La nueva extrema derecha quiere ser muy punk (y no le está yendo mal)


La rebeldía mola. Rebelde era James Dean (y lo era sin causa). Rebelde era la Alianza Rebelde de Star Wars. Rebelde era Ernesto Che Guevara, el de las camisetas. Desde la contracultura de los años sesenta, del Mayo del 68, la rebeldía es un valor considerado positivo y así se ha utilizado posteriormente en el discurso emprendedor y neoliberal, hasta invadir la publicidad. Boltanski y Chiapello, en su libro El nuevo espíritu del capitalismo (Akal), explicaron cómo el sistema capitalista había adoptado esas formas de coolness, rebeldía y flexibilidad, artística y social, para sus propios fines. Ojo, también fue rebelde el general Francisco Franco, y su rebeldía le convirtió en dictador, represor de otras rebeliones. La rebeldía puede ser muy diferente dependiendo de la cosa contra la que se rebele.

En los últimos tiempos la rebeldía también ha sido adoptada por la nueva extrema derecha, esa que dice rebelarse contra el “consenso progre”, la “dictadura de lo políticamente correcto”, la que dice las cosas “sin complejos”, la que adopta teorías conspiranoicas contra supuestas élites globales que manipulan el mundo desde la oscuridad. Es un relato inspirador que cosecha no pocos adeptos; es el caso de movimientos estadounidenses como el Tea Party o la alt right, la derecha alternativa, siempre dispuestos a crear escándalo y subvertir, aparentemente, el sistema: la irreverencia de Donald Trump. Alguna revista del ramo proclama que el conservadurismo es la nueva contracultura, el nuevo punk. ¿Quién sería entonces el nuevo Sid Vicious? ¿Javier Ortega Smith? En Vox se considera rebelde defender la “familia tradicional”, como aseguró Espinosa de los Monteros, o rechazar las medidas para promover la vacunación como una “dictadura sanitaria”.

“Se trata de una rebelión contra las ‘élites progresistas’ en defensa de la ‘gente común”, según explica el ensayista argentino Pablo Stefanoni, autor de ¿La rebeldía se volvió de derechas? (Siglo XXI / Clave Intelectual), “a veces se usan imágenes que remiten a una suerte de Matrix progresista y la necesidad de tomar la pastilla roja para ver una realidad que el totalitarismo cultural progresista no dejaría ver”. Si las derechas de los años ochenta y noventa afirmaban que habían derrotado al comunismo, las extremas derechas actuales sostienen que la izquierda controla los principales aparatos ideológicos globales. El argumento apela a la teoría conspiranoica del llamado marxismo cultural: una vez perdida la lucha socioeconómica tras la caída de la Unión Soviética y la irrupción de lo neoliberal, la izquierda mantiene su hegemonía subrepticiamente a través de los relatos del feminismo, la igualdad, el ecologismo o el cambio climático. “Es curioso, porque la izquierda no se siente precisamente ganadora”, añade el experto.

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El concepto de la “incorrección política”, promovido por las derechas díscolas, es visto por ciertos sectores progresistas como una manera de encubrir diferentes formas de xenofobia, misoginia, antiigualitarismo y posiciones reaccionarias. Los rebeldes “incorrectos” se quejan de que “no se puede decir nada”, pero lo cierto es que casi todo se puede decir. Lo que se dice, eso sí, ahora está sometido a crítica, que reciben como una hipotética cultura de la cancelación. “Las ‘cancelaciones’ operan muchas veces motivadas por razones burocráticas o de mercado (a ciertos empresarios o funcionarios les conviene despedir a alguien denunciado para mantener su imagen personal o corporativa) más que por razones ideológicas vinculadas a la izquierda”, expone Stefanoni. No “cancelan” tanto las turbas tuiteras como las instituciones que entran en el juego: editoriales, universidades o medios de comunicación.

La ofensa, por lo demás, no es patrimonio de la izquierda: la derecha también se ofende, y en los tribunales. En una especie de “corrección política” inversa, se ha condenado a raperos por criticar a la familia real y se ha procesado a personas por chistes sobre el terrorismo o performances irreverentes contra la religión. Las posiciones se vuelven borrosas. “Resulta chistoso que Vox esté denunciando el comunismo imaginario, hasta el alcalde Martínez-Almeida sería un comunista, mientras que Macarena Olona [portavoz de Vox en el Congreso] reivindica, de manera algo grotesca, a un verdadero comunista como Julio Anguita diciendo que apoyaría a Vox”, dice Stefanoni.

Los populismos de última generación, de cualquier tendencia, como observa Carlos Granés en su libro Salvajes de una nueva época (Taurus), han tomado mucho de las rebeldes vanguardias artísticas del XX, del dadaísmo a Fluxus, tradicionalmente ligadas a la izquierda revoltosa o revolucionaria: el uso de la guerrilla de la comunicación, la tergiversación, la apropiación o el meme podrían ser tácticas del gusto de las vanguardias. A veces la figura de Isabel Díaz Ayuso roza con el dadaísmo en boutades que generan fervor entre sus seguidores. (El que fuera asesor y autor de sus discursos, el politólogo Jorge Vilches, reivindicaba la semana pasada en La Razón a “la nueva derecha punk” y sus “jóvenes rebeldes”). Ahora, en Twitter y en ruedas de prensa, esos elementos de vanguardia son herramienta diaria, quizás de manera inconsciente. Asaltar el Capitolio disfrazado de bisonte podría ser una performance política ideada por el contracultural partido yippie, aquel anarcoide Youth International Party de Abbie Hoffman y Jerry Rubin que en 1967 intentó hacer levitar el Pentágono (a base de poder mental) en una protesta contra la guerra de Vietnam.

“El fascismo de la primera época también se presentaba como rupturista con el orden existente”

Steven Forti, historiador

A la extrema derecha actual también le gusta introducirse en el terreno de la izquierda para apropiarse de sus banderas. Por Europa van apareciendo líderes LGTB en partidos de ultraderecha, en lo conocido como “homonacionalismo”: se trata de captar a los homosexuales agitando el miedo a una invasión islámica que no tolere su orientación sexual (como en la novela Sumisión, de Michel Houellebecq, o en la conspiranoia de El Gran Reemplazo). El llamado ecofascismo es la versión ultraderechista del ecologismo. Una investigación realizada por el periodista Christian Raimo en 2018 demostró que muchos adolescentes romanos, aún apolíticos, piensan que la figura de Benito Mussolini es guay.

“El fascismo de la primera época también se presentaba como rupturista con el orden existente”, dice el historiador italiano Steven Forti, autor de Extrema derecha 2.0 (Siglo XXI), “el propio Mussolini, con su pasado socialista, se presentaba como fascista revolucionario”. La derecha quiere ser transgresora, de forma inteligente, ocupando un espacio tradicional de la izquierda, que no consigue imaginar nuevos horizontes. ¿Qué consecuencias pueden tener estas posturas punkis en el futuro? “No creo que sean rupturistas respecto al orden social, más bien recortan derechos y libertades, pero sin cambiar el orden real de las cosas”, concluye Forti, señalando lo crucial del fenómeno: que el nuevo punk derechista puede aumentar la injusticia y la discriminación.

¿Cuándo se le escapó a la izquierda el monopolio de la rebeldía? Se aduce que perdió la conexión con los más desfavorecidos y que se vendió a los valores woke de las minorías identitarias, lo que explicaría el triunfo de Trump, apoyado por las masas trabajadoras blancas abandonadas por el Partido Demócrata, frente a la “posmoderna” Hillary Clinton. La izquierda habría pasado de revolucionaria a puro establishment. No es un análisis descabellado.

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