España estaba fuera de la Unión Europea, faltaban unos meses para que el IVA empezara a aplicarse, y en las carteleras aparecía el estreno de la primera película de la saga Terminator. Retroceder al año 1985 es viajar a un país que muchos recuerdan, pero que ya no existe. Las altas cifras de inflación han vuelto a llevar sus cuatro dígitos a los titulares como recordatorio de lo insólito del momento: la subida de los precios de marzo, del 9,8%, no se veía en España desde mayo de aquel ejercicio. Si tiene menos de 36 años y 10 meses, nunca ha vivido un aumento de tal calibre.
El dato no deja de ser en parte un efecto estadístico: la inflación anual compara lo sucedido en el mes con lo que ocurrió en el mismo periodo del año anterior, con lo que si la medición se hace frente a un mes de precios bajos o incluso negativos, hay más probabilidades de que el salto sea mayor, generando la consiguiente alarma. Sin embargo, el largo repunte de los precios, que acumulan en España 12 meses por encima del objetivo del 2% del BCE, y se ha visto agravado por la invasión rusa de Ucrania, ha culminado en una explosión de malestar que excede los archivos excel y se filtra a borbotones en la economía real a través de camioneros en huelga, agricultores y ganaderos en las calles, pescadores sin faenar y consumidores descontentos.
¿A qué es comparable esta crisis? Salvando las distancias, el paralelismo más repetido por los expertos consultados se remonta más atrás, a los años setenta, cuando se fraguó una de esas tormentas perfectas que cada cierto tiempo azotan la economía: los países árabes dejaron de vender petróleo a Occidente por apoyar a Israel en la guerra del Yom Kippur y el crudo se disparó. Estados Unidos desligó el dólar del oro y las monedas fluctuaron libremente, lo que Washington aprovechó para inyectar dinero con el que financiar la guerra de Vietnam. Las consecuencias fueron fatídicas: la inflación estalló y se contagió a Europa.
Como explica el historiador económico Francisco Comín, España trató de esquivar el golpe, pero las medidas tomadas solo lo aplazaron y empeoraron. “El régimen de Franco no transmitió el aumento del crudo a los precios interiores, tragándose las pérdidas Campsa, que era el monopolio de petróleos. Esto provocó que la crisis energética se retrasara en España hasta 1976, cuando la repercusión sobre los precios agravó la inflación y la crisis económica”. España se acostumbró a convivir con la inflación: pasó 11 años, entre 1973 y 1984, con subidas ininterrumpidas de precios de doble dígito —algo que ni los más negativos de entre los pesimistas se plantean hoy—. La inflación tocaría techo en el 28,4% de agosto de 1977, pero las réplicas continuarían. “La amenaza económica para 1979 sigue siendo la inflación”, reza un titular de este diario en aquel año.
“Se cometió el error, que se puede repetir ahora, de tratar de no transmitir las subidas de costes a los productos finales”, advierte Pablo Martín-Aceña, catedrático emérito de Historia Económica de la Universidad de Alcalá de Henares, en referencia a las subvenciones al combustible que está concediendo el Ejecutivo desde el viernes. En su opinión, mientras persista la dependencia energética, la vulnerabilidad frente a estos shocks externos es máxima. “Los políticos deben hablar a los ciudadanos de lo que está pasando y decirnos que vamos a tener rentas menores en los próximos años. Vamos a ser más pobres. Tenemos que ajustarnos el cinturón. Nada de compensar, nada de elevar el gasto público para paliar pérdidas de renta o bajar los impuestos, porque luego en el futuro habrá que pagar esa deuda, y las generaciones futuras no se lo merecen”.
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El profesor concede que las familias están en una posición mejor, porque tras la Gran Recesión se desendeudaron, y ahora hay un cierto colchón al que se une el ahorro embalsado en la pandemia, cuando las restricciones impedían el gasto, “pero eso no quita que tanto usted como yo tengamos que pagar precios más altos porque se ha producido una guerra”, insiste.
