La soledad se considera un problema en el mundo occidental desde los años sesenta del siglo pasado, cuando The Beatles preguntaban en Eleanor Rigby: “Toda la gente solitaria, ¿de dónde ha salido?”. Entre las transformaciones sociales y políticas que se produjeron a la sombra de la lucha de los derechos civiles y la guerra de Vietnam estuvieron los cambios de las estructuras familiares tradicionales y la eclosión del número de personas solteras y hogares monoparentales. La medición de los niveles de soledad volvió a ser objeto de atención en los ochenta, con la recesión económica, la falta de vivienda y una mayor sensación de división entre ricos y pobres. Pero fue ya en el siglo XXI cuando la soledad se convirtió en una “crisis” de salud mental, hasta el punto de que el Reino Unido creó un ministro para la Soledad en 2018.
Al principio, la soledad se identificó con el aislamiento de las personas mayores, un problema especialmente serio dado el envejecimiento de la población en el mundo y los problemas de salud mental y física —enfermedades cardiacas, cáncer, depresión, ansiedad— vinculados a la soledad. Con la covid-19 se empezó a hablar más de un problema ligado al aislamiento social. No solo estuvieron solos los ancianos, también los jóvenes, las personas solteras… Pero no todos vivieron los confinamientos como una experiencia negativa. Y, a pesar de la preocupación por el aislamiento físico, vivir con alguien emocionalmente ausente o un maltratador es mucho peor que vivir en soledad. Es decir, el problema de considerar que la soledad es un problema, y un problema de salud mental individual, es que no tiene en cuenta sus dimensiones sociales. La soledad no empezó a ser un estado emocional del que se hablaba —incluso podría decirse una experiencia— hasta el siglo XIX, cuando el culto al individuo empezó a adueñarse de las estructuras sociales, políticas y económicas, especialmente en Occidente. El lenguaje de la soledad pasó a representar el declive del significado a un ámbito profundamente filosófico, a medida que las explicaciones científicas laicas del cuerpo, las emociones y las motivaciones humanas sustituyeron a las ideas religiosas tradicionales. La vida en las ciudades y la industrialización reemplazaron a las formas tradicionales de estar en el mundo. Las ideas sobre “la comunidad” como espacio dedicado al bien común (que incluía responsabilizarse de los demás) desaparecieron, sustituidas por la búsqueda de la riqueza y el estatus individual.
Claro que había infelicidad y desconexión social antes del periodo victoriano. Pero fue en el siglo XIX cuando se asentó la idea moderna de “soledad”. Hasta entonces, la palabra “solo” no significaba más que eso, el hecho de estar solo. Los árboles estaban solos, y las nubes, como señaló William Wordsworth. La soledad no tenía las mismas connotaciones negativas que hoy. Además, incluso la soledad más intensa y dolorosa tenía un lado positivo. Para escritores como Virginia Woolf, permitía que florecieran la creatividad y la inspiración. Dejaba que una persona viera “el fondo de la vasija”, cuando lo normal es que la gente no vea más que el ajetreo de la vida cotidiana.
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La soledad puede ser terrible, desde luego, sobre todo unida a problemas de salud física y mental. Pero las personas que están solas no siempre se sienten solas (para muchas, el confinamiento supuso un respiro de las obligaciones sociales). Y la soledad estructural, cuando una persona no tiene atención sanitaria y social fundamental, es distinta de la soledad existencial, cuando tiene comodidades materiales pero se siente sola. Para poder ayudar a quienes están solos en contra de su voluntad es necesario que aprendamos a distinguir las formas que adopta la soledad, saber cómo puede evolucionar y cambiar durante nuestra vida. Y eso significa también redefinir la soledad como una preocupación social al mismo tiempo que individual. La soledad, además de una experiencia privada, es un producto de la modernidad.
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