coctelera musical. A partir de ahí se transita a los ochenta y con ellos, como indica la comisaria, surge una cosmovisión “más heterogénea, donde tanto en el arte como en la vida ya no hay una sola gran narrativa”. Lo que viene entonces lo auscultará la exposición Audiosfera, que abrirá a mediados de octubre.
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