Miguel Cardoso, economista jefe para España de BBVA Research, percibe similitudes con los setenta, cuando una guerra también fue la causa de una restricción de oferta de combustible, un insumo tan vital para el tejido productivo como la sangre para el organismo. Pero encuentra diferencias notables: por el lado positivo, España es parte del euro, depende de un banco central con más credibilidad, y no tiene necesidad de recurrir a financiación cara en los mercados.
En la parte negativa, no puede devaluar la moneda para ganar competitividad, lo que la expone a riesgos extra. “Si los salarios crecen más aquí que en nuestros socios comerciales, las empresas pueden perder competitividad al tener que trasladar esos costes a sus precios, por eso es tan importante el pacto de rentas”. Comín añade a esa lista que en el lado de la deuda pública, que cerró 2021 en el 118,4% del PIB, el margen es menor que antaño para lanzar planes anticrisis. “La Transición empezó con el contador de la deuda pública (y su porcentaje en el PIB) prácticamente a cero [en 1975, año de la muerte de Franco, era del 7,3%], con lo cual pudo recurrirse a ella para financiar la creación del Estado del Bienestar”. En aquel entonces, sin embargo, el Estado apenas proveía de servicios públicos.
España, entre los países con más inflación
En los últimos meses, la inflación española ha estado por encima de la europea. Y la distancia, de 1,7 puntos en febrero, ha crecido aún más en marzo, y ahora es de 2,3 puntos —9,8% frente a 7,5% en la zona euro—. El fenómeno da la vuelta a la tendencia que siguió a la crisis financiera, cuando España solía mantener los precios ligeramente por debajo de sus socios debido a una menor demanda interna. Y regresa así a su posición tradicional: a comienzos de los 2000, y sobre todo en los setenta y ochenta, la inflación española solía superar la de sus vecinos comunitarios.
Uno de los factores que los analistas consideran clave para explicar que España haya sido en marzo el quinto país del euro con la inflación más alta es el modo en que calcula el precio de la electricidad. A diferencia de otros Estados, no incluye los contratos a largo plazo del mercado libre, y solo contabiliza los precios de la tarifa regulada, más volátil. Fuentes del INE aseguran que están trabajando con las eléctricas para corregirlo, pero todavía no saben cuánto tardará en subsanarse esa anomalía.
Hay otros motivos: el paro de transportistas es un movimiento exclusivamente español que ha podido traducirse en subidas de precios provocadas por el desabastecimiento. Llaman la atención, por ejemplo, los datos del sector del automóvil: en marzo se vendieron apenas 60.000 coches, frente a los 86.000 del mismo mes del año anterior, un 30% menos.
Dos fuerzas opuestas
El terremoto inflacionista ha opacado la recuperación, que debía aprovechar este año el fin de las restricciones por la pandemia para hacer olvidar los tiempos de apreturas a lomos de los ingentes estímulos públicos desplegados por los fondos europeos. Como dos gigantes tirando del extremo opuesto de una cuerda, inflación y crecimiento libran ahora una enconada disputa por ser los protagonistas del año.
De momento, hay una clara ventaja para la primera, lo que alienta los temores de estanflación —inflación sin crecimiento—, pero para Xavier Brun, director del Máster en Banca y Finanzas de la UPF-BSM de Barcelona, ni siquiera las subidas de precios contendrán una cierta euforia consumista pospandemia. “Después de casi tres años de restricciones, si hiciésemos un referéndum en España ahora mismo, una mayoría te diría que tiene ganas de viajar. Hemos gastado en productos y ahora hay ganas de gastar en servicios. En restaurantes, viajes y hoteles. Ese crecimiento provocado por las ganas de volver a la normalidad puede alejarnos de la estanflación”, augura.
Para Cardoso, de BBVA Research, la guerra también va a cambiar decisiones de viaje. “España va a recibir muchos turistas que no quieren estar cerca del conflicto y en una situación normal hubieran ido a Europa del Este o a países como Grecia y Turquía”. También espera que la agilización de los proyectos ligados a los fondos europeos contribuyan a acelerar la actividad. En cambio, ve nubarrones en los paros en la industria electrointensiva, que amenazan con generar nuevos cuellos de botella, y en los nuevos confinamientos en China por la estricta estrategia de covid cero impulsada por Pekín, que añade presión a las cadenas de suministro globales.
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