La libertad que nos enseñó Carmen Laforet


He tenido la suerte de poner los pies en Canarias por primera vez. Esta parte de mi oficio es algo con lo que no contaba cuando era pequeña: viajar detrás de los libros allá donde me reclaman los lectores. Al contrario, en mi proyección a futuro ser escritora consistía en estar retirada del mundanal ruido, enterrada, a ser posible, bajo pilas infinitas de volúmenes explorando lenguas y palabras, persiguiendo constantemente el matiz, el sonido, la belleza. Dar cuerpo verbal a un mundo propio, hibridación de todas las parcelas que nos conforman. Para quien pasa buena parte de su vida con la nariz metida en páginas y más páginas y encuentra en ellas conocimiento profundo, compañía y consuelo, lo leído es tan real como lo vivido y la frontera entre ambas experiencias se hace difícil de delimitar.

Es por esta razón por lo que las obras que nos marcaron de forma temprana tienen tanta importancia como los recuerdos de la infancia. Tengo ahora mismo en mis manos una emocionante selección de textos, muchos inéditos, de Carmen Laforet publicados con motivo del centenario de su nacimiento y recopilados por su hijo Agustín Cerezales. Hay en él una fotografía de la autora de niña, en bañador, con el pelo mojado y esa mirada tan característica suya que ya entonces era como la hemos visto en tantas instantáneas de adulta. Habiendo visitado Las Palmas por unos días me cuesta menos imaginar lo que debió ser crecer en la libertad del mar y el buen clima, en un territorio apartado del centro, casi ajeno a los traumáticos sucesos de la Guerra Civil y el contraste brutal que debió experimentar Laforet al instalarse en la Barcelona de la posguerra. Las grandes ciudades, para quien vive lejos de ella, suelen presentarse en el imaginario juvenil preñadas de esperanzas. Como si el sitio fuera a construirnos, a permitirnos ser aquello que todavía no hemos podido ser. Por esto mismo Nada sigue conquistando a generaciones enteras de lectores: Andrea es la encarnación del doloroso proceso de ir desprendiéndonos de lo que nos es propio para descubrir nuestra individualidad particular. Solo con los años, creo yo, acabamos descubriendo que la individualidad tan anhelada estaba ya presente cuando aún desconocíamos las limitaciones del mundo y éramos así, sin más, libres como el mar y el buen clima, tan ligeros como al zambullirnos en el agua salada.

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