Donald Trump, infalible fábrica de eslóganes, estrenó uno especialmente exitoso durante la Conferencia Política de Acción Conservadora de marzo: “Soy vuestra justicia. Soy vuestra venganza”. Esa retórica del hombre que por sí solo carga con el resentimiento y el martirio de sus votantes la desarrolló después con este otro: “No vienen a por mí, vienen a por vosotros; yo solo me interpongo en su camino”.
En el marco de la conferencia estatal del Partido Republicano en Columbus (Georgia), Trump empleó de nuevo el sábado pasado esta última frase, con su imprecisa tercera persona del plural que incluye, entre otros, a Joe Biden, el FBI o el Departamento de Justicia. Era su primer discurso tras conocerse su imputación por los papeles de Mar-a-Lago, el centenar de cajas con unos 13.000 documentos, unos 300 de ellos clasificados, que se llevó sin permiso de la Casa Blanca en enero de 2021 cuando dejó de ser presidente de Estados Unidos. El caso promete poner a prueba el sistema judicial estadounidense y la misma democracia.
Este martes está citado ante un tribunal federal de Miami para escuchar los 37 cargos de los que se le acusa: 31 de ellos, por retención intencionada de información de defensa nacional contenida en otros tantos documentos; tres, por guardarse y ocultar papeles a las investigaciones federales; dos, por falsedad; y el último, por conspiración para obstruir a la justicia con uno de sus empleados, Walt Nauta. Es la primera vez que un expresidente se enfrenta a delitos federales; siete, en este caso.
Trump, que ha confirmado que no renuncia a sus aspiraciones presidenciales, ha reaccionado como acostumbra a las noticias sobre su segunda citación ante un juez; la primera fue en abril en Nueva York, por el caso del supuesto pago a la actriz porno Stormy Daniels para acallar una relación extramatrimonial. Este fin de semana, habló del “chiste de la imputación”, se presentó como la víctima de una “caza de brujas”, de una “estafa” y de una ”intoxicación” para “interferir en las elecciones”, a las que la ley estadounidense le permite presentarse, aunque lo manden a la cárcel.
Simpatizantes de Trump, este lunes a las puertas de su residencia en Mar-a-Lago.MARCO BELLO (REUTERS)
El sábado también esparció mentiras y medias verdades y agitó los bajos instintos de sus seguidores. Para esto último ha contado con la inestimable colaboración de algunos de los compañeros más extremistas de su partido. El congresista Andy Biggs (Arizona), por ejemplo, que tuiteó el pasado viernes: “Hemos entrado en fase de guerra. Ojo por ojo”. O Kari Lake, expresentadora de televisión metida a política que se niega a reconocer que perdió el pasado noviembre las elecciones a gobernadora de Arizona. Lake declaró este domingo ante un auditorio que celebró con fervor sus palabras: “Si quieren ir a por el presidente Trump, tendrán que pasar por encima de mí y de 75 millones de estadounidenses como yo [cifra aproximada de los votantes republicanos en 2020]. Les voy a decir una cosa: la mayoría de nosotros somos miembros titulares de la Asociación Nacional del Rifle. Esto no es una amenaza, es un anuncio de servicio público”, dijo.
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SuscríbeteVentaja en las encuestas
Ambos comentarios son la expresión más extrema de las ideas de la porción del país que considera que la imputación de Trump es la prueba de que sus adversarios están empleando el sistema judicial estadounidense para neutralizar sus expectativas presidenciales, que no dejan de mejorar con cada nuevo lío legal que se materializa ante él. El caso Stormy Daniels marcó un cambio dramático en sus opciones para la designación republicana como candidato en 2024, e hizo que Trump tomara una ventaja de dos cifras en las encuestas con su más serio competidor, el gobernador de Florida, Ron DeSantis. El último sondeo, hecho por CBS News y YouGov durante este fin de semana, fija en un 61% los votantes republicanos que lo elegirían a él, frente al 23% de DeSantis.
En el otro lado del espectro ideológico de un país profundamente dividido bajo los efectos de siete años de trumpismo, están quienes consideran que la prueba que debe superar la democracia estadounidense (en que esta está en peligro coinciden unos y otros, no así en los motivos) es otra: la de demostrarse a sí misma que nadie está por encima de la ley. Tampoco un expresidente.
Para quienes opinan de ese modo, el pliego de cargos no deja lugar a dudas. Redactadas con sumo cuidado por el frío fiscal especial Jack Smith, un letrado independiente, última diana del trumpismo, sus 49 páginas aportan pruebas de movimientos de documentos dentro de la mansión del magnate en Palm Beach (Florida), datos obtenidos de las cámaras de seguridad, fotografías en las que se ven las cajas en lugares como un baño o sobre el escenario de un salón de baile y conversaciones entre empleados y de Trump con personas a las que les enseña documentos clasificados pese a que carecen del permiso para verlos.
