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La habitación china: ¿puede pensar una máquina?



Los experimentos mentales son escenarios imaginarios que nos ayudan a replantearnos nuestras ideas y a elaborar otras nuevas. Son herramientas que han usado científicos, economistas, historiadores y pensadores para provocar “una intuición sincera que haga golpear la mesa”, como escribe el filósofo Daniel Dennett. En esta serie de artículos examinamos algunos de los experimentos mentales filosóficos más conocidos.
El barco de Teseo se conservó durante varios siglos y navegaba hasta Delos cada año en honor y agradecimiento a Apolo por haber salvado la vida del héroe y de sus acompañantes. A lo largo de los años, la embarcación se había deteriorado y se habían reemplazado las piezas originales por otras nuevas, hasta el punto de que los filósofos atenienses ya discutían acerca de si se podía hablar del mismo barco incluso aunque no conservara ninguna de las tablas ni de los treinta remos que usó Teseo en su viaje a Creta.
La historia, explicada por Plutarco, está recogida en la biografía del héroe griego incluida en sus Vidas paralelas. Desde entonces se ha usado para hablar acerca de nuestra identidad y para poner en duda hasta qué punto somos siempre las mismas personas. A menudo, añadiendo variantes. Por ejemplo, Hobbes se preguntaba en De corpore (Sobre el cuerpo) qué pasaría si alguien hubiera recogido todas las piezas descartadas del barco de Teseo original y hubiera construido una nueva embarcación. ¿Cuál sería el verdadero barco de Teseo: el reparado que cada año ha hecho el viaje a Delos o el que se ha construido con las piezas desechadas, pero originales? ¿Pueden serlo los dos? ¿O no lo es ninguno?
Las variantes más recientes de la historia de Plutarco llegan al terreno de la ciencia ficción, como en la propuesta del filósofo británico Derek Parfit en su libro Razones y personas. Imaginemos que, para ahorrarme los tres cuartos de hora en transporte público, EL PAÍS me ofrece un teletransportador. Me meto en la máquina, que desintegra todos y cada uno de mis átomos, y dos minutos más tarde me reconstruye en la redacción haciendo una copia exacta de mi cuerpo. Este doble mío tiene todos mis recuerdos y no hay ninguna discontinuidad en su memoria ni en su psicología: recuerda perfectamente haber entrado en la máquina en mi casa y haber salido en el diario. ¿Pero se puede decir que sea yo, si mi yo original se ha desintegrado por el camino?
Nosotros también cambiamos
La metáfora del barco de Teseo puede aplicarse a nosotros mismos de modo casi literal (casi, insistimos): gran parte de las células de nuestro cuerpo se renueva cada pocos años. Por ejemplo, las células de las costillas de una persona de 40 años tienen unos 15 años de media. Incluso en el cerebro hay regiones que siguen generando nuevas neuronas en la edad adulta.
No solo cambia nuestro cuerpo y pasamos de bebés pequeñitos a personas duras y arrugadas: también pueden cambiar nuestras ideas y nuestro comportamiento. Por ejemplo, es habitual sentirse muy ajeno a un tuit escrito hace unos años, y no nos cuesta creer al padre de familia que habla de una juventud delictiva y concluye diciendo que ya no es la misma persona que entonces. A Parfit esta visión relativa acerca de nuestra propia persona le proporcionaba cierta tranquilidad. Saber que la identidad es frágil, escribía, “hace que me preocupe menos de mi propio futuro y de mi muerte, y más por los demás”. No pasa nada si el barco de Teseo se hunde.
Han sido muchos los filósofos que se han preguntado qué es lo que cimenta nuestra identidad, una idea más huidiza de lo que puede parecer a primera vista. John Locke proponía en su Ensayo sobre el entendimiento humano que esta identidad personal es sobre todo psicológica y está basada en nuestra percepción y en la continuidad de nuestra memoria y de nuestra experiencia. Un poco como el barco original de Teseo: hay continuidad, aunque no todas las piezas sean las originales.
De un modo similar, aunque menos concluyente, Hume comparaba la mente en su Tratado de la naturaleza humana con “una especie de teatro donde distintas percepciones aparecen sucesivamente”. No somos más que “un haz o colección de diferentes percepciones que se suceden las unas a las otras con una rapidez inconcebible y que se hallan en un flujo y movimiento perpetuo”.

No somos un barco
Vicente Sanfélix, catedrático de Filosofía en la Universidad de Valencia, apunta que la conclusión de que nuestra identidad es más cambiante y etérea de lo que creemos no es la única a la que permite llegar el relato del barco de Teseo. El filósofo recuerda que un barco, un artilugio, no es lo mismo que una persona: “Podemos decir que al objeto la identidad se la da el conjunto de los componentes -explica-. Pero en el caso de la persona es al revés: somos nosotros los que damos identidad a este conjunto”. Recurre a un ejemplo que también pone Locke: si nos amputan un brazo, no dejamos de ser nosotros mismos ni somos “menos” persona que antes de la operación.
Es decir, las interpretaciones que nos llevan a vernos como el barco de Teseo, como ocurre con las de Parfit, “tratan a los seres humanos como artefactos, en sintonía con una sociedad cada vez más mecanicista en la que las personas se tratan unas a otras como objetos”. Esta concepción del cuerpo humano (y de la mente) como una máquina muestra que nuestras ideas acerca de nosotros mismos y de lo que constituye una persona dependen “de un determinado contexto social”, y pueden suponer “una defensa implícita de unos valores culturales” y de un punto de vista político determinado.
Tampoco podemos olvidar que hay un componente social en la construcción de la identidad. Si pierdo la memoria o de repente me creo Gengis Khan, mi familia y mis amigos sí sabrían quién soy y difícilmente podré convencerles de lo contrario, aunque asegure recordar mis últimos 900 años de vida. El Estado también puede acreditar en parte si soy o no un emperador, con documentos como el pasaporte y el DNI.
Este componente social en la construcción de mi identidad también explica que los atenienses siguieran considerando que el barco de Teseo era el mismo barco aunque lo hubieran reconstruido por completo: estaban todos de acuerdo en que se trataba de esa embarcación (y tenía cierto sentido proponerlo, no era como si estuvieran señalando a una cabra).
Es decir, cimentamos nuestra identidad en muchos elementos que por sí solos pueden parecer endebles una vez los examinamos: nuestra memoria, nuestras sensaciones, nuestras relaciones sociales… Pero todos juntos muestran un armazón consistente que por lo general no nos da problemas. Al menos hasta que se inventen las máquinas de teletransporte.
Sanfélix explica que nuestras intuiciones suelen funcionar razonablemente bien. Frases como “este es el barco de Teseo” o “este soy yo” no suelen darnos problemas. “A no ser que las sometamos a estrés”, apunta. Cuando examinamos qué elementos componen estas ideas, a menudo llegamos a “un calambrazo filosófico, por usar la expresión de Wittgenstein”, que pone a prueba nuestras creencias.
La filosofía (a veces con ayuda de los experimentos mentales) puede ayudar a poner de relieve la relación entre los conceptos que usamos, una relación que a menudo pasa desapercibida porque la damos por hecha. Sanfélix lo compara con volver a nuestra ciudad natal tras una ausencia y verla “con ojos de extranjero”: al distanciarnos de nuestro sistema conceptual, “vemos con más claridad cómo pensamos” y si nuestras ideas están o no justificadas.
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