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La Francia satisfecha también existe (y no vota a la extrema derecha)

Arnaud Lebossé, dueño de L’Amiral, en la localidad de Concarneau.

Sentado en su mesa de siempre en L’Amiral, —el restaurante que ya visitó el comisario Maigret de las novelas de Georges Simenon— en una de sus primeras investigaciones, El perro canelo, el también comisario de ficción Georges Dupin solo puede felicitarse una vez más: menos mal que lo trasladaron de París a Concarneau, en el departamento bretón de Finisterre. Porque, se repetirá mientras degusta el enésimo café del día y reflexiona sobre su próximo caso, en ningún otro lugar de Francia, ni del mundo, se vive mejor que en Bretaña, una región de espectaculares costas atlánticas, clima lluvioso, pero suave —el sol sale tantas veces como acechan las nubes—, y pequeños pueblos con encanto que ya en el pasado atrajeron a artistas como Paul Gauguin o Pablo Picasso.

Es más que ficción. El detective de la saga de novelas negras nacidas de la mente del alemán Jörg Bong, que escribe bajo el muy bretón seudónimo de Jean-Luc Bannalec, no es el único en proclamar que en pocos sitios se vive mejor que en esta región costera del oeste francés: el último barómetro de territorios, publicado a finales del año pasado por el instituto Elabe, confirma que los bretones son de los franceses que están más satisfechos con su vida.

“Aquí tenemos una calidad de vida extraordinaria”, confirma el (muy real) dueño de L’Amiral, Arnaud Lebossé. “No hay secreto” para ello, asegura sentado en la mesa de Dupin, personaje que ha convertido a su local en lugar de peregrinaje de alemanes, ingleses y hasta españoles entusiastas de las novelas de Bannalec, traducidas a una decena de idiomas. “Nos contentamos con poco. El trabajo puede combinarse con el tiempo libre y, para el ocio, hay todo lo que se pueda desear: mar, playas, cultura… vivimos en pequeñas poblaciones y el litoral está muy bien conservado”, resume.

A pesar de lo que piense el comisario Dupin, no es una sensación exclusivamente bretona: el mapa de “satisfacción” de Francia extiende su franja de ciudadanos más conformes con su calidad de vida —lo que no hace desaparecer la creciente angustia ante el menor poder adquisitivo o la preocupación por el medio ambiente, compartidas con otros franceses— a lo largo de la costa atlántica francesa, desde Bretaña hasta la frontera española por el País Vasco francés, pasando por los Países del Loira y la región de Nueva Aquitania.

Arnaud Lebossé, dueño de L’Amiral, en la localidad de Concarneau.ÓSCAR CORRAL (EL PAÍS)

Hay una imagen muy extendida, sobre todo desde las duras protestas de los chalecos amarillos entre 2018 y 2019, de una Francia en cólera, dividida, amargada, angustiada por su futuro y por la pérdida de poder adquisitivo. Una Francia que no ha sabido lidiar con la fuerte inmigración desde hace décadas y con el auge en algunas de estas comunidades del extremismo religioso, en un país donde la laicidad es una cuestión de Estado. Una Francia sumida en una ira y miedo que muchos candidatos en las elecciones presidenciales del 10 y 24 de abril, sobre todo del arco de la derecha y ultraderecha, usan en sus campañas para atacar al presidente, Emmanuel Macron, denunciado como uno de los “divisores” de los franceses.

Pero hay también otra Francia, menos ruidosa, que no sale tanto en las noticias, donde las cosas no van tan mal. Donde el pleno empleo que Macron se ha fijado como meta para su próximo mandato —si lo obtiene— no es una mera promesa electoral, sino una realidad desde hace años; con un tejido industrial consolidado, iniciativas innovadoras y donde para la gente, que se siente en general satisfecha con su vida, los conflictos sociales son en su mayor parte algo que ven en televisión.

