Probablemente sea imposible hacer conservas de una forma más artesanal. Quizá si cierras las latas con tus propias manos, o si pescas tú los peces: todo lo demás, como decía aquel eslogan bancario, se lo apañan los hermanos santanderinos Álvaro y Pablo Huidobro en 66 metros cuadrados. Hace apenas tres años, ninguno tenía ni pajolera idea sobre su oficio actual.
Hoy van a las lonjas, donde compran las mejores merluzas, junto a bonitos del norte y sepias; llamadas cachones en Cantabria, jibias en Asturias, txokos en Euskadi y chocos en Galicia. Tras pelear con restaurantes y proveedores por el género de alta gama, ambos hermanos se encierran en la pequeña nave de Conservas Alalunga en el Parque Empresarial del Besaya, Torrelavega: allí escaman, evisceran, limpian con agua ionizada, filetean, cocinan y enlatan. Todo, a mano. A cuatro manos, exactamente, pues no cuentan con otra ayuda.
Ellos mismos realizan también el empaquetado y etiquetado final, tan elegante que da apuro abrir las cajas, romper esa gasa interior que envuelve cada lata y que corona una pegatina donde se detalla el producto, la fecha de captura, la lonja de la subasta, la embarcación, el arte de pesca, la zona de pesca, la fecha de elaboración y el número de la lata en cuestión. Yo cené ayer la 0464 de tarantelo especial de bonito mientras ponía en Netflix La Liga de la Justicia. Al primer bocado me pareció ver al bonito original nadando feliz en la pantalla junto al bigardo de Aquaman. Qué delicadeza de lomos (los del bonito).
El tarantelo es el corte entre la ventresca y la cola, uno de los más nobles del pez. Alalunga, a su vez, es el apellido del Thunnus alalunga, o sea el bautismo científico del bonito del norte, donde Alalunga hace referencia a la longitud de su aleta pectoral. Si solo usas las carnes más exquisitas del animal, la merma para conservas ronda el 50%. Con las merluzas, el 55%.
Álvaro recita estos datos como si llevara toda la vida en una cocina, en un mercado, en una fábrica, faenando o en un laboratorio. Pero no: es policía nacional. Se metió entre latas hace tres años junto a su hermano, que trabajaba en un banco pero que se había hartado de aquella vida de ordenador y silla ergonómica. Pablo lo dejó y se entregó de lleno a la aventura; Álvaro lo combina en sus horas y días libres con el uniforme.
Ambos estudiaron para gestionar dinero: Álvaro, de 42 años, se licenció en Administración y Dirección de Empresas; Pablo, 39 años, en Económicas. Sus padres son funcionarios, no tienen ninguna relación familiar con la pesca ni con las conservas o los ultramarinos, aunque sí con la buena mesa: “Nuestro abuelo paterno era un sibarita, y en mi casa siempre nos ha gustado mucho comer bien. Mi abuelo, además, trabajaba con representaciones de jamones, quesos y vinos bastante buenos de aquella, como el Marqués de Cáceres. También llevaba mantelería fina para restaurantes y cosas así”, dice Pablo. Ese hombre que les contagió el paladar de señorito hoy se hincharía de orgullo al ver que sus nietos han sido los primeros en enlatar cocochas de merluza en España.
A los Huidobro se les ocurrió probar un negocio que cuajara su gusto por la buena mesa aprovechando la fama conservera de Cantabria, que siempre viene bien como empujón para arrancar. No elaboran anchoas, pero compiten en la misma liga de productos del mar excepcionales: la merluza es de anzuelo; el bonito, de cacea –y por supuesto de costera–; y la sepia, de bajura. De lonjas gallegas, asturianas, cántabras o vascas: del Cantábrico, vaya: “Y siempre procedente de pesca sostenible”, apunta Pablo.
Al optar por artes de pesca minoritarias, el pescado que compran ha sido normalmente capturado en las 24 horas previas a su cocinado. Solo trabajan con embarcaciones modestas y se mueven más cómodos en las rulas pequeñas, caso de Llanes o Santoña. Nunca compran congelado; ni siquiera las codiciadas cocochas, que les envían frescas, encamadas en cajas de poliestireno, arropadas entre plásticos de protección, con hielo menudo por encima y un documento de trazabilidad tan exhaustivo como si se tratara de un transporte de órganos humanos.
