La mente occidental no ha sabido descrifrar a Putin

Sr. García

En Occidente, muchos piensan que la segunda invasión de Ucrania que lleva a cabo Vladímir Putin en ocho años es una muestra de locura, la última jugada de un dictador envejecido y cada vez más irracional. Arrojar destrucción sobre las ciudades ucranias solo puede acabar con su caída personal y el desastre para Rusia. Lo que ha conseguido es que Occidente exhiba una unidad que no se veía desde hace décadas. La consecuencia del ataque emprendido por Putin será hacer de Rusia un Estado paria, situado en el lado equivocado de la historia.

Da la impresión de que Occidente sí está actuando de forma mucho más coordinada. Los países occidentales están suministrando armas y municiones, armas anticarros y antiaéreas y ayuda médica a Ucrania. Varios dirigentes que antes simpatizaban con Putin, como el húngaro Viktor Orbán, se han alineado contra él. Pero no hay una estrategia clara ni un objetivo realista. Se supone que Putin caerá derrocado, pero puede suceder que la avalancha de sanciones sea ineficaz o contraproducente. El objetivo más coherente que se percibe en la reacción de Occidente —la vuelta al statu quo anterior a la invasión— es imposible. La historia avanza.

Sea cual sea la evolución de la guerra, se trata de una ruptura del sistema internacional comparable al final de la primera era de la globalización en 1914. Es significativo que se haya aclamado como una victoria de Occidente la abstención de China, una autocracia mucho más poderosa, en la votación de la ONU para condenar la invasión. India y Emiratos Árabes Unidos también se abstuvieron. El orden liberal está muerto y enterrado.

El viejo dicho de que Rusia es “el Alto Volta con armas nucleares”, que Joe Biden repitió en junio de 2021 cuando llegó a Ginebra para reunirse con Putin, infravaloraba su capacidad de sembrar el caos. Como ha recordado Putin, Rusia sigue siendo un país con armamento nuclear plenamente operativo. Pero también dispone de muchas otras armas no tan apocalípticas. Además de controlar el suministro energético de Europa, Rusia es el mayor exportador de trigo del mundo y un proveedor crucial de metales estratégicos. Eso le otorga una temible capacidad de tomar represalias por las sanciones. Si Putin interrumpiera el flujo de gas hacia Europa, el continente y el mundo entero se sumirían en una recesión y la inflación se dispararía.

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Aislar a Rusia significa acelerar la disolución de los mercados mundiales. A principios de marzo, la UE, Estados Unidos, Reino Unido y otros países acordaron expulsar a varios bancos rusos de Swift, el sistema de comunicación que hace posibles las transferencias de dinero internacionales. Todavía no se conocen todos los detalles, pero quizás es significativo que el plan haya impuesto una desconexión selectiva. Si hubiera un embargo financiero total y se aplicara en serio, Rusia se vería obligada a utilizar otros sistemas regionales, como el que dirige China. En ese caso, Occidente estaría fomentando un proceso de desglobalización.

Si el objetivo inicial de Putin era recuperar Ucrania para la esfera de influencia rusa, lo normal es que esperase conseguirlo con relativa rapidez. Una guerra relámpago con todo el poder aéreo y con misiles dirigidos contra las ciudades, y con las fuerzas especiales dedicadas a atacar las instalaciones y a las personas fundamentales, habría inutilizado el Gobierno de Volodímir Zelenski y habría permitido imponer un cambio de régimen en poco tiempo. Pero el calendario de Putin no se ha cumplido. Ucrania, con su Ejército, las milicias populares y la sociedad civil, está resistiendo con valentía. Si Kiev mantiene la lucha, es posible que Putin decida bombardear la ciudad para someterla y la destruya, como hicieron las fuerzas rusas con la capital chechena durante la batalla de Grozni entre finales de 1999 y principios de 2000. Pero, incluso después de semejante desastre, los ucranios podrían seguir librando una feroz guerra de guerrillas durante muchos años.

Es evidente que una guerra prolongada sería arriesgada para Putin, pero recurrir a ella como amenaza podría permitirle ganar en su exhibición de poder y miedo. Lo que para Occidente es su peor pesadilla —un baño de sangre interminable como el de Siria en medio de Europa y una avalancha de millones de refugiados en todo el continente— puede ser el arma más poderosa de Putin. Ya vimos una táctica similar en Bielorrusia a principios de este año. Por detrás de las negociaciones está al acecho la amenaza de una estrategia de tierra quemada.

