Capítulo 22
1. El fondo del fondo
No se ha visto tanta afluencia desde el testimonio de François Hollande. Es el segundo interrogatorio de Salah Abdeslam, único superviviente del comando del 13 de noviembre y por este motivo la estrella del juicio. Lejano queda el tiempo en que, como se había callado a lo largo de la instrucción, hacíamos apuestas: ¿hablará o no? No sólo habla sino que parece contento por hablar, contento de que le escuchen, contento por atraer a tanta gente. Su camisa blanca está bien planchada, está en forma, el interrogatorio durará más de siete horas. Educado y complaciente en general, tiene accesos de insolencia, sin malicia. El presidente cita una carta a su madre en la que le escribe que aunque su hermano Brahim se hizo saltar por los aires, los dos son mártires. Abdeslam le interrumpe: “No es el momento de hablar de eso porque estamos en el fondo y hasta en el fondo del fondo. No cuestiono sus capacidades intelectuales, señor presidente, pero no hay que apresurarse demasiado”. Sonrisa del presidente, más divertido que ofendido.
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No tenemos la impresión de que ese fondo del fondo sea tan profundo. No es un abismo dostoievskiano de donde manaría el aliento del infierno. Nos sorprende más bien la ligereza, la inconsistencia, la inconsecuencia de este chico que ha participado en la matanza de 131 personas pero al que todo el mundo describe como un buen chico, y sin duda lo es. ¿Habría que dar por ello la razón a su primer abogado, Sven Mary, que dijo que tenía el cerebro de un cenicero vacío? No lo creo. Yo me fiaría más de los dos psiquiatras, Daniel Zagury y Bernard Ballivet, que dicen en su informe pericial que no está loco ―en absoluto― y tampoco es tonto. Es más bien un mequetrefe que se enreda en sus contradicciones: musulmán rigorista pero juerguista, fanático pero apegado a su pequeña vida tranquila, terrorista cobarde, que asegura que juró lealtad al Estado Islámico 48 horas antes de los atentados y luego después de los atentados, y luego de nuevo antes: nos perdemos, y seguramente también él mismo.
2. La tercera versión
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Nada de lo que dice tiene peso, pero sí algo que se asemeja a una línea de defensa. Se sustenta en dos puntos. El primero: no he matado a nadie, no he herido a nadie, no tengo las manos manchadas de sangre. Es verdad, como en el caso de todos los acusados, puesto que todos los que mataron han muerto. El segundo: “Comprendo que la justicia quiera hacer un escarmiento. Pero entonces, si un individuo está en el metro con una maleta de 50 kilos de explosivos y en el último momento quiere dar marcha atrás, ¿qué se dirá? Se dirá que de todos modos no le perdonarán, que le encerrarán y humillarán como a mí, y entonces ¿qué hará?”. Con otras palabras: si no se recompensa el arrepentimiento in extremis, todo el mundo explosionará. El argumento es a la vez sorprendente y no es absurdo. Si a quien no ha matado le condenan a lo mismo que al que ha matado, es decir, a la máxima pena, todos sentimos vagamente que hay algo que no encaja.
¿Es suficiente para que Salah Abdeslam tenga una posibilidad de una condena menor, un poquito inferior a la cadena perpetua que todo el mundo le augura? ¿Explica esta ínfima posibilidad que haya cambiado la imagen de combatiente receloso del Estado Islámico, que él reivindicó al principio del juicio, por la del títere inmaduro que ocupa hoy el banquillo? Entre el orgullo y la prudencia, da igual elegir el orgullo si estás seguro de que no tienes nada que perder. Pero ¿si no estás seguro? ¿Si tienes una puertecita de salida? Desde el principio todo el mundo se pregunta: si Salah Abdeslam no hizo explotar su cinturón, como estaba previsto, fue: 1) ¿porque no funcionó? 2) ¿porque tuvo miedo? En la primera versión es disculpable ―según los valores yihadistas―; en la segunda es digno de lástima, según los valores de todo el mundo. Pero he aquí que en un recodo del interrogatorio, de golpe y porrazo, sin que siquiera se lo hagan repetir porque es tarde, desliza una tercera: que al ver en las terrazas a todos aquellos jóvenes de su edad, que se le parecían, que al igual que él se habían puesto su camisa más bonita y perfume por detrás de las orejas, sintió por ellos una profunda empatía y renunció a su proyecto. En esta última versión, no es él quien se habría salvado, sino que habría salvado a los demás. Es algo inverificable para siempre, pero como estrategia de defensa puede intentarse.
