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La leyenda del congrio seco

El mundo es un lugar lleno de vasos comunicantes. A Jesús García, venezolano de 45 años, lo secuestraron un día en su país y su familia tuvo que pagar un rescate para que lo soltasen. Decidió emigrar con su esposa y sus tres hijos a Muxía, el pueblo gallego de donde emigró a Venezuela su abuelo José. Este en su tierra había trabajado en el secado de congrio, un oficio de datación medieval y exclusivo de la costa de Galicia que tuvo empuje durante siglos y al que ahora, en riesgo de desaparecer, solo se dedican en Muxía un par de familias. Para una de ellas trabaja Jesús García, el nieto latinoamericano de José.

“Quién me iba a decir a mí que iba a acabar siguiendo los pasos de mi abuelo”, dice mientras hace en un congrio las incisiones necesarias para que se oree y seque la carne. Su acento permanece intacto y a la vez usa con naturalidad las palabras locales del oficio. Hacer esos cortes se dice “lañar” y la hoja curva que se utiliza se llama “poda”. Una vez que abre los congrios, los ensarta con varas y los cuelga en una estructura de metal que pasa a una cámara de secado. El pez queda abierto y desplegado de par en par, y su carne blanca toda horadada tiene forma de celosía.

Su jefe es Javier Lema, dueño de Lemar Elaboraciones Artesanas. Natural de Muxía, antes fue patrón de barco y a sus 35 años trata de insuflarle vida comercial al congrio seco, como negocio y con el deseo de proteger su valor patrimonial. “Me daría pena que esto se perdiese y estamos intentando darle una vuelta al producto. Ya lo vendemos en filetes envasado al vacío y en escama, que funciona muy bien para hacer un caldo de pescado como el dashi japonés”, explica. Está tanteando el mercado ruso, que aprecia este producto.

El secadero de congrios al aire libre de Miguel Diz y de su abuelo Juan. MANUEL SENDÓN

En A Furna, el restaurante que tiene en el pueblo, lo usan en arroz caldoso, en croquetas, en empanada. Tiene un sabor intenso, muy marino, y la textura es firme. Es un ingrediente con potencial el congrio seco, aunque no sea precisamente profeta en su tierra. En Galicia siempre se ha consumido fresco, por ejemplo en caldeirada, y su versión curada más bien ha recibido desprecio.

—Yo lo veo un poco como el queso azul —dice Lema—, que unos se vuelven locos con él y otros lo odian.

En Galicia cocinan el congrio seco chefs de referencia como Pepe Solla o Lucía Freitas, de A Tafona, y ya se vende en algunas tiendas gourmet de ciudades como Barcelona, Madrid o Bilbao. Pero su destino principal sigue siendo el mismo que en el siglo XVI, un pueblo lejano que lo ha amado como nadie: Calatayud, en Aragón.

El dueño del otro secadero que queda en Muxía, Miguel Diz, de 38 años, dice que el 90% de lo que venden va para allí, si bien el volumen de comercio ha caído: “Mi abuelo me cuenta que hace 30 años elaborábamos 50.000 kilos al año. Ahora andamos por menos de 10.000”.

Diz también busca nuevas vías comerciales. Hace un par de años recibió a un grupo de turistas extranjeros que quedaron asombrados con su cabria, la tradicional estructura de madera para el secado del congrio al aire libre. Diz prefiere este método de curación “natural”. Lema, que tiene otra cabria, usa más la cámara porque el clima de la Costa da Morte, la zona de Muxía, varía mucho y es difícil que se den con continuidad las condiciones adecuadas de luz, frío, viento del nordés y poca humedad.

Una cabria llena de congrios a secar es un fenómeno estético. El abuelo de Miguel, Juan Diz, cuenta que un día apareció un hombre que dijo que se había enterado de que tenían la suya a rebosar y salió escopetado desde A Coruña, a 90 kilómetros en coche, para tirarle unas fotos.

Su nieto echa en falta más promoción de una tradición tan singular: “Aquí nos acordamos cuando viene un conselleiro o un ministro para decirle que es una cosa que solo tenemos nosotros, pero luego nada”.

Juan Diz empezó en esto a los 14 años. A los 92, sigue ayudando a su nieto. A la orilla del mar junto a su cabria en un día de orballo, se sienta en una roca y habla de cuando era joven y “había tanta miseria”, de las mujeres cargando sobre su cabeza cestos llenos de congrio, de las jornadas de trabajo interminables desde que amanecía hasta que se ponía el sol.

—¿Sabes el sueldo que tenía yo cuando empecé?

—No.

—No, ya. No tienes ni idea.

—¿Un euro al día, al cambio?

—¡Ja! ¡Un euro! Unas 500 pesetas al mes trabajando como una mula.

Él tampoco aprecia el congrio seco. Ahora bien, da fe de lo que le gusta a los de Calatayud. Cuenta que una vez llegó un autobús de bilbilitanos [gentilicio de este pueblo] para una jornada de amistad con la gente de Muxía. La fiesta consistió en una gran comida en la lonja centrada en el producto que los ha vinculado desde antiguo. “Ojo, que se trajeron de allí a su propio cocinero”, dice. Juan Diz asegura que verlos engullir congrio seco era formidable: “Lo comían como leones. No sabes el hambre con que lo comían, con qué placer. Parecía que fueran pobres, y qué iban a ser, eran todos gente de dinero”.

Croquetas con congrio en A Furna, el restaurante de Castro y Lema en Muxía.MANUEL SENDÓN

En un estudio de 2014 del Archivo Municipal de Calatayud se indica que existe constancia documental del consumo de congrio seco en Aragón desde el siglo XII. Del siglo XV en adelante, Calatayud ya era un relevante nudo mercantil y el trasiego de este producto fue siempre considerable. Era transportado en mulas desde Galicia en viajes de más de dos semanas. Existe la teoría de que los marineros gallegos cambiaban el pescado a los aragoneses por cuerdas de cáñamo. Según este estudio, no hay prueba de que fuera así. A finales del XIX, con una población de 12.000 habitantes, había en Calatayud 16 ultramarinos donde a buen seguro se ofrecía el congrio seco, que en el pueblo siempre ha sido el plato típico, sobre todo guisado con garbanzos.

Esta tradición culinaria ha ido menguando en el pueblo aragonés, pero sigue en el ADN bilbilitano. Javier Lema nunca se olvidará de aquel chaval de Calatayud que visitó su obrador, abrió uno de sus tarros y comía escamas a cucharadas.


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