El penúltimo incendio en las redes sociales, que son más inflamables que los coches de Alerta Cobra, lo ha provocado la legitimidad de considerar a los animales familia. Ganó el sí. Aunque que la RAE limite ese vínculo a “personas” lo complique, y el trato que algunos les dispensan, también. Los familiares no se regalan. Papá Noel no deja en el árbol un reloj cronógrafo y un primo segundo. Ni les cortas las orejas y el rabo por estética, o las cuerdas vocales para que no molesten (aunque apetezca).
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Durante los confinamientos, muchos acudieron a refugios como el Wood Green del programa de Channel 4 The Dog House (Cosmo), donde se afanan en “emparejar perros abandonados con esperanzados aspirantes a dueños”. A veces, hay match, otras, los perros son devueltos porque sus adoptantes descubren que sueltan pelo, que ladran o que sus muebles les resultan suculentos. O que la clase de compañía que anhelan se encuentra mejor en First Dates, donde también hay hocicos húmedos y colitas alegres, pero no tres caminatas diarias ni gastos veterinarios.
Por ello, el retorno de la vida social está provocando que los que solo buscaban parchear su soledad devuelvan los animales adoptados. A pesar de que estos, ajenos a la rigidez de la RAE, se sintieron familia tras una caricia.
Las redes no deberían arder por una cuestión semántica, sino porque España sea uno de los países europeos con más abandono. Según la Fundación Affinity, en 2020 casi 300.0000 animales recalaron en refugios. Los menos, en idílicos como Wood Green; la mayoría, en perreras municipales donde les espera el crematorio. No se incluyen los que acaban ahogados en ríos o colgados de encinas. Ese es el verdadero incendio y no si son familia, que lo son, y la mejor: la que se escoge.
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