Los hermanos Huidobro cuentan con humildad sus aprendizajes en una empresa a la que se arrojaron con tantas ganas como desconocimiento. Por ejemplo, sus caras de pardillos en la primera subasta que participaron, la misma que pondríamos cualquiera al plantarnos en ese ecosistema de subastadores acelerados, compradores susurrantes y gestos tan adustos como un rodaballo. “Yo soy cocinillas, pero tampoco sabíamos cortar un bonito entero, así que nos hartamos a ver vídeos de Yotube”, cuenta Álvaro riendo. “Desde que empezamos buscamos la mejor calidad, pero nos llevamos poca cantidad, y al principio fue muy difícil. Con el tiempo ya sabemos a quién comprar. Vamos a la rula y en menos de seis horas ya estamos elaborando”.
También han dado mil vueltas y pruebas para elegir el resto de ingredientes: el aceite de oliva virgen extra es de la empresa navarra Artajo, de recolección tardía, pero con una arbequina suave. La sal, natural, procede de los manantiales alaveses del Valle de Añana. Las hortalizas y verduras las cosecha el suegro de Álvaro en una huerta del cercano pueblo de Ajo. La receta del cachón en su tinta es de una abuela; el encebollado y la salsa verde, igualmente de casa.
Sin embargo, el proceso de cocinado reúne técnicas de restaurante tutiplén. La merluza, al ser carne delicada, la cubren primero con una breve salazón para afirmarla y sellarla. Cada trozo se cocina luego al vacío, “pero a un 80% de extracción del aire, para que el pescado no sufra”. El bonito sigue el mismo camino solo que partiendo de una salmuera suave.
De la máquina del vacío, los trozos pasan a cocinarse en un horno de vapor que no supera los 60 grados en el corazón de la carne. Suficiente para elevar sabores y a la vez, pasteurizar; los tiempos dependen de cada trozo: de su grasa, su grosor, su entereza.
La tercera estación es una batidora de temperatura que estabiliza la cocción y que alcanza los 3 grados en el interior del producto de forma gradual, en 90 minutos: “Así garantizas que conserva todas sus propiedades organolépticas”, subraya Álvaro. De ahí, a las latas, donde “cada trozo llega cocinado en sus propios jugos, con un sabor a pescado puro increíble”. Seleccionan y colocan pedazo a pedazo, cococha a cococha, tentáculo a tentáculo, sobre una báscula, con primor, de tal forma que nunca hay dos latas iguales aunque sus pesos sean similares. Tampoco aparecen migas o trozos de polizón. Una vez llenas, sellan las latas y las esterilizan, también con el menor tiempo posible de tratamiento para no alterar el sabor.
La sepia se cocina al modo tradicional: olla, sofrito, tomate natural, vino blanco, perejil… Y la tinta, rematando el guiso. La estrella de su cesta, no obstante, son las cocochas: “Vendemos todas, y venderíamos todas las que hubiera si hiciéramos más. Pero con este sistema no podemos sin perder calidad”. Los límites de la artesanía frente a la factoría.
Alalunga produce 10.000 latas anuales, “lo que hace una gran empresa en una mañana”, apunta Pablo. Son todas del mismo tamaño: 99 milímetros de diámetro y 150 gramos de capacidad máxima, que en pesos escurridos rondan los 90 gramos. Por cada kilo de pescado, sacan una media de 4,5 latas. Viendo sus precios de venta, “no podemos ajustar más el margen”, dice Álvaro. Cuando empezaron con la empresa, la merluza andaba entre cuatro y cinco euros el kilo en lonja, pero “ahora una merluza de calidad no baja de diez euros nunca”. Para sacar beneficio con las conservas sin marcar unos precios de venta locos, solo te queda comercializarlo y distribuirlo también tú mismo, que es la última ocupación de Álvaro y Pablo. “Ahora queremos empezar a exportar, conseguir clientes en el extranjero”. Porque el mar es interminable, bien lo sabe Aquaman.