La escena podría ser la de una buena historia: Dalin, de cinco años, vergonzosa, asomada al balcón, observa sin perder ripio cómo su padre charla en la calle con el vecino al que ella llama “tío”, aunque de parentesco, nada de nada. Tiene una tienda en la que repara muebles junto al portal de su casa, eso es todo. Pero la pequeña y el tendero, de unos 60 años, se llevan muy bien. “¡Dalin, baja!”, dice el hombre mientras el padre de la pequeña mira hacia arriba con una sonrisa. La niña se tira las escaleras abajo y aparece, con la vergüenza todavía en lo alto y un dedo en la boca. “Eso del dedo es porque Dalin es muy inteligente”, apostilla el tendero. Preciosa escena de un humilde barrio de la localidad turca de Gaziantep, porque turco es el reparador de muebles y sirios los miembros de la familia de Dalin, que huyeron de la guerra en Alepo allá por el año 2014. Refugiados integrados, esa es la parte buena, pero que ocho años después de abandonar su tierra no llegan a final de mes, a reunir unas 5.000 liras turcas (280 euros) para contar con lo básico; especialmente vulnerables en medio de una tormenta económica que atiza fuerte en su tierra de acogida. Aún así, Ali Ali, de 35 años, padre de Dalin, lo deja claro: “No pienso en volver a Siria”.
Once años tras el estallido de la contienda, alrededor de 6,7 millones de sirios permanecen refugiados más allá de sus fronteras, la inmensa mayoría en países vecinos (Líbano, Jordania, Irak…). Turquía se lleva la palma con 3,7 millones. Pero la vieja Anatolia no está en su mejor momento para dar de comer a una población tan amplia. Dos datos reflejan el estado de su economía: una caída de la lira de en torno al 45% y una inflación por encima del 73% ―según datos oficiales, que fuentes no gubernamentales duplican―.
Ali Ali, refugiado sirio en la localidad de Gaziantep, junto a su hijo Mohamed, el 31 de mayo.DIEGO CUPOLO
Ali trabaja arreglando móviles, así que tajo no le falta. Eso le da unos 165 euros al mes, de los que la mitad se los lleva el alquiler de la vivienda en la que reside junto a su mujer y cinco hijos. Cada día se gastan entre ocho y nueve euros para comer. Las cuentas no cuadran ni siquiera con la ayuda de la Red de Seguridad Social de Emergencia (RSSE), el mayor programa humanitario de la historia de la Unión Europea, que ha facilitado la elaboración de este reportaje. Esta red asiste en Turquía a 1,5 millones de personas en situación de vulnerabilidad. A cada miembro de una familia le entrega unos 12 euros al mes en una tarjeta de débito. Esto es, la familia de Ali recibe en torno a 75 euros. Les faltaría un pellizco para poder sacar la cabeza.
Ali es treintañero, pero la guerra mata los años a pasos de gigante. “Mi futuro está perdido, solo pienso en mis hijos”, dice, “cuando era joven me encantaba estudiar, pero lo tuve que dejar, por eso ahora quiero que mis hijos vayan a la universidad”. Tiene un plan: las niñas, cuatro, estudiarán Medicina, y el niño, Electrónica. Este se llama Mohamed y tiene ocho años, por lo que no conoció las tierra de sus padres. “Nunca seré capaz de describirle del todo cómo es Siria sin vivir allí”, relata Ali con una mueca tristona.
Desconexión con Siria
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Sea por la terquedad de la guerra, los años en el exilio, la fatiga o por todo junto, los sondeos sobre el deseo de los refugiados sirios de volver a su país dibujan una creciente desconexión: solo el 4% de los consultados el pasado año por la Media Luna Roja Turca y la Federación Internacional de la Cruz Roja (IFRC, en sus siglas en inglés), al frente del programa RSSE, estaba dispuesto a regresar a Siria. El 73% no pensaba moverse de Turquía. Otro informe, elaborado en 2020 por la agencia de la ONU para los refugiados, concluía que un 77,8% de los consultados en territorio turco no querían volver bajo ninguna circunstancia, frente a un 16,7% que respondían de igual modo en 2017. En el caso de los que huyeron hacia Líbano, Irak, Jordania y Egipto, encuestados por esta misma organización, el 90% no estaba dispuesto a emprender el viaje de vuelta a corto plazo. Estos porcentajes coinciden con los testimonios recabados para este reportaje.
A unos 190 kilómetros hacia el sur de Gaziantep, a un tiro de piedra, casi literal, de la frontera siria, se encuentra Reyhanli, pequeña localidad por la que huyeron miles de sirios, pero también por la que alcanzaron la trinchera muchos combatientes extranjeros. Walid Hadid, sirio de 36 años, es uno de los más de 5.000 pacientes con alguna discapacidad física atendidos en el centro de rehabilitación de Relief International. Walid no sabe escribir. Dejó la escuela en Homs a los ocho años para ganarse la vida. En enero de 2016, mientras trabajaba haciendo pizzas, un barril bomba le destrozó la pierna izquierda. En julio de ese año abandonó el país junto a su mujer. Necesitaba una prótesis con la que poder vivir y lo logró.
