La ilusión del amor sexual como liberación: Vivian Gornick habla de los libros que le marcaron

Fotograma de la película 'Hijos y amantes' (1960).
Fotograma de la película ‘Hijos y amantes’ (1960).FilmPublicityArchive (FilmPublicityArchive/United Arch)

Tenía yo 20 años el día que un profesor de filología puso en mi poder Hijos y amantes. Por aquel entonces no me sonaba de nada el término “novela de iniciación”, aunque no porque no hubiese leído más de una y más de dos; y D. H. Lawrence trataba el género tan descarnadamente y con tanto dramatismo que, incluso a esa tierna edad, me vi comulgando con el conflicto primitivo que late en el meollo del relato. Me leí el libro de un sorbo, regresé a la clase en trance y, desde ese día, Hijos y amantes se convirtió en texto sagrado. En los siguientes 15 años leí tres veces la novela, y en cada ocasión me identifiqué con un personaje principal distinto: el protagonista, Paul Morel; su madre, Gertrude; sus amores de juventud, Miriam y Clara.

La primera vez fue con Miriam, la hija de un campesino con la que Paul pierde la virginidad. La calé en el acto. Se acuesta con él no porque quiera, sino porque teme perderlo; durante sus relaciones íntimas es tal el pavor de ella que, en lugar de entregarse a la experiencia, yace bajo Paul —abstraído en su propio delirio sexual— mientras piensa: “¿Sabrá que soy yo?”. La necesidad fundamental de Miriam es saberse deseada, y solo por quien es. El dilema era desolador: yo sentía el calor, el miedo, la angustia que los devoraba a ambos, pero lo más peculiar era que lo sentía como si fuera yo la propia Miriam. Tenía 20 años: necesitaba lo mismo que ella. La siguiente vez que leí el libro fui Clara, la mujer de clase obrera apasionada en lo sexual, que quiere llevar una vida amorosa, pero que sigue siendo muy consciente de la humillación potencial que se oculta tras su necesidad de sentir que es a ella a quien desean y, también en su caso, solo por quien es. La tercera vez que leí el libro, mediaba la treintena —­casada y recasada, divorciada y redivorciada, recién “liberada”— y me identifiqué con el propio Paul. Más absorta entonces en desear que en ser deseada, me complací rindiéndome totalmente al placer pasmoso de la propia experiencia sexual —sustanciosa, plena, transportadora—, ya por fin imaginándome, al igual que Paul hacia el final de la novela, como la protagonista de mi propia vida.

Cuando no hace mucho tuve de nuevo ocasión de releer Hijos y amantes, estando ya en mi madurez avanzada, por decirlo de alguna manera, lo que descubrí no fue tanto que había malinterpretado muchos detalles (cosa que había hecho), sino que el recuerdo que tenía del tema dominante —la pasión sexual como experiencia central de una vida— no se ajustaba a la realidad. De eso, comprendí entonces, no era de lo que realmente trataba el libro; y me pareció aún más genial y conmovedor haber llevado la novela en el corazón por un puñado de razones no exactamente infundadas, pero sí poco fundamentadas. Fue también una de las primeras veces que comprendí con claridad que había sido yo, como lectora, quien había tenido que viajar hacia el significado más sustancioso del libro.

Ambientada en los albores del siglo XX en un pueblo minero de las Midlands inglesas, la narración sigue la evolución de los Morel y sus cuatro hijos. Gertrude (una maestra de escuela de sensibilidad romántica) y Walter (un minero amante de la diversión) se conocen en un baile, y ella se ve rápidamente atraída por la apostura de él, su alegría de vivir, su talento para el baile, mientras que a Walter le atrae de ella la receptividad que muestra ante la sensualidad de él. Les nace una pasión recíproca y se casan. Él le promete una casa propia, un buen sueldo, fidelidad y cariño. Ella no tardará en descubrir que él no es capaz de cumplir en ninguno de esos aspectos: “Era un hombre sin tesón, se decía ella amargamente. La sensación del minuto presente lo era todo para él. No era capaz de atenerse a nada con un mínimo de constancia. Detrás de toda su fachada no había nada”. A él, por su parte, le desconcierta ver que ella no lleva bien la decepción: la vuelve amarga y severa. No tendrá que pasar mucho tiempo para que Walter, perplejo por la sensación constante de ser juzgado que vive en su propia casa, se dedique a escaparse al pub a la primera de cambio.

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Pasan ocho años (y aquí comienza el libro), y la señora Morel tiene 31, está embarazada de su tercer hijo, vive en una pobreza inimaginable, tanto material como emocional, y siente repulsión por su marido, al que ahora ve (ella y también sus hijos) tan solo como un patán violento y borracho. Dado que la sensibilidad romántica no ha abandonado a la señora Morel, es a sus hijos varones a quienes recurre en busca de esa compañía necesaria para aliviar la hambruna emocional. Al principio parece ser a William, el mayor, a quien tiene la esperanza de convertir en su alma gemela, pero pronto resulta que es Paul, el segundo, con quien está destinada a fundirse. (…) Estamos ante los pensamientos y los sentimientos de una mujer que ve su salvación espiritual ligada a la de ese niño, quien, presa de la adoración de su madre, declarará, ya de adolescente, que jamás la abandonará, aunque, conforme va llegando a los primeros compases de la edad adulta, descubre irremediablemente que la vida interior lo atrae hacia la clase de autodescubrimiento que exige que ella quede atrás. Huelga decir que la metáfora que Lawrence utiliza para el dilema desgarrador de Paul es el amor erótico. Conforme esa necesidad crece en él —y las dos mujeres, Miriam y Clara, se convierten en los instrumentos de su despertar e iniciación—, se vuelca cada vez más en esa fuerza extraordinaria, hasta que se percata de que la pasión tiene la capacidad de remedar la liberación (esto sí lo recordaba yo bien), pero no de propiciarla (de eso sí que no tenía yo recuerdo alguno). La lucha en el seno de la novela no es entre Paul y su madre, sino entre Paul y la ilusión del amor sexual como liberación. Fue esto último lo que me había costado una eternidad entender.

En la época en la que yo me crié, en los cincuenta, la cultura seguía siendo aún uña y carne con esas restricciones de la vida burguesa que mantenían la experiencia erótica a una distancia prudencial. Esa distancia alimentaba un sueño de trascendencia unido a una promesa de autodescubrimiento entremezclada a su vez con la fuerza de la pasión sexual. Lo que pasaba, sin embargo, era que por entonces no lo llamábamos pasión, sino amor; y el mundo entero creía en el amor. Mi madre, comunista y romántica, me decía: “Eres una chica lista, haz algo de provecho, pero recuerda siempre que el amor es lo más importante en la vida de una mujer”. (…)

En la vida ideal —en la vida culta, la vida valiente, la vida ahí fuera, más allá en el mundo —, se consideraba que el amor no solo era algo a lo que aspirar, sino que se conseguiría sin falta; y una vez alcanzado, transformaría la existencia; crearía una prosa enjundiosa y profunda, con relieves, a partir de los informes inarticulados de la vida interior que nos intercambiábamos a diario. La promesa del amor nos daba por sí sola el coraje para soñar con salir de esos límites llenos de cautelas, para volver la vista hacia fuera, hacia la experiencia genuina. Es más, solamente si nos entregábamos a la pasión romántica —esto es, al amor— sin garantía contractual, viviríamos una experiencia verdadera.

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