La novela de vivir bajo el volcán


Es curioso el escaso crédito que damos a la novela cuando la incluimos en nuestra vida cotidiana: el adjetivo novelesco alude a una circunstancia que nos parece extremadamente fabulosa o estrafalaria. Le sucede algo similar a la palabra teatro: una actitud teatral no se critica por escénica sino por impostada. Parece que no nos gusta que la vida se nos llene de invención. Pero la vida está llena de giros argumentales, de experiencias que nos dan la vuelta y de detalles que, menores a ojos de otros, nos conmueven por dentro y nos hacen variar el rumbo.

La retórica llamaba “anagnórisis” a las experiencias de reconocimiento que modificaban para siempre la vida de un personaje. Esto solía ocurrir en la literatura antigua con el personaje del criado, que de repente conocía que su marca de nacimiento en la espalda lo validaba como hijo oculto del rey, o con el personaje de la dama, que descubría que ese paje que desde tiempo atrás la protegía del infortunio era en realidad su amado pertinazmente embozado. La anagnórisis (o sea, reconocimiento en griego) fue muy usada en la novela europea del XVI, inspirada en la herencia de la comedia y la tragedia griegas: un personaje descubre algo sobre su identidad que cambia su fortuna para siempre y que lo obliga a adaptarse a un nuevo destino. Hoy lo ejemplificaríamos con el “yo soy tu padre” de uno de los episodios de La guerra de las galaxias.

No hace falta ser uno de esos personajes en lance aventurero para vivir una anagnórisis, para reconocerse como alguien distinto al que se era un instante atrás, para reacomodarse a una identidad nueva o a un giro brusco del guion. Pienso en el retorno a sus casas de un millar de palmeros (qué lección de dignidad, por cierto, nos están dando) una vez que se ha terminado la danza de fuego del volcán. Aunque la estructura y el contenido permanezcan intactos, la casa a la que vuelven no es la que dejaron; es ilusorio pretender recomponer el horizonte del paisaje y de la vida de antes. Para ellos, el giro argumental ha sido tan sorprendente como el de esas antiguas novelas, aunque en este caso la anagnórisis no será la de reconocer una persona sino la de reaprender un espacio: tejas afuera, el panorama de los lugares sepultados y, tejas adentro, ese hogar que se abandonó y en el que las cosas tienen ahora un sentido distinto.

Para quienes no han perdido la casa, retornar supondrá atender a un paisaje doméstico donde se muestran con mayor nitidez pertenencias corrientes que durante semanas habían sido el espejismo de un recuerdo. Y se habrán topado también con objetos que ocupaban sin saberlo un sitio en la memoria, realidades sin las que se podía vivir, pero que, puestas de nuevo delante de la vista, habrán provocado esa frase de “mira esto, ¿te acuerdas?” con la que no se pide a quien oye que recuerde nada ausente sino que reconozca el papel que eso que atesoramos entre las manos tuvo en nuestro pasado.

Los giros de argumento, los reajustes vitales y los encuentros íntimos con objetos que creíamos perdidos son los mejores ingredientes para una ficción; quizá en estos momentos alguien en Canarias ya la está escribiendo y tal vez un injusto lector del futuro se sorprenda al leerla y considere que es demasiado novelesca.

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