Esa actitud y el modo en el que sus colaboradores describen la relación que había desarrollado el expresidente con los papeles de Mar-a-Lago (”ha pedido específicamente a Walt que se queden en la zona de oficinas porque son sus documentos”, se lee en una de las conversaciones transcritas) son las únicas pistas para responder a una pregunta esencial en cualquier caso: ¿qué motivó al expresidente a llevarse esos papeles que, como la mesa o los retratos del Despacho Oval de George Washington o Andrew Jackson, no le pertenecen a él, sino a los Archivos Nacionales?
El candidato presidencial republicano Chris Christie, que fue amigo del acusado hasta que se convirtió en uno de sus grandes enemigos, respondió a esa pregunta el domingo en televisión: “Ninguno de los que lo conocemos estamos sorprendidos. Quería quedarse con estos documentos como un trofeo. (…) No puede admitir que ya no es presidente y necesita probarlo enseñando por ahí esos papeles”.
Mientras el país contiene la respiración ante la “histórica” jornada de mañana, Biden sigue enrocado en una de sus tácticas habituales: cerrar la boca. Después de todo, está en el centro de otra investigación por los documentos, muchos menos y no tan comprometidos, de su época como vicepresidente, que durante años tuvo en una oficina particular y en su residencia de Delaware, así que está tratando por todos los medios de poner distancia para ahuyentar las sospechas de interferencia partidista. El viernes dijo que se había enterado de la imputación por la prensa.
Es la “decisión correcta”, considera el historiador de la Universidad de Georgetown Michael Kazin, autor de What It Took to Win, una biografía sobre los dos siglos del Partido Demócrata. “Los críticos de Biden usarían cualquier cosa que dijera en su contra”, opina en un correo electrónico. “Su mejor estrategia, al menos por ahora, es dejar que el caso siga su curso en los tribunales. Por supuesto, si termina enfrentándose a Trump en campaña, tendrá que abordarlo. Pero eso no empezará hasta el próximo verano”.
Kazin recuerda que fiscal general Merrick Garland tomó la decisión de encargar la investigación a Smith para evitar involucrar a ningún miembro del gabinete de Biden. “Lo contrario podría interpretarse como un conflicto de intereses”, añade, “aunque Trump está siendo procesado por delitos federales, por lo que no hay forma de evitar que algún cargo federal acabe involucrado”.
La sombra de esa sospecha dilatará seguramente el procedimiento, pese a que Smith prometió el viernes en una corta comparecencia sin preguntas ante la prensa que sería “un juicio rápido”. Paul Rosenzweig escribió este fin de semana en la revista de The Atlantic que era más razonable pensar en un plazo de un año, con lo que acabará metido de lleno en la campaña. Echando mano de un símil baloncestístico, Rosenzweig concluía: “En cualquier otra circunstancia, dado el peso de las pruebas, el caso sería tan fácil como machacar la canasta. Pero dado el estado actual de las cosas, se parece más a un tiro desde más allá de la línea de tres puntos difícil y disputado”.
En el pliego de cargos, se nota que Smith ha tratado de cubrir todos los flancos posibles para asegurarse la canasta, con detalles como la inclusión de una serie de declaraciones de Trump durante la campaña de 2016 que lo llevó a la Casa Blanca y que no han resistido bien el paso del tiempo. Declaraciones como esta: “Durante mi Administración voy a hacer cumplir todas las leyes referentes a la protección de la información clasificada. Nadie estará por encima de la ley”. O esta: “No podemos tener a alguien en el Despacho Oval que no entienda el significado de la palabra confidencial o clasificado”.
El fiscal especial Jack Smith comparece ante la prensa el viernes pasado en Washington.Alex Brandon (AP)
El texto no cita en ningún momento a Hillary Clinton, a quien estaban dedicadas aquellas palabras. Tampoco han tardado en aflorar entre destacados líderes republicanos las comparaciones entre este caso y el de los correos electrónicos de ella cuando era secretaria de Estado y usó una cuenta personal para tratar asuntos clasificados. Entonces, el Departamento de Justicia decidió no presentar cargos, como ha recordado este fin de semana DeSantis, que declaró en Georgia en el mismo foro que Trump: “¿Existe un doble rasero para un secretario de Estado demócrata y un expresidente republicano? Creo que debe haber un estándar de justicia en este país”.
El escándalo de Clinton fue una de las mejores armas de Trump en 2016, y desembocó en otro de sus efectivos eslóganes: “Lock her up!” (“¡Enciérrenla!”). Entonces, le funcionó. Puede que Clinton no terminara en la cárcel, pero a él acabó en la Casa Blanca.
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