La huida de dos fiscales nicaragüenses en busca de refugio en España



Arlen Muñoz y su familia, solicitantes de asilo en España, el pasado lunes.Fermin Rodriguez

“Van a detener a tu marido, salid antes de que termine la semana o te vas a arrepentir”. Arlene Muñoz, una exfiscal nicaragüense recibió este mensaje el pasado mes de septiembre y a toda prisa vendió media casa y embaló 21 años de matrimonio en cuatro maletas. Detenerlo era una forma de hablar, el miedo era a que a su marido, José Arnulfo López, también exfiscal y defensor de opositores del régimen de Daniel Ortega, le hicieran desaparecer.

Antes de cumplirse el plazo del chivatazo, el matrimonio y sus dos hijos, de 19 y 21 años, huyeron clandestinamente a Costa Rica a lomos de las motocicletas de unos coyotes, como se conoce en Latinoamérica a los pasadores que facilitan el cruce ilegal de fronteras. Ni por esas lograron librarse de un agente infiltrado que les siguió y grabó hasta que consiguieron esquivarle en San José, la capital. “Nos obligaron a marcharnos como delincuentes”, reclama Arlene.

La familia acabó en España pidiendo asilo en octubre y sus expedientes se sumaron a los de otros 87.700 extranjeros que esperan la respuesta a su solicitud.

Aún están descolocados. Ya no miran atrás para comprobar si les siguen, pero tienen miedo de que se sepa dónde viven. Y empezar de cero después de abandonar su hogar, sus trabajos, sus amigos y sus estudios está costando más de lo esperaban. Además, no saben si algún día podrán regresar a casa. “Todos nuestros sueños están rotos”, solloza Arlene, de 41 años.

Atrás quedó también Garden, su mascota, un pequeño Schnauzer que acaba de morir con solo tres años a más de 8.500 kilómetros de distancia. “Ha sido muy triste porque era un miembro más de nuestra familia, pero traerlo iba a retrasar nuestra salida y tuvimos que dejarlo”, lamenta Fernando José, el hijo mayor, que estaba a punto de concluir sus estudios de Medicina.

Arlene está muy enfadada y triste. Llora sin parar, cuando habla y cuando escucha: “Estoy despedazada”.

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El número de nicaragüenses que busca protección en España es uno de los que más ha crecido en los últimos años, gente que huye de un país donde, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), ya no puede hablarse de separación de poderes. Un “Estado policial” en el que el Gobierno manda en todo y quien se opone es perseguido, amenazado o encarcelado. O todo a la vez. En 2017 apenas 31 nicaragüenses pidieron asilo en España, pero desde entonces, coincidiendo con la escalada de represión, ya lo han hecho más de 12.300. Entre los latinos, los nicaragüenses tienen una de las tasas más altas de reconocimiento de su condición de refugiados, pero aun así no supera el 25%.

El matrimonio nunca ocultó su antipatía por Ortega. Tenían una vida cómoda como fiscales —viajes, una buena casa, universidades privadas para los hijos…—, pero renunciaron a su carrera en el Ministerio Público cuando el Ejecutivo comenzó a meter allí a sus afines con directrices claras sobre las posiciones que debían tomar. La Fiscalía, “como cualquier órgano público que pudiera haber denunciado las acciones del Gobierno” también está sometida a los intereses del presidente, según el CIDH.

Después llegaron las protestas contra el Gobierno de 2018 y la familia agarró su coche y sus banderas para manifestarse tras las barricadas ante la mirada traicionera de sus vecinos. La revuelta popular dejó cientos de muertos. A partir de entonces más de 110.000 nicaragüenses se han exiliado, según la agencia de la ONU para los refugiados (Acnur).

Momento en el que la familia se dirige a cruzar la frontera con Costa Rica.

Arlen y su marido no tardaron en darse cuenta de que sus nombres ya estaban en la lista negra, pero los verdaderos problemas llegaron cuando él se implicó en la defensa de más de 50 opositores. Entre ellos había líderes campesinos y pesos pesados de la disidencia que acabaron en la cárcel cuando se decidieron a presentarse a las elecciones presidenciales del año pasado. “Un día esperábamos a la furgoneta de la luz. Apareció, pero dentro había dos hombres vestidos como los paramilitares. Dispararon contra nuestra casa”, cuenta ella. “Fue aterrador porque nunca habíamos visto balas tan cerca”.

A ese episodio le sucedieron amenazas, agresiones y seguimientos hasta a la más joven de los hijos, que sufre síndrome de Asperger y sufría crisis de pánico. Según su testimonio ante las autoridades españolas que instruirán su caso, la Policía Nacional y los grupos para-policiales comenzaron también a instigar a familiares para conocer sus rutinas. Interrogaron hasta al portero. “Ese día me temblaba todo. Me decía que no podíamos ser prisioneros del miedo, pero no disimulaban, nos tiraban fotos donde estuviésemos, los amigos de mi hijo ya no querían estar con él”, recuerda Arlene.

Lo más grave lo vivió ella en junio en una comisaría y lo ha mantenido en secreto hasta hace unas semanas que se lo confesó a su familia. “Me lo sacó mi hijo a cucharadas porque me veía llorar por las noches sin consuelo”, recuerda Arlene. Ahora quiere que todo el mundo sepa. “Me encerraron y me violaron con un rifle”, solloza. “Me dijeron que era para que no me olvidase de que era una maldita, una traidora”. No lo contó por temor a que les hiciesen algo peor. “Tenía un miedo constante a que nos mataran”, cuenta.

Ahora, como muchas otras familias en situaciones similares, están teniendo dificultades para adaptarse a su vida en el exilio. Los 7.000 euros que trajeron se acabaron rápido entre alquileres, timos y ropa de abrigo. Vivieron en un hotel, en la habitación de un piso donde la propietaria les cortaba la calefacción y en una cueva de un pueblo fantasma donde no consiguieron trabajo ni ordeñando cabras. Hoy dependen de la acogida del Estado, pero el sistema está saturado. La llegada de decenas de familias afganas en agosto y la reactivación del flujo de latinoamericanos ha limitado las plazas que se adecuen a las necesidades de familias que solicitan asilo.

Su hogar ahora son dos habitaciones en un albergue donde solo hay jóvenes marroquíes y subsaharianos llegados en patera. Tienen buena relación con ellos, pero son la única la familia, los únicos que hablan español y madre e hija son las únicas mujeres. “Me da miedo estar con tantos hombres”, dice la joven, en tratamiento por depresión.

José Arnulfo, de 46 años, no aspira a ejercer como abogado en el corto plazo. Quiere trabajar de lo que sea, quizá cargando cajas en un supermercado, pero le faltan dos meses para tener permiso. Su hijo quiere terminar la carrera de Medicina y la hija empezar Bellas Artes. Han sido muy activos buscando programas de estudio y becas, pero viven lejos de las universidades que se las ofrecen. Ahora, tienen que convencer a las autoridades para que les busquen otro lugar donde no se sientan tan descolocados y donde creen que tendrán más oportunidades. Tampoco pueden pagar el envío de sus notas desde Nicaragua, requisito para matricularse en España. Cuesta unos 100 euros, pero la última vez que contaron su dinero, no alcanzaba los 20 euros.

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