3. El road trip
En el mes de agosto de 2015, Salah Abdeslam viajó a Grecia con su amigo Ahmed Dahmani, llamado Gégé, que debe a aquellas desdichadas vacaciones su comparecencia ante este tribunal. Porque eran vacaciones, dice Salah, y hay que ser muy retorcido para imaginar otra cosa. Los letrados Chemla y Rimailho, abogados de partes civiles, tienen esa mente retorcida. Piensan que este viaje era un recorrido de la ruta que seguirá el comando, dos meses más tarde, entre Siria y Bélgica. Para apoyar esta hipótesis rastrean, hora por hora, la geolocalización del móvil de Dahmani; el de Abdeslam, como por casualidad, permanece mudo desde que parten. 30 de julio, 16.13: alquiler del vehículo en Bruselas. 31 de julio, 2.45: parten de Bruselas; 8.45: control aduanero en Basilea; 15.22: llegada a Florencia. 1 de agosto, 19.30: embarcan en el ferry en Bari. 2 de agosto, 13.30: llegada a Patras. 4 de agosto, 18.00: parten de Patras. 5 de agosto, 9.30: llegada a Bari. 6 de agosto, 1.25: frontera suiza. Llegada a las 8.30 a Bruselas.
El efecto de esta lectura es tan cómico como abrumador. ¿A santo de qué este viaje relámpago en el que no ven nada? Abdeslam: “Teníamos poco tiempo, poco dinero, hicimos un road trip, no tiene nada que ver con el Estado Islámico”. “¿Pero qué hicieron? ¿Qué hacían cuando paraban?”. “Comíamos pasta, fuimos a las islas”. “¿A qué islas?”. “No me acuerdo de los nombres”. “De todas formas”, dice el presidente, “es un poco raro dos días de viaje a la ida y otros dos a la vuelta para quedarse solo dos días allí…”. “Era mejor que nada. Usted seguro que tiene recursos para pagarse unas vacaciones más lujosas, señor presidente, pero nosotros no”. Si reproduzco este breve diálogo es porque ilustra nuestros perennes cambios de perspectiva durante el juicio. Cuando escucho a las partes civiles, me parece evidente que este viaje apesta: el road trip, vaya broma. Llega el turno de la defensa. ¿Qué dice Olivia Ronen, la abogada de Abdeslam? Primero que los terroristas no siguieron esta ruta. Segundo, que es posible que, solo por divertirse, dos jovenzuelos atraviesen Europa pisando a fondo el acelerador y fumando un porro tras otro, con la música a tope, sin hacer paradas, y que es una conclusión errónea pensar en objetivos necesariamente funestos porque al pasar cerca de Florencia no visitaron los Uffizi. Al escuchar esto pienso: sí, es posible. Bueno, no totalmente imposible. Como tampoco es totalmente imposible, al fin y al cabo, que Abdeslam haya desistido en el último minuto de explosionarse por altruismo. (Pero, al instante siguiente, pienso: si era verdad, ¿por qué no lo dijo antes?)
4. ¿El libro entero?
Por desprovista de gravedad que sea, en los dos sentidos de la palabra, Salah Abdeslam, sin embargo, al principio del juicio dijo una frase que se ha resaltado poco pero en la que pienso a menudo: “Todo lo que dicen de nosotros, los yihadistas, es como si leyeran la última página de un libro. Lo que habría que hacer es leer el libro entero”. Yo no sé de dónde ha sacado esa imagen tan fuerte, pero es hasta hoy una de las dos respuestas que retengo a la pregunta regularmente formulada: “¿Qué esperan de este juicio?”. La otra frase la pronunció un superviviente del Bataclan, Pierre-Sylvain: “Espero que lo que nos ha sucedido llegue a ser un relato colectivo”. Componer un relato colectivo, leer el libro entero, son dos ambiciones inmensas. Inalcanzables, sin duda. Pero estamos aquí para eso.
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