¿Qué es un rascacielos? Según la Real Academia Española, un edificio de gran altura y muchos pisos. Seguramente la definición es correcta, tal vez solo por lo imprecisa que resulta. ¿Cuánta altura es gran altura? ¿Y cuántos pisos son muchos pisos? No existe un consenso ni una definición precisa que permita identificar y clasificar el edificio que define la arquitectura moderna. Porque, en realidad, la definición de rascacielos es tan difusa como global es su imagen. Todos sabemos lo que es un rascacielos cuando vemos la foto de alguno: una torre moderna.
Pero, ¿y si no es moderna? En los tratados canónicos, se considera que los primeros rascacielos nacieron en la ciudad de Chicago a finales del siglo XIX como consecuencia del encarecimiento del suelo, del uso de la estructura de acero y de la invención del ascensor. La subida de precio del suelo obligó a aprovechar al máximo la superficie de los solares, y eso se hacía poniendo un piso encima del otro; la estructura de acero permitía adelgazar los elementos portantes del edificio y el ascensor (el sistema de freno, en realidad) convertía en plausible la habitabilidad de los pisos más allá del séptimo o el octavo. Al fin y al cabo, nadie iba estar dispuesto a subir y bajar 160 escalones cada día para ir a la oficina.
Sin embargo, ya en la antigua Roma había edificios de hasta diez alturas a los que se accedía mediante ascensores tirados por mulas o esclavos. ¿Por qué no consideramos rascacielos a esas construcciones? Pues porque no se ajustan a la imagen canónica. No eran torres porque no eran esbeltas. Esa es la clave.
El rascacielos no es un edificio de gran altura con muchos pisos; es un edificio esbelto conformado por pisos colocados uno encima del otro. Sí, es cierto que para que se cumpla esta imagen canónica de esbeltez es imprescindible que el edificio sea moderno, porque será necesaria una estructura ligera que no ocupe demasiado en planta. Pero no siempre ocurre así.
En Oriente Medio, en medio del desierto, hay una ciudad llena de rascacielos. Torres esbeltas compuestas por pisos que se colocan uno encima del otro. Torres juntas y apretadas que desafían en altura al resto de construcciones vecinas. Pero no es Dubái, porque los rascacielos de esta ciudad ni son modernos ni son de acero; se construyeron hace más de cuatrocientos años con adobe y cal.
Shibam se levanta al oeste de la gobernación yemení de Hadramaut, antiguo sultanato que también abarcaba parte del actual Omán y que fue, en su momento, la región más importante del Golfo de Adén. Rodeada por el desierto de Ramlat al-Sab’atayn, los primeros habitantes de Shibam fueron antiguos beduinos que encontraron en los oasis de la zona un área donde abandonar los modos nómadas y establecerse de forma permanente. Durante los primeros 13 siglos de su historia, Shibam no fue ni ciudad ni tuvo rascacielos; fue similar a todas las aldeas del desierto: casas de una o dos alturas con planta cuadrada y cubierta plana colocadas de forma más o menos próxima a grandes plantaciones de regadío que se alimentaban por el oasis. También durante esos 13 primeros siglos de existencia, la aldea se vio sometida a ataques regulares de beduinos que se aprovechaban de las cosechas que los habitantes de Shibam habían plantado y recogido gracias a sus sistemas de riego. Sin embargo, a mediados del siglo XVI una catástrofe trastocó la existencia de la ciudad. Y lo hizo para bien.
Unas lluvias torrenciales provocaron una serie de violentas inundaciones que destruyeron casi completamente las antiguas casas de adobe. Los supervivientes decidieron reconstruir el pueblo en lo alto de un promontorio cercano. Para protegerse de los bandidos, lo rodearon con una muralla. Como el promontorio resultaba pequeño para que cupieran todas las casas, los ciudadanos tuvieron que reducir la superficie que sus viviendas ocupaban en planta. Vendría a ser un fenómeno análogo al encarecimiento del suelo que se produjo en el downtown de Chicago a finales del siglo XIX. Y su consecuencia también fue similar: los rascacielos.
Los edificios que se levantaron —siguen existiendo hoy y siguen estando habitados— son construcciones de hasta 11 plantas y más de 40 metros de alto. Eso sí, todo dentro de una traza cuadrada de unos cinco metros de lado, apenas 25-30 metros cuadrados. Porque cada una de esas torres esbeltas es una única vivienda. A todos los efectos, son rascacielos unifamiliares. Cada uno arranca con los establos (actualmente garajes) en planta baja y culmina con los dormitorios en las últimas plantas. Entre ellas, una o dos plantas nobles, a menudo de doble altura o altura y media, que alivian la carga de los muros exteriores mediante esbeltos pilares de madera.
Obviamente, los rascacielos de Shibam no están construidos con estructura de acero sino con barro cocido al sol. Por eso, el perfil de los muros portantes es trapezoidal, ensanchándose en la base y aligerándose según se sube en altura. Una solución elegantísima que ha necesitado mantenimiento y reconstrucción, pero que también ha resistido el viento, las sequías, los ciclones, las riadas y los ataques a camello.
En 1982, la UNESCO declaró a la vieja ciudad amurallada de Shibam como Patrimonio de la Humanidad. Era una manera de declarar su valía y fomentar su protección. En la actualidad, en Shibam viven unas 7.000 personas y se la conoce como “la Manhattan del desierto” y también como “la Chicago de arena”. Pero estas comparaciones hacen algo de menos a la ciudad yemení, pues durante 400 años, las torres de Shibam se han levantado como djinns —espíritus de la mitología árabe preislámica— vigilantes entre la arena y las montañas, ancianos vigías del desierto que protegen a sus habitantes y contemplan las arenas desde sus paredes de adobe y cal, sus cien cubiertas y sus mil ventanas.
Por desgracia, el viento y la erosión no son las únicas amenazas de estos formidables rascacielos. En 2015, un coche bomba detonado por miembros del Estado Islámico dañó varias de las torres y la UNESCO cambió la calificación de Shibam a Patrimonio en Peligro. Sería terrible que una ciudad de casi 500 años, construida con gigantes de barro pero firmes como el hormigón, desapareciese por la estupidez humana. Una ciudad entre el regadío, el desierto y la montaña en la que golems centenarios se aúpan por encima de la muralla para mirar las palmeras y escuchar los gritos de los niños y sentir el viento la arena y el tiempo.
Pedro Torrijos es arquitecto y en mayo publicará su primer libro, Territorios Improbables, donde habla de esta y otras historias curiosas relacionadas con joyas de la arquitectura.
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