El campo de concentración austriaco de Mauthausen fue en buena parte construido por españoles deportados, pero no eran ellos los que cantaban allí Granada como himno de consuelo. La canción, que no debemos confundir con la Granada que entonaba en español Agustín Lara, era muy popular entonces en Rusia y fue en el ominoso campo de tortura el cántico de los rusos desplazados desde el frente. Traducido al español, su estribillo decía: “Adiós, mis parientes / adiós, mi familia / ¡Granada, Granada, / Granada mía!”. Las estrofas referían la historia de un soldado que, a caballo por la estepa, tarareaba para sí una letra sobre un lugar lejano al que había acudido para ayudar a unos campesinos a recuperar la tierra; herido en el combate, la canción contaba cómo en los labios del moribundo soldado la última palabra que sonaba era el nombre de ese remoto lugar, Granada: “Su nombre es muy bello / su gloria es muy alta / es una provincia / en el sur de España”. Es tan arriesgado como tentador pensar que el noviete de Ana Frank, ese Peter con quien ella mantuvo un breve romance en su encierro en Ámsterdam, pudo también escuchar la estrofa, sin entenderla, en boca de los rusos que la coreaban. Mauthausen fue la tumba de ese chico judío, que murió unos días antes de que el ejército estadounidense liberase el campo.
La canción musicaba el poema de un ucranio de origen también judío, Mijaíl Svetlov (1903-1964), que nunca había pisado España. Svetlov había luchado en Ucrania tras la revolución rusa contra eso que se llamó el “ejército blanco”, el conjunto de tropas que combatían el advenimiento bolchevique. En 1926, en un contexto ideológicamente muy rojo, Svetlov escribió este poema donde cita una y otra vez la ciudad andaluza, vista con exotismo y admiración.
Pero el exotismo es un salvoconducto de ida y vuelta, y funcionó también en el sentido inverso. Si tenemos una hermosa versión al español del poema de Svetlov es gracias a Rafael Alberti y María Teresa León. Aun compuesto en las coordenadas ideológicas de una época de cosacos y bolcheviques, Alberti percibe la resonancia de romancero tradicional que parece tener el poema una vez pasado al español e incluye a Svetlov en su capilla de fervores porque, no sé en qué orden, era soviético y citaba a Granada. En 1932 Alberti viaja a Moscú y las comitivas locales se empeñan en mostrarle lo mejor de un mundo que era hermético para la Europa occidental. En un relato que recuperó en forma de tribuna justamente este medio, Alberti cuenta decepcionado cómo no pudo llegar a entablar una conversación con su admirado poeta, pese a haberlo esperado durante horas en su casa. Bebedor rutinario, Svetlov había regresado al hogar sin atender a los camaradas que lo aguardaban y se había echado a dormir. Bajo el relato de mitificación entusiasta que hace Alberti, se hace evidente, al menos para el lector, que estaba siendo tratado por la URSS como un invitado al que impresionar y que, pese a ello, bajo su sospecha o con su ignorancia, el desencanto de los soviéticos asomaba entre las rendijas de la propaganda.
Svetlov, por cierto, procedía de la zona oriental de Ucrania, la que más se está militarizando en estos momentos de tensión prebélica. El primer verso de su Granada es “Lentos cabalgábamos / hacia los combates”. Ojalá la canción no vuelva a sonar.
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