Abusos sexuales. Acoso laboral. Discriminación salarial. Humillaciones en público. Chistes sobre violaciones. Represalias. Ser mujer en Blizzard, una de las compañías de videojuegos más relevantes en el mundo, se había convertido en una pesadilla. Implicaba convivir a diario con un entorno machista, presente en cada rincón de la organización. La demanda interpuesta el pasado 20 de julio por el Departamento de Empleo Justo de California (DFEH), después de dos años de investigación y tres intentos de mediación, no deja dudas: “Existe una omnipresente cultura laboral de chicos de fraternidad [en referencia a las asociaciones universitarias estadounidenses, muchas de ellas exclusivamente masculinas]”.
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Las imágenes descritas por la demanda recogen todo tipo de aberraciones. Desde mujeres expulsadas de las salas de lactancia para que los hombres mantuvieran reuniones hasta trabajadores borrachos yendo a gatas a ciertos despachos donde abusar de sus compañeras. Alex Afrasabi, antiguo director creativo de World of Warcraft, uno de los títulos estrella de la compañía, era conocido por acosar a trabajadoras en una habitación de hotel a la que llamaba Suite Cosby —en referencia al actor Bill Cosby, condenado a 10 años por drogar y violar en su casa a Andrea Constand—. Las empleadas que se han atrevido a hablar expresan su inseguridad a la hora de denunciar y cuentan que les tocaba hacer terapia entre ellas para sobrellevar el día a día. “Cuando las trabajadoras se quejaban, en la empresa hacían oídos sordos”, zanja la demanda.
El escándalo de Blizzard es el episodio más visible y sangrante del machismo más o menos soterrado que existe en el sector. Una caja de Pandora que se ha ido abriendo a golpe de denuncias y escándalos. La primera gran sacudida se dio en 2014, con el llamado GamerGate, una campaña de ciberacoso en redes contra la desarrolladora Zoë Quinn por cuestiones relativas a su vida personal, que se volvió como un bumerán contra sus promotores. En 2019, la compañía Riot Games fue condenada a pagar 10 millones de dólares a una trabajadora por discriminación de género. Desde enero de este año, los tribunales investigan a su CEO, Nicolo Laurent, por una denuncia de acoso sexual. En 2020 fue el gigante Ubisoft quien tuvo que crear una auditoría de diversidad tras acumular múltiples denuncias por acoso machista.
“En España existe discriminación, aunque no puedo decir si al mismo nivel que en Blizzard. Las empresas no lo han investigado todavía como para poner de manifiesto lo que padecemos”, asegura Gisela Vaquero, fundadora de WIGES (Women in Games España), una organización que ayuda, promueve y da visibilidad a las mujeres de la industria del videojuego, la más importante del ámbito de la cultura en España. El machismo va más allá de la violencia y el acoso y el problema de base, explica Vaquero es que estamos ante un entorno muy masculino: las mujeres son solo el 18,5% en el sector. Y esta desproporción genera estereotipos que dificultan que las más pequeñas vean un modelo al que aspirar. “Si la sociedad mantiene la imagen de que los juegos no son para ellas, significa que están ante un entorno discriminatorio. No está adaptado. Es muy hostil, como con un cartel de no bienvenida”, argumenta Vaquero.
Según el último estudio de derechos fundamentales de la UE, el 50% de las mujeres españolas ha sufrido alguna vez acoso, un porcentaje que asciende al 60% cuando tienen educación universitaria u ocupan puestos de responsabilidad. Miguel Lorente, profesor de la Universidad de Granada y exdelegado del Gobierno para la Violencia de Género, asegura que esos datos son aún más graves en sectores como el de los videojuegos, donde el ambiente está tan masculinizado que los hombres se sienten respaldados en su acoso. “Tradicionalmente se trata de un contenido desarrollado por y para ellos. A las mujeres les dan un papel menor, que no rompa su mundo. Así se refuerza esa idea de qué sitio han de ocupar”, razona.
El machismo en las empresas desarrolladoras puede permanecer más o menos oculto. Pero en las cada vez más populares emisiones de contenido en directo por parte de los llamados streamers la discriminación y el acoso se hacen públicos y evidentes. Frente a la cámara, hombres y mujeres se exponen a una comunidad anónima que nos los trata por igual. Ellas son juzgadas por su apariencia física y habitualmente soportan comentarios machistas y vejatorios. El pasado sábado, la streamer @mery_soldier se quejaba así en Twitter: “Desde hace unos meses no cesa determinado acoso, haga lo que haga, no me meto con nadie, no entro al trapo en tema delicados… es agotador. No entiendo de donde nace ese odio”. Hace unos meses, la también retransmisora Murmaider se quejaba en términos parecidos: “He vuelto a jugar en #Valorant y me he encontrado a la misma panda de retrógrados de siempre… estoy CANSADA de encontrar gente con esa mentalidad”.
La herramienta que aporta para frenarlo la plataforma Twitch, líder en el sector del streaming, es el bloqueo de los usuarios y borrado instantáneo de los mensajes. Pero con otro correo y unos pocos datos los acosadores pueden hacerse rápidamente con una nueva identidad. “El machismo es cultura, no conducta. El odio en el discurso en las redes o chats como el de Twitch alimenta un odio misógino histórico. Te reconocen como más hombre por comportarte así. Al final siempre acosan, maltratan y asesinan a las mujeres”, expone Lorente.
Otro sector surgido de los videojuegos, el de los deportes electrónicos, tampoco se libra de la discriminación. En primer lugar, la salarial. Según el estudio publicado en 2020 por eSportsWatch, solo hay una mujer entre los 500 jugadores mejor pagados del mundo. Como explicaba hace un par de años Aidy García, jugadora profesional de CS:GO, en un campeonato que disputó en París había 4.000 euros de premio para ellas mientras que para sus compañeros la cifra ascendía a los 20.000.
“Los eSports están dominados por hombres. Hay un sexismo evidente. Los directores de equipos se reirían de la idea de contar con una mujer en sus filas. Preferirían contratar a un chico con peores habilidades antes que a una chica con más nivel”, explica a EL PAÍS por correo electrónico Maria Creveling, más conocida como Remilia, la primera chica en llegar a la máxima competición de League of Legends en Estados Unidos. Pese a su talento, al poco de alcanzar la cima en 2017, tuvo que descenderla de golpe debido al ciberacoso de la comunidad.
Las réplicas del terremoto de Blizzard, que han dejado la dimisión de su presidente, J. Allen Brack, la de un directivo de recursos humanos y la de un buen reguero de anunciantes en sus competiciones, como Coca-Cola y Kellogg, tienen visos de sacudir la industria. De forjar una suerte de Me Too del gaming en el que las compañías mantienen su responsabilidad para combatir el machismo, según explica Vaquero. “Deben saber cómo se encuentran las mujeres en su empresa. Implantar planes de igualdad. Detectar por qué la presencia femenina es tan escasa y por qué las discriminan. Es algo que apenas ponen en práctica”, lamenta.
Hace poco tiempo que el sector de los videojuegos comenzó su partida particular contra la discriminación de género. El escándalo de Blizzard muestra una realidad cruda, escondida debajo de la diversión que se le presupone a este negocio. A partir de ahora cuesta descifrar cuántas mujeres por fin alzarán la voz o cuántas organizaciones se verán reflejadas y pondrán la pantalla de game over al machismo. Aun así, algo también está cambiando en el gaming. “El feminismo avanza, pero falta mucha estrategia. No valen acciones sueltas incapaces de crear cultura. Faltan medidas más integradas, globales y de mayor intensidad”, concluye Lorente.
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