Walid Hadid, refugiado sirio natural de Homs, posaba el 1 de junio en un centro de rehabilitación de Reyhanli, en Turquía.DIEGO CUPOLO
“Dos meses después de conseguir la prótesis empecé a trabajar en una pizzería en Reyhanli”. Ha tenido tres hijos con su mujer, algo que no pudo hacer en su Homs natal. Un nuevo comienzo, con sus rosas y sus espinas: trabaja 12 horas al día por unos 6,5 euros. “La vida es muy cara y los ingresos muy bajos”, continúa, “así que estoy buscando el modo de viajar a Europa”. No llega a fin de mes. ¿Volvería a su tierra? “No”. Niega al tiempo que junta las muñecas como si aceptase ser esposado, lo que quizá le esperaría a la vuelta. Uno de sus hermanos ha muerto y otro permanece desaparecido. “Me gustaría”, dice al recordar un pasado en el que su vida era buena, sin más, “que todo esto no hubiera ocurrido”.
Vida en una tienda de campaña
Según los datos obtenidos por IFRC a través de las encuestas realizadas a refugiados sirios en Turquía, el 59% “rara vez” logra cubrir sus necesidades básicas, es decir, comida, electricidad y vivienda. La pandemia machacó mucha de la iniciativa de pequeños emprendedores sirios, aunque la mayoría de los que trabajan lo hacen en el mercado informal. No es el caso de la familia Husso, propietaria de una humilde tienda de campaña junto a una hilera de cultivos de la localidad de Adana, a unos 200 kilómetros de Reyhanli a través de la histórica Alejandreta. De nuevo la edad, pisoteada. “Para mí esto es el final de la vida”, dice el patriarca, Ahmed Husso. Tiene 40 años y cuatro niños pequeños, dos de ellos sordomudos. Abandonó Alepo junto a su mujer, Zozan, en el año 2012, en pleno apogeo de la batalla por la provincia norteña. Ahmed trabajaba en la construcción. “No había vida y los bombardeos eran continuos”, explica.
Compraron la tienda sobre suelo del Estado turco y comenzaron a trabajar en un latifundio aledaño recogiendo tomates. Junto a su tienda hay otra pegada, también de refugiados sirios, y junto a esta, otra, y luego otra… Un regato en el que chapotean un grupo de niños circula junto al camino de tierra que separa los plásticos que dan techo y los vastos campos de cultivo atizados por más de 35 grados centígrados. Ahmed cobra algo más de ocho euros los días que trabaja, cuando el campo lo requiere. “No es suficiente”, afirma ―la mayoría de refugiados consultados coinciden en que bastaría con 280 euros al mes para sobrevivir―. Su dieta no puede ir más allá de pan, arroz, aceite y agua, pero Ahmed no se queja. “Este sitio está bien”, continúa, “aunque si pudiera moverme, iría a donde pudiera tratar a mis hijos sordomudos”.
Una vez registrados en suelo turco, papeleo en el que colaboran organizaciones como GOAL, que asiste a la familia Husso, los refugiados no pueden cambiar de provincia salvo causa muy justificada. Ni Ahmed ni Zozan, ella de origen kurdo, llevarían de regreso a sus niños a Siria, aunque de aquella tierra solo conozcan el nombre que sus padres mencionan en ocasiones. “Allí no hay paz, no me fío de la seguridad, no me gustaría revivir aquella situación”, sentencia él.
Igual que los Husso llegaron a Adana, otros refugiados sirios, quizá con un colchón más prometedor, alcanzaron el barrio estambulí de Esenyurt. Y tampoco allí las cosas van mucho mejor. Hanan el Robah, de 68 años, vivía en Yarmuk, distrito de Damasco machacado por la guerra que en su día acogió a la mayor población expulsada de Palestina en territorio sirio. Hace tres años que se mudó a Turquía. Es su segundo exilio, así que no sorprende su gesto duro y enfado no contenido. Pero hay más: su marido tiene cáncer de próstata y ya se lo han gastado todo en el tratamiento y cuatro intervenciones ―la atención gratuita en la Sanidad turca no cubre este tipo de enfermedades―. Hanan estudió en una universidad de la capital siria; su marido era farmacéutico. Querían vivir de esto ya en suelo turco, pero la losa del cáncer les sentenció.
Hanan el Robah, refugiada de origen palestino, en una sala de la ONG Mavi Kalem, el 3 de junio en Estambul.DIEGO CUPOLO
Hanan colabora en este distrito del Estambul europeo junto a otras palestinas con la organización Mavi Kalem, bajo el paraguas de la agencia de cooperación alemana. Dibujan, hacen manualidades, aprenden la lengua turca. Hoy toca replicar la pintura La amapola de maíz, del holandés Kees van Dongen. El cuadro de Hanan, expuesto, es sin duda el mejor de todos. Ya está a la venta. Su gesto sigue serio, estresado.
― ¿Regresaría a Siria si pudiese?
― Turquía, Alemana, Suecia, iría a cualquier sitio menos a Siria.
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