“Aquí, quien no trabaja es porque no quiere”, dice Sophie, camarera en uno de los dos bares del pueblo de Sèvremoine, en la región de la Vendée, al sur de Nantes y a unas tres horas en coche de Concarneau. Esta localidad de casas uniformes —no hay ostentaciones ni en ladrillo ni en coches— es la población con menos desigualdad en la renta de toda Francia. “Al bar vienen todos, nadie habla de si tiene más o menos dinero”, asegura. Un poco más lejos, en la misma calle, trabaja Morgan, de 40 años, en un estudio de fotografía. Su sueldo supera en estos momentos levemente el salario mínimo interprofesional (1.269 euros netos), algo por debajo de la media local, de 1.781 euros, pero este padre de una niña de nueve años asegura no estar angustiado. Puede que, tras pagar el alquiler, la comida y la gasolina cada vez más cara, pero imprescindible en esta región, sin tren ni transporte público, su cuenta quede tiritando. Pero no se desvela por miedo a perder su casa por impago o por no llegar a fin de mes. “Somos una región privilegiada. Hay trabajo, sobre todo industrial, que no es muy interesante y no paga mucho, pero somos ricos porque todos tenemos un salario que nos da para vivir, aunque sea sin grandes lujos. Tenemos casa y trabajo, la playa está a una hora de camino y la montaña a cinco”, cuenta.

Véronique Besse, alcaldesa conservadora de Les Herbiers, localidad con pleno empleo en Francia.ÓSCAR CORRAL (EL PAÍS)

No todo es la vie en rose, pero “vamos bien”, confirma Véronique Besse, alcaldesa conservadora (DVD, de derecha no afiliada) de la vecina población de Les Herbiers. Hace una década que esta localidad logró el pleno empleo. Su tasa de paro, del 3,8%, es la más baja de Francia. Besse, en cuya población tienen sede algunas empresas punteras como K-Line, líder europeo de ventanas de aluminio, o General Transmission, primer fabricante mundial de motores de máquinas cortacésped, alardea de otros récords locales: es la localidad con más agencias de trabajo, 18 para 16.000 habitantes —“todo el mundo busca trabajadores”, justifica— y también con más familias propietarias de una vivienda. Hay, sobre todo —dice en coincidencia con los habitantes de Sèvremoine y sus vecinos bretones— una cierta coexistencia sin grandes divisiones. Patrones y empleados fueron al mismo colegio. “Hay una confianza mutua, prácticamente no hay conflictos sociales”, asegura Besse, en cuya localidad el fenómeno de los chalecos amarillos fue casi anecdótico.

Oídos sordos a la extrema derecha

Los habitantes de la costa oeste gala comparten algo más que la satisfacción con su nivel de vida: la extrema derecha tiene poco que hacer en estas regiones en las que, cierto es, hay muy poca inmigración, uno de los temas favoritos de los candidatos ultra como Marine Le Pen o Éric Zemmour, pero que utiliza también la conservadora Valérie Pécresse.

En toda esta costa oeste gala, la extrema derecha no ha conseguido implantarse. En 2017, Le Pen logró como mucho un tercer lugar en la primera vuelta de las presidenciales para ser, en la segunda, masivamente derrotada por Macron, que obtuvo alrededor del 70% del voto en casi toda la zona. En Burdeos el candidato a la reelección logró incluso el 85,9% de los votos. Zemmour, nuevo en la contienda electoral por el Elíseo, ha sembrado la región con sus carteles. La mayoría han sido vandalizados.

No es este un misterio digno del comisario Dupin. Desde la alcaldesa al asalariado, pasando por el empresario, la respuesta que todos ofrecen es similar. Los extremos “no atraen especialmente en Bretaña”, señala el restaurador Lebossé. “Aquí vivimos bien, vivimos tranquilos y la gente no tiene necesidad de refugiarse en los extremos”, corrobora Besse en Les Herbiers. Dupin puede tomarse tranquilo otro café.

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