La última palabra en Berlín la tenía Goebbels. Tras el Anschluss, la anexión de Austria a la Alemania nazi, para ser artista la ley exigía la membresía en la Cámara de Bellas Artes del Reich. El proceso de ingreso reclamaba: en primer lugar, pruebas del origen ario de hasta dos generaciones del solicitante, incluido su cónyuge, con petición de informes antropológicos en caso de duda; en segundo lugar, una trayectoria artística acorde con la estética del nazismo; por último, confiabilidad política. El expediente se enviaba a la central en Berlín, dependiente del Ministerio de Propaganda de Joseph Goebbels, que emitía el fallo. El problema para los rechazados, más que una carrera artística truncada, era la Gestapo.
El contenido de los expedientes de 3.000 artistas activos durante el régimen nazi en Viena se revela ahora por primera vez. Permanecían en depósito, como muchas obras de arte de la época, a la espera de que alguien dedicara su tiempo a examinarlos. Durante cuatro años lo hicieron las investigadoras Ingrid Holzschuh y Sabine Plakolm-Forsthuber, que exponen sus resultados en el Wien Museum con el título Auf Linie. N-S Kuntspolitik in Wien (”Por el aro. La política nacionalsocialista en Viena”).
La muestra desnuda casos como el del pintor Erwin Lang, considerado por las leyes raciales “medio judío”. El origen hebreo de su padre descartaba de inmediato su membresía, pero tenía amigos influyentes. El Tercer Reich era metódico y burocrático, y tan corrupto como en una comedia del austriaco Billy Wilder. En el filme Un, dos, tres el personaje de James Cagney, responsable de una planta de Coca-Cola, se afana por adecentar al reciente yerno de su jefe, un joven comunista dogmático de Berlín Este, y soborna a un conde para que asuma su paternidad. Al pintor Lang, tras la intervención directa de Goebbels, le buscaron un nuevo padre, el conde Eugen Kinsky, y su nueva filiación fue reconocida tanto por la temible Gestapo como por el Centro de Investigación de la Raza. Ingresó con el número 27.713.
O el caso de la pintora y escultora Elisabeth Turolt, que en 1938 fue rechazada y amenazada por el presidente de la Cámara por estar casada con un ginecólogo judío, y en 1942, ya divorciada —su marido había huido a Nueva York—, era aria otra vez, y artista, y su solicitud se aprobó sin problemas.
La Cámara, dirigida por una élite de artistas que ya eran nazis cuando ser nazi era ilegal en Austria, se instaló en Viena en la Künstlerhaus (sede actual del Albertina Modern, especializado en arte contemporáneo, uno de los grandes difusores de las vanguardias posdegeneradas). El edificio historicista lucía en marzo de 1938 una sucesión de estandartes con cruces gamadas y un Ja Ja Ja en la arquería. Parece la onomatopeya de la risa nazi durante el Anschluss, pero ja significa ‘sí’ en alemán. Se había convocado un referéndum para bendecir la ocupación nazi y la institución instaba a votar a favor.
En una reunión con Goebbels, Hitler elaboró una lista de artistas indispensables, los Gottbegnadeten (dotados con la gracia de Dios), en la que despuntaban 18 austriacos. Uno de ellos era el pintor Rudolf H. Eisenmenger, nazi devoto, presidente de la Künstlerhaus durante toda la Segunda Guerra Mundial. Fue amnistiado en la posguerra, eran tiempos convulsos, y poco después se le encomendó el diseño del telón cortafuegos metálico de la Ópera de Viena. En 1998 la institución comenzó una tradición muy celebrada que consiste en encargar cada temporada a un artista contemporáneo una obra que decore el telón de la boca del escenario. Así, con originalidad e imanes, se oculta hoy la obra de 176 metros cuadrados de Eisenmenger.
Además de los expedientes, la exposición exhibe obras de arte nazi. La estética de la muestra recrea un depósito, con las piezas prendidas en verjas o expuestas en caballetes y en su embalaje de madera bajo una luz de supermercado. “Nos enfrentamos a la pregunta de cómo mostrar el arte de la propaganda nazi. Decidimos presentarlo tal y como se conserva en el almacén del museo”, dice la historiadora Sabine Plakolm-Forsthuber entre tapices con esvásticas y el lienzo de Igo Pötsch de 1940 en el que Hitler, ante una multitud con el brazo en alto, se dirige en su Mercedes descapotable a proclamar el Anschluss desde un balcón.
Por razones sentimentales, el Führer prefería Linz a la capital austriaca, pero el rencor por el doble rechazo de la Academia de Bellas Artes de Viena a su ingreso para dedicarse a la pintura 30 años antes se había esfumado. La ciudad estaba destinada a ser la capital de la moda del Tercer Reich, con una fuerte inversión en la “industria del gusto”, y las diseñadoras y modistas también debían pasar el filtro de la Cámara. Desde 1940, el nuevo gobernador, Baldur von Schirach —abuelo del escritor superventas Ferdinand von Schirach—, aspiró a convertir la urbe en un referente de alta cultura al mismo tiempo que la declaraba judenfrei, limpia de judíos. Coleccionaba arte ario y expoliado y pasaba las noches en la ópera mientras garantizaba, siempre bien vestido, que los artistas judíos que no se habían exiliado estaban en campos de concentración.
En una carretilla de obra del museo, un enorme panel en cartón pluma muestra el listado de artistas que ejercían en Viena y fueron forzados al destierro, perseguidos o asesinados en campos de exterminio. “No se trata de una exposición sobre el exilio”, aclara Plakolm-Forsthuber, “no tendríamos espacio suficiente en estas salas”.
Arte nazi en la calle
En la céntrica Faulmanngasse, en una esquina ocupada por una hamburguesería vegana, si se mira al cielo de Viena se puede leer un eslogan nazi: “Solo hay una nobleza, la nobleza del trabajo”. Era un reconocible adagio de Hitler y el artista Franz Kralicek lo inmortalizó en tipografía gótica en la fachada de un bloque de viviendas hace más de 80 años. Lo adornó con un enorme relieve que luce intacto, con las figuras de un obrero, un campesino y un científico. Se encuentra a un paso del pabellón de la Secesión, sede del movimiento rupturista liderado por Gustav Klimt que, en 1937, ya con un nuevo presidente, se adelantó un año al Anschluss programando una exposición filonazi y rechazando una retrospectiva sobre el degenerado Oskar Kokoschka.
La obra de Kralicek es un claro exponente de la ocupación del espacio público por el arte de la propaganda nazi. Hay más repartidas por la ciudad, algunas intervenidas de forma inteligente. El guerrero de terracota del escultor Alfred Crepaz instalado en 1939 en una fachada del distrito 9 junto a otra cita de Hitler está deconstruido por la artista Maria Theresia Litschauer desde 2010. Le pintó unos corchetes blancos.
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