EL PAÍS

La huelga de ambulancias agudiza la tensión del ‘invierno del descontento’ en el Reino Unido

La huelga de los servicios de ambulancias que ha arrancado este miércoles en Inglaterra y Gales constituye la amenaza más preocupante para el Gobierno británico en este invierno del descontento de acciones industriales y paros sin precedentes. Frente a los severos inconvenientes generados por las protestas del personal de ferrocarril, correos e, incluso, de enfermería, el problema esta jornada es que la disputa puede costar vidas, un resultado letal para un Ejecutivo contra las cuerdas ante la diligencia de los sindicatos y una opinión pública, según los sondeos, empática con las demandas de los trabajadores.

La gravedad de la situación resulta evidente en la retórica de las autoridades sanitarias y recomendaciones del director médico del Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas en inglés) para Inglaterra como la de evitar deportes de contacto, coger el coche, o “emborracharse al punto de necesitar ir a urgencias”. Las emergencias consideradas un riesgo mortal tienen, en teoría, garantizada la asistencia, y los huelguistas se han comprometido a abandonar la protesta en caso de infartos y dolencias que supongan “una amenaza para la vida”. Otras como las apoplejías, o ponerse de parto, no entran sin embargo en la categoría de excepción.

Los indicios provisionales muestran que, donde hay margen para la alternativa, la ciudadanía ha recogido el guante. Los paros tienen horarios diferentes según el área geográfica, y mientras algunos habían comenzado ya a medianoche, en Londres, por ejemplo, no lo hicieron hasta mediodía, pero el balance general revela que la demanda de ambulancias es menor de lo habitual y que el llamamiento a limitar el uso del teléfono de urgencias exclusivamente a casos de riesgo de muerte parece haber surtido efecto.

La sugerencia oficial invita a los británicos, en la medida de lo posible, a organizar por su cuenta los traslados al hospital y, paradójicamente, la crisis ha generado un beneficio insospechado en la reducción de los tiempos de respuesta del servicio y en los de espera una vez en Urgencias, precisamente debido al menor tráfico. Como prueba, en la capital opera este miércoles tan solo la mitad de las 400 ambulancias que circulan habitualmente, y la mayoría lleva al volante a un miembro del Ejército, siguiendo órdenes del Gobierno.

Pero la implicación de los militares, unos 750 efectivos, también llega con polémica. Los sindicatos han denunciado que no cuentan con la formación necesaria y el jefe de las Fuerzas Armadas ha criticado su participación, dada la saturación de las tropas y por el “peligro” de asumir que el ejército tercie en conflictos laborales del sector público. Por si fuera poco, los reclutados para suplir a los huelguistas han cuestionado su papel, puesto que no pueden intervenir directamente con los pacientes, incluso si tienen los conocimientos para hacerlo, ni emplear las luces de emergencia, o superar los límites de seguridad.

La mecha que ha detonado este primer paro nacional del sector en más de 30 años tiene su origen, una vez más, en las discrepancias en materia salarial, el común denominador de la cadena de protestas que confieren a diciembre el dudoso récord de sumar tantas huelgas como días tiene el mes. En un contexto de inflación disparada (10,7% en noviembre), prácticamente cualquier oferta supone, en la práctica, un recorte retributivo que se ha convertido en la gota definitiva para colectivos que se consideran víctimas de un abandono histórico y expuestos a un éxodo laboral insostenible.

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Esta hemorragia de trabajadores superados por la saturación de un NHS, según su propia cúpula, al borde del colapso, es el comodín con el que pretenden convencer al Gobierno. La dificultad para retener personal pone todavía más en riesgo la seguridad de pacientes expuestos tanto al peligro de que no se cumplan los objetivos en términos de reacción, como a las demoras en el exterior de los centros hospitalarios, que se han duplicado en el último año.

La baza, de momento, no está dando resultado, y el conflicto se ha contagiado de la pauta que marca el invierno del descontento, que no es otra que tensar la cuerda hasta forzar a una de las partes a ceder. El Ejecutivo, por ahora, no solo no parece dispuesto, sino que ha endurecido la retórica, con la acusación directa del titular de Sanidad, Stephen Barclay, a los sindicatos de “haber elegido conscientemente dañar a los pacientes”. La recriminación ha provocado la ira de las centrales convocantes, Unison, GMB y Unite, que han demandado la dimisión del ministro y advertido de que cualquier muerte consecuencia de la huelga será culpa del Gobierno.

Ante este panorama, y la miríada de acciones industriales que amenazan con prolongarse en 2023, el compromiso resulta complicado, y para el primer ministro, Rishi Sunak, representa una prueba de fuego cuando no lleva ni dos meses en el cargo, ya que se trata de una cuestión de pulso tanto como de liderazgo. Ceder entraña el riesgo de transmitir una imagen de debilidad, pero no transigir tiene también un elevado coste político. Entre los propios conservadores, la sensación creciente es que es imposible ganar una batalla contra el personal del NHS, una institución que, pese a sus vulnerabilidades, sigue siendo motivo de orgullo nacional para muchos británicos.

Si hay opciones para el desbloqueo, los sindicatos dicen que, necesariamente, han de pasar por fórmulas que faciliten bonus, o por una oferta mejorada respecto a la subida media del 4,75% planteada por el Ejecutivo, que defiende que la propuesta cumple con las recomendaciones del organismo de revisión de salarios del NHS, un cuerpo independiente.

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