La nueva película de Woody Allen abrirá el festival de San Sebastián


Cuenta Woody Allen en sus memorias, A propósito de nada (Alianza), que se sentía “en buenas manos” cuando entraba en una sala de cine y miraba la pantalla “al compás de la música de Cole Porter o de las indescriptibles hermosas melodías de Irving Berlin”. Era un niño, que, gracias a su prima Rita, cinco años mayor que él, empezó a ir al cine de forma regular. Ella le llevaba con sus amigos cada sábado al mediodía para ver la función doble en el Midwood, la sala del barrio de Brooklyn, donde el cineasta se crio, a la que rinde tributo en La rosa púrpura de El Cairo.

“La música pop de aquella época consistía en Cole Porter, Rodgers y Hart, Irving Berlin, Jerome Kern, George Gershwin, Benny Goodman, Billie Holiday, Artie Shaw, Tommy Dorsey. De modo que allí estaba yo, empapándome de aquella música tan hermosa y de películas. Primero, una función doble por semana; luego, a medida que pasaban los años, iba cada vez más a menudo. Era tan emocionante entrar en el Midwood los sábados por la mañana, con las luces de la sala todavía encendidas, mientras una pequeña multitud comprobaba golosinas y hacía cola y algún disco popular sonaba en el fondo para evitar que los asistentes se amotinaran hasta que bajaban las luces”.

Aquel pop del que habla Woody Allen se conoce como el Gran Cancionero Americano (American Great Songbook o también conocido en el mundillo de los compositores como American Standards). Una música que empezó a desarrollarse en los dorados años veinte, esa década en la que parecía no existir límites en la sociedad estadounidense tras la Primera Guerra Mundial, y alcanzó su punto álgido en los cuarenta y principios de los cincuenta hasta que la irrupción del rock’n’roll arrasó con ella. O, al menos, la relegó al rincón de los nostálgicos. Dejó de ser música para jóvenes para convertirse inmediatamente en música para padres.

El Gran Cancionero Americano surgió en Nueva York, la misma ciudad de Allen y que en los años veinte “tenía toda la iridiscencia del comienzo del mundo”, tal y como escribió Francis Scott Fitzgerald en El Crack-Up. Un comienzo que terminó por convertirse en una gran historia de emociones, con la que construir un lenguaje esperanzador y vitalista, a través de los compositores que habían bebido de la colección de músicas que desde el siglo XIX se hacía en Tin Pan Alley, nombre que se le dio popularmente a la zona que albergaba a grandes creadores que se concentraban en la calle 28, entre la Quinta y la Sexta Avenida, en el conocido Distrito de las flores. Luego, algunos se trasladaron a Times Square. Creadores que desde la música clásica europea derivaban sus composiciones en influencias del vodevil y el teatro musical para alimentar el nacimiento de Broadway, pero también del musical de Hollywood, un género que se puso de moda en los años treinta con la llegada del cine sonoro. En época de la Gran Depresión, esta música ejerció de perfecta evasión para la gente corriente y terminó por consolidarse con el propio progreso del país tras la Segunda Guerra Mundial.

Todos los nombres que cita Allen en su libro, excluyendo a la inmensa cantante Billie Holiday, forman parte del grupo más destacado de compositores del Gran Cancionero Americano. Auténticos innovadores que, atentos a los sonidos del jazz y el swing, siempre han estado asociados a las mejores voces de los años cuarenta y cincuenta. Por supuesto, a la de Frank Sinatra, pero también a las de Nat King Cole, Dean Martin, Sammy Davis Jr., Ella Fitzgerald, Judy Garland, Dinah Washington o Lena Horne.

Las películas de Woody Allen están inundadas de música del Gran Cancionero Americano. La referencia más célebre es el comienzo de Manhattan con Rhapsody in Blue de George Gershwin. Música y cine intrínsicamente unidos como cuando el cineasta de las gafas de pasta acudía maravillado al Midwood o escuchaba la radio en casa. “En aquellos tiempos, la radio estaba encendida desde que te despertabas hasta que te ibas a dormir”, escribe en sus memorias. Sus filmes beben de las películas que eran sus favoritas, bautizadas por él mismo como “comedias champagne”. Historias llenas de humor ingenioso, glamour seductor, áticos y pisos altos, que dieron pie a las historias con la identidad de Woody Allen, donde también confluyen el ingenio y la seducción, para que “la magia oscura y reconfortante de la sala de cine” perdure. Con su cromatismo, arreglos ampulosos y desbordante sentimentalismo, la música del Gran Cancionero Americano también podría bautizarse como “canciones champagne”.

Se entiende, por tanto, que el cine de Woody Allen, con el eco de su música, no aborde importantes conflictos de clase ni de raza, que no se pueda afrontar desde una óptica política ni casi social. Es un cine tan existencialista como evasivo. Sus detractores pueden achacárselo porque los hay que les molesta esta falta de conciencia ante asuntos importantes. Pero nunca el arte tuvo que ser necesariamente político o social. El propio Allen lo sabe y lo defiende a capa y espada. “Yo siempre he despreciado la realidad y he anhelado la magia -escribe en su autobiografía-. Traté de ser mago, hasta que descubrí que solo podía manipular naipes y monedas, pero no el universo… Cuando me preguntan cuál es el personaje de mis películas que más se parece a mí, solo tenéis que mirar a Cecilia en La rosa púrpura de El Cairo”. O como escribe para contar otra forma de escapar de “las garras” de esa “archienemiga, la realidad”. “Imaginad un bochornoso día de verano en Flatbush. Los termómetros marcan treinta y cinco grados y hay una humedad sofocante. No hay aire acondicionado, a menos que uno vaya a una sala de cine. Desayunas tus huevos pasados por agua dentro de una taza de café en una cocina diminuta con el suelo cubierto de linóleo y un mantel hule sobre la mesa, pero en la radio suena Milkman Keep Those Bottles Quiet”. La canción que, en voz de la deliciosa Ella Mae Morse, formó parte del Gran Cancionero Americano. Champagne para los oídos.


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