La impunidad del comensal caradura que ya ha dejado sin pagar al menos 46 cuentas de restaurantes en Zaragoza


Juanjo Gracia enseña la foto de los dos menús completos que el hombre engulló sin que le cayera ni una gota de sudor. El comensal cenó dos platos combinados, uno con entrecot y otro con filetes de lomo, y de acompañamiento patatas y arroz. De beber, vino. De postre, tarta de queso. La cuenta sumaba 27 euros. Cuando hubo dado el último bocado, el cliente comunicó con naturalidad que no iba a abonar la cuenta. Gracia, dueño del Espumosos 5, le replicó entonces que iba a llamar a la Policía. “Perfecto, ¿me ponéis una cervecita mientras les esperamos?”, respondió el señor poniéndose cómodo.

El hostelero no sabía que acababa de toparse con Antonio Miguel Grimal, experto caradura y terror de los camareros en Zaragoza. Acumula hasta 46 antecedentes policiales por escenas semejantes a las que vivió esta víctima el día 4. “Yo a una persona que veo con necesidad, le doy un bocadillo, un café y lo que haga falta. Pero a este no le importaba un rábano nada y se veía que necesitado no estaba”, rememora aún con cierto cabreo el hombre, que es de esos propietarios que también se pone el delantal y atiende las comandas.

Lo que se conoce coloquialmente como hacer un simpa ha llevado a Grimal a la cárcel en más de una ocasión por estafa leve, porque los jueces conmutan las multas que debería pagar por días de prisión. Pero las estancias a la sombra no duran mucho y siempre acaba sentándose a la mesa de un nuevo establecimiento por descubrir. En sus juicios rápidos, siempre alega que él vive de una pensión no contributiva, que no puede hacerse cargo de ninguna multa. En ninguno de estos procedimientos legales, los jueces han apreciado que necesite atención psicológica ni por parte de los servicios sociales.

El Espumosos 5 es un local ubicado junto a una de las arterias de la capital aragonesa, que cuenta con menú del día y es de los que anuncia su carta en un mantelillo de papel. Ofrece en su barra un amplio surtido de tapas, incluida su especialidad, las gambas Orly. Este fue uno de la decena de establecimientos en los que Grimal perpetró su crimen gastronómico en el último mes. El pícaro lleva desarrollando esta técnica que le permite comer gratis desde el 11 de julio de 2016, que se sepa, porque muchos deciden no denunciar por una cuenta que a veces no pasa de los 12 euros.

Ese día la Policía recibió la llamada del bar Ankara, también en el centro de la ciudad, porque un cliente se negaba a pagar. Fue la primera vez que los agentes se vieron las caras con Grimal, de 47 años y nacido en Barcelona. En todo este tiempo, ninguna de sus comilonas ha sido escandalosamente cara, no es un hombre de gustos finos. Un buen plato combinado, o mejor dicho, dos, le satisfacen. Esto también ha contribuido a su impunidad, consciente de que si no supera los 400 euros, no pasa del delito de estafa leve, y no afronta penas mayores.

Una agente a la que le ha tocado atender estas llamadas o custodiarlo en los calabozos describe la misma parsimonia de la que habla Gracia, el hostelero estafado. “Es que le da todo igual”, afirma esta policía. También es conocido de los letrados que integran el turno de oficio en Zaragoza, donde le han asistido ya varios de ellos. “La conversación con él se limitó a que él reconociera todo y dijera a todo que sí, no hubo mucho más que hacer”, resume su última abogada, Victoria Jiménez. Grimal se ha convertido en un actor más con papel fijo en ese mapa con el que también se puede conocer una ciudad, el de la delincuencia. Y aunque este pueda parecer de los menos dañinos, sus víctimas no consideran que sus golpes tengan nada de gracioso.

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SuscríbeteLa paella de arroz negro

Entre todas las comandas que Antón Muñoz ha atendido en todos los años que lleva trabajando como camarero en La Bodeguita Real ―un pequeño restaurante enclavado en el pasaje del Ciclón, frente a la plaza del Pilar―, sabe recitar la del día que les visitó Grinal de memoria: “Una botella de vino tinto, una paella de arroz negro, dos tartas de queso, un café solo y una copa de Fra Angelico”. “Más de 44 euros”, recalca. El personal de este ecléctico establecimiento con decoración de inspiración árabe, carta mediterránea, una lámpara con forma de Big Ben de Londres y un Homer Simpson para indicar el baño de los hombres, no olvida ese día de invierno de 2019. La encargada del local envió a Muñoz la pasada semana un mensaje de WhatsApp con la noticia del último juicio que Grimal afrontó por el enésimo simpa, hace unos pocos días. “¿Sabes quién es, no?”, le escribió su compañera.

Mismo modus operandi. No dejó nada en el plato y al acabar comunicó tranquilamente que no esperaran dinero de su bolsillo. Mientras aguardaban a los agentes, cada vez que pasaba por su lado, Muñoz tenía que escuchar cómo Grimal le felicitaba por la calidad de la paella de la que había apurado hasta el último grano. Llegó incluso a pedir dinero a otros clientes o viandantes que caminaban por el pasaje, alegando que se había dado cuenta de que no tenía dinero cuando ya había comido. Cuando los policías llegaron, le saludaron con una frase que denota el hartazgo por una impunidad contra la que poco hay que hacer: “Antonio, ¿otra vez?”.

El glotón reincidente también había probado una estratagema parecida en otros dos establecimientos del mismo dueño, sin saber que estaban conectados. Ángel Cerro, camarero en El Real, una histórica cafetería a través de cuyas cristaleras se ve la basílica del Pilar, relata que hace unos meses, el hombre entró por la puerta asegurando ser cliente habitual, vecino del mismo bloque en el que se encuentra el local y pidiendo que le sirvieran una cerveza con la promesa de pagarla en otro momento. “No era habitual, no lo había visto nunca, así que le pedimos que se fuera. Ni rechistó, salió por la puerta y no lo hemos vuelto a ver”, relata el camarero tras la barra. “Unos días después, entró en otro restaurante que tiene mi jefe aquí al lado, asegurando que era amigo del dueño y que le dejaran 20 euros”, prosigue. Una simple llamada al empresario bastó para desmontar esta infantil estratagema.

Su último capricho fue una cena italiana en un local de la cadena La Tagliatella. El día 9 pidió sentado solo en su mesa un rissoto con ibéricos, unos ravioli all’arabbiata, unos panes de la casa que llevan olivas, cebolla y tomatitos, una botella de vino tinto, dos gaseosas, una bola de helado de nata —sin toppings, especifica el ticket— y un carajillo de JB. 57,55 euros. Los agentes que acudieron decidieron detenerlo porque el hombre no facilitó ni un contacto de teléfono ni una dirección fiable como garantías de que fuera a presentarse al día siguiente al juicio rápido por esta nueva estafa. Su última cena, hasta ahora.

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