La lengua materna


Se invierten muchos esfuerzos en España para evitar la desaparición de lenguas cuya pérdida se sentiría como una catástrofe. Desde el principio, la democracia española ha sido muy sensible a esta diversidad, cuya protección se recoge en la Constitución. Parece que las cuestiones lingüísticas no pueden dejar frío a nadie, pero yo entiendo los idiomas más como herramientas de comunicación (y, por tanto, prácticos y dúctiles) que como legados sagrados dignos de reverencia. Entiendo a quienes piensan esto último, que son mayoría, y me resigno a vivir a contramarcha, rodeado por colegas escritores que se erigen en paladines de idiomas que yo prefiero que se defiendan solos. Dirán que puedo permitirme el lujo de la indiferencia porque mi lengua materna es una de las más habladas del mundo y nada la amenaza, pero no sufriría si se desvaneciese ni haría casus belli de su supervivencia. A lo sumo, le montaría un funeral bonito. Si no fuera tan vago, traicionaría con gusto mi idioma para escribir en inglés y rendirme a la koiné imperial.

Siento por el castellano un afecto parecido al que me inspiran los cocidos de mi madre, pero prefiero los cocidos porque sé que un día acabarán. Cada domingo que disfruto de ellos es una cuenta atrás. Yo también los cocino, y así algo de mi madre pervivirá en mis guisos, pero muy transformado, acaso irreconocible, como el español que hablo tampoco es ese español suyo un poco achulapado de un Madrid que ya no existe.

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Sin la promesa de la extinción y de la muerte, la vida sería insípida. Sin el horizonte del cambio, las sociedades se enmohecen. Cualquier persona dotada con una mínima conciencia histórica sabe que vivimos sobre muertos, que casi todo lo que nos sostiene y explica es fósil, y que pronto lo seremos nosotros también.

Oponemos tanta resistencia a la muerte, que negamos sus síntomas más obvios. Una médica me contó hace poco que ya no se abordan los achaques en su consulta. Pacientes muy ancianos reclaman soluciones para dolores y molestias que no tienen más causa que la vejez. Rechazan la palabra achaque: imbuidos de inmortalidad, exigen que la medicina les devuelva una salud que los años han destruido, como otros esperan que la política resucite culturas que se apagan. Se entiende la oposición, pero aceptar la muerte en paz y con galanura es una forma de vencer su cara más terrorífica. La de nuestra muerte real y la de todas las muertes metafóricas que se nos presentan.


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