Muchos dicen que no se habrían imaginado jamás que Putin fuera a emprender una campaña tan salvaje y descarada. Se ve que se han olvidado del asesinato de Alexander Litvinenko en Londres, los intentos de asesinato y la muerte de un ciudadano británico en Salisbury, el envenenamiento de Alexéi Navalni y la represión metódica que ha convertido Bielorrusia en una colonia rusa. Se ve que no se han dado cuenta de los paralelismos entre el ataque ruso contra Ucrania y la invasión de Georgia en 2008, cuyo objetivo, según Putin, era mantener la paz e impedir la limpieza étnica en un Estado protegido por Moscú, Osetia del Sur. Se ve que no han comprendido que entremezclar el terror con la diplomacia engañosa es la forma que tiene Putin de hacer la guerra.

Una lucha prolongada en Ucrania no beneficiaría necesariamente a Occidente. Biden está manejando la crisis razonablemente bien. Pero no podemos estar seguros de cuál será la política de Estados Unidos tras las elecciones presidenciales de noviembre de 2024.

Jefes de Estado y de Gobierno en una cumbre de la OTAN en Bruselas, el 14 de junio de 2021. 
Jefes de Estado y de Gobierno en una cumbre de la OTAN en Bruselas, el 14 de junio de 2021. YVES HERMAN (POOL/AFP via Getty Images)

Los republicanos están divididos sobre si —o, para ser más exactos, cómo— continuar con el estilo de política de Donald Trump. Cuando el influyente presentador de Fox News Tucker Carlson defiende a Putin, está hablando en nombre de un sector cada vez más amplio de la derecha estadounidense que considera al autócrata ruso como aliado en las guerras culturales de Estados Unidos. El 22 de febrero, Trump dijo que el hecho de que Putin hubiera reconocido los dos pseudo-Estados del Donbás era una “genialidad” y describió a las tropas invasoras como “la fuerza de paz más poderosa que he visto jamás”. En los dos grandes partidos estadounidenses hay muchos que piensan que Ucrania es un foco de distracción y desvía la atención del problema de China. Estados Unidos está ligado a Europa por la OTAN, que sigue siendo la piedra angular de la defensa occidental. La Alianza está reforzando sus tropas en Polonia, las repúblicas bálticas y otros países. Pero ¿se puede confiar en que los futuros presidentes estadounidenses cumplan los compromisos adquiridos? De no ser así, Europa tendría que arreglárselas por su cuenta.

Muchos dirán que eso no estaría mal: Europa lleva demasiado tiempo aprovechándose de la seguridad que le garantizaba Estados Unidos. Pero para construir una capacidad de defensa europea verdaderamente autónoma hace falta tiempo. Francia es una potencia militar seria, pero carece de las capacidades logísticas, los servicios de inteligencia y las armas de alta tecnología de Estados Unidos y sus aliados. El proyecto de Emmanuel Macron de crear un ejército europeo sigue siendo una quimera. Convencida de que las grandes guerras entre Estados son cosa de los libros de historia, Europa ya no está preparada para participar en una guerra convencional (el Reino Unido tampoco). Mientras Putin reforzaba de forma sistemática las fuerzas militares rusas, Europa se desarmaba.

La cuestión fundamental es si los Estados europeos tienen la voluntad de defenderse. Aparte de Polonia, los países bálticos, Escandinavia y Países Bajos, hay bastantes dudas. Algunos miembros de la clase política francesa quizá tienen interés personal en mantener buenas relaciones con Rusia. François Fillon, ex primer ministro, que llegó a ser el favorito en las elecciones presidenciales de 2017, entró en el consejo de administración de la empresa petroquímica rusa Sibur en diciembre de 2021. En Alemania, el proyecto de Nord Stream 2 se ha interrumpido, no desmantelado. El canciller Olaf Scholz ha anunciado una serie de medidas como el aumento del gasto en defensa y la creación de reservas energéticas que se han descrito, con razón, como un punto de inflexión en la política exterior alemana. Pero Alemania sigue dependiendo del gas ruso como consecuencia de las políticas de Angela Merkel. El excanciller Gerhard Schröder preside el comité de accionistas de Nord Stream AG. También es presidente del consejo de administración de la petrolera estatal rusa Rosneft y a principios de febrero fue propuesto para formar parte del consejo de administración de Gazprom. Ha hecho declaraciones en las que deplora el conflicto militar en Ucrania, pero de momento no hay señales de que vaya a renunciar a ninguno de sus cargos.

Si el plan general de Putin consiste en desmantelar los acuerdos posteriores a la Guerra Fría en Europa, es posible que a algunos sectores de las élites europeas no les moleste que lo consiga. En este contexto, su despiadada apuesta no parece tan irracional. Aun así, ¿podría esta guerra ser su perdición, como muchos en Occidente quieren creer?

Es indudable que corre riesgos. En contra de los clichés, Putin no gobierna Rusia con la autoridad de un zar. Su poder es transaccional y precario. Si la invasión se estanca, habrá una posibilidad real de un golpe de Estado orquestado por los oligarcas temerosos de una guerra larga y costosa. (Irónicamente, aislar a Rusia del sistema financiero mundial podría reforzar el control de Putin sobre los oligarcas, ya que les obligaría a mantener su riqueza en el país). Es difícil saber hasta dónde llega el descontento popular. Ha habido manifestaciones contra la guerra en ciudades de toda Rusia y han detenido a miles de manifestantes. Pero muchos rusos consideran que Occidente es el enemigo y esa opinión podría extenderse si las sanciones empobrecen a la mayoría de la población.

La guerra de Putin ha destrozado la visión de la historia que ha guiado a Occidente durante los últimos 30 años. Cuando Tony Blair dijo en la conferencia del Partido Laborista en septiembre de 2005 que oía decir “que tenemos que frenar y debatir sobre la globalización. Es como debatir si el otoño debe seguir al verano”, resumió el mito dominante de la época. En todo el mundo, miles de economistas asintieron con aire de sabios. Los internacionalistas fervientes celebraron el amanecer de un régimen universal de derechos humanos. Pero la transformación milenaria que anunció Blair no llegó a producirse.

Para ver el mundo con claridad hay que entender la caída del comunismo. Occidente malinterpretó las fuerzas que acabaron con el Estado soviético: su caída no se debió a la disidencia intelectual ni a la ineficacia económica, que habían acosado al régimen desde el principio, sino al nacionalismo, la religión y la revuelta de la clase obrera. En Rusia, el detonante del desmoronamiento comunista fue el fracaso del programa de reformas occidentalizadoras de Mijaíl Gorbachov. Como escribió Alexis de Tocqueville en el siglo XIX, “el momento más peligroso para un mal gobierno es cuando empieza a reformarse”. En su posición ambivalente entre Europa y Asia, Rusia nunca iba a convertirse en un facsímil de Occidente.

El triunfo del liberalismo fue un espejismo. Hubo guerras en el Golfo, los Balcanes, el Cáucaso y Oriente Próximo. Muchas estaban motivadas por los recursos o por la religión, un tipo de conflicto violento que se suponía que estaba desapareciendo. La guerra de Ucrania sigue esta pauta. La importancia de los recursos se verá a medida que las sanciones fracasen o se recuperen. La influencia de la religión seguirá siendo incomprensible o inimaginable para la mayoría de los occidentales. Algunos han señalado que Putin cita entre sus escritores preferidos a Iván Ilyin, un teólogo ortodoxo emigrado del siglo XIX que apoyó al ejército blanco en la guerra civil rusa. No mucha gente se dio cuenta de que, el pasado mes de agosto, [la agencia oficial de noticias rusa] Tass informó de las críticas a Occidente del mefistofélico ministro de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov, por respaldar a la Iglesia de Ucrania, que en octubre de 2018 se separó de su homóloga rusa después de tres siglos de aceptar la autoridad de Moscú. El patriarca Kirill de Moscú y de toda Rusia pide la paz, pero al mismo tiempo apoya públicamente a Putin. Al parecer, el objetivo de la invasión de Ucrania es recuperar Kiev para la Santa Rusia. Los observadores occidentales están desconcertados por la forma que tiene Putin de invocar los valores espirituales rusos para justificar la sangrienta campaña de conquista en la que parece estar empeñado. Algunos descartan su profesión de fe como una cínica artimaña y otros le diagnostican locura. Unos pocos —entre los que me encuentro— piensan que quizá su fe ortodoxa sea genuina. Ahora bien, aunque Putin tenga el destino de Europa en sus manos, es un error centrar en él la suma de todos nuestros temores.

Putin es el rostro de un mundo que la mente occidental contemporánea no comprende. En ese mundo, la guerra sigue siendo parte permanente de la experiencia humana; las luchas a muerte por territorios y por los recursos pueden estallar en cualquier momento; los seres humanos matan y mueren inspirados por visiones místicas, y salvar a las víctimas de la tiranía y la agresión muchas veces es imposible. Son verdades duras, desde luego. Pero el tiempo de los fingimientos y los engaños ha pasado. Debemos abandonar el sueño iluso de un orden liberal mundial y revertir el imprudente desarme de las últimas décadas. Solo entonces estaremos preparados para lo que nos depare la guerra de Putin.

© The Newstatesman

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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