La gran transformación


A finales de enero de 2020 se expandían por el continente europeo los primeros casos de coronavirus. Comenzaba otra crisis que —tras la financiera y la del euro, la invasión de Crimea por Rusia, las migratorias y de refugiados, el Brexit y el desafío al Estado de derecho en Hungría y Polonia— deja a la Unión Europea sumida, de nuevo, en un estado de alta tensión.

Durante década y media, la UE y buena parte de las instituciones de gobernanza global han focalizado sus esfuerzos en la indispensable reacción a los desafíos de corto plazo, sin capacidad ni tiempo para deliberar sobre estrategias o construir políticas a largo plazo. Se arrastran sobresaltos cuya consecuencia es que la acción pública se ha convertido en una gestión de crisis permanente.

Todas las crisis, de la económica a la política, pasando por la salud tras la pandemia, han dejado poso. Sus remanentes se convierten en una losa para la transformación y generan en el ciudadano una sensación continuada de desasosiego, impotencia y desconcierto. Parece imposible retomar una normalidad no condicionada por el tránsito de crisis en crisis. Cuando la última hora se disipa, nos vemos sumidos de nuevo en otro seísmo que devuelve el foco a lo inmediato. Se arrastran crisis, y nos cuesta sacar lecciones y dar con la llave de las reformas necesarias.

Como señalamos en el informe de CIDOB El mundo en 2022: diez temas que marcarán la agenda internacional, la incertidumbre de hoy no se basa tanto en qué hacer (vamos servidos de diagnóstico y evidencia), sino en cómo acometer las transiciones necesarias y a través de qué liderazgos. En otras palabras, quién está en disposición de gobernar el cambio y planificar, consensuar y ejecutar las medidas complejas que, a menudo, comportan un alto coste social.

Más allá de este estado de permacrisis, si algo caracteriza el siglo XXI es el solapamiento de varias transformaciones estructurales en nuestras sociedades. La era de la Gran Transformación se caracteriza simultáneamente por un aumento de la rivalidad geopolítica entre grandes potencias; las disrupciones a la globalización, el comercio y las cadenas globales de valor; los efectos de la crisis climática y las nuevas amenazas digitales; la volatilidad y el encarecimiento del precio de la energía; las desigualdades sistémicas entre el norte y sur global; o la disfuncionalidad de las instituciones de gobernanza global y la crisis del multilateralismo.

Es decir, no solo vivimos sujetos a episodios de crisis que se encabalgan, sino en medio de un conglomerado de transformaciones que revierten el orden que conocemos. En 2022 y más allá, estas transformaciones, estructurales y simultáneas, seguirán condicionando aquello que construimos a lo largo del siglo XX y estarán en el sustrato de nuevas crisis. Las recientes buenas prácticas —y las hay, como el avance científico o los fondos de recuperación tras la pandemia— parecen pequeñas en comparación con la magnitud de estos cambios estructurales.

Sin embargo, evitemos caer en el determinismo de los viejos paradigmas. En el plano geopolítico, la rivalidad entre Estados Unidos y China se encuadra en un contexto de interdependencia mayor del que nunca haya existido entre grandes potencias. Sentar las nuevas bases de la cooperación global es también algo para lo que el quién y el cómo importan tanto